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—Sin duda. Debió de impresionarse, además, ver que no todos habían abandonado la población, y que incluso quedaba en ella gente distinguida.

—¡Justo, justo! Quería atraerse a la nobleza. Cuando su mirada de águila se fijó en mí, probablemente vio encenderse una llama en mis ojos, porque dijo: «Voilà un gaillard bien eveillé!» Y luego me preguntó: «Qui est ton père?» Yo le respondí con voz casi sofocada por la emoción: «Un general que ha caído en el campo de batalla defendiendo su patria.» «Le fils d'un boyard et d'un brave par-dessus le marché! J'aimes les boyards. M'aimes tu, petit?» La respuesta brotó, espontánea, de mis labios: «Un corazón ruso sabe distinguir entre el grande hombre y el enemigo de su patria.» No recuerdo si me expresé así literalmente, puesto que era un niño; pero fue tal el sentido de mis palabras. E impresionaron mucho a Napoleón, porque dijo a quienes le rodeaban: «Me gusta el orgullo de este niño. Pero si todos los rusos piensan como él...» Y, sin decir más, entró en el palacio. Le seguí, mezclado con la escolta, que viéndome tratado así por él me consideraban ya favorito suyo. Todo pasó en un instante. Recuerdo que al entrar en el primer salón el emperador se detuvo ante el retrato de la emperatriz Catalina, lo miró largamente, pensativo, y al fin exclamó: «¡Era una gran personalidad!», tras lo cual siguió adelante. Dos días después, todos me conocían ya en el palacio y en el Kremlin y me llamaban «le petit boyard». Yo no volvía a casa más que a la hora de acostarme, y por cierto que allí todo andaba desquiciado. Dos días después murió el paje de cámara de Napoleón, el barón de Bazancourt, que no pudo resistir las fatigas de la campaña. Napoleón se acordó de mí y me envió a buscar. Me condujeron a palacio sin decirme el motivo y, una vez allí, me vistieron el uniforme del muerto, que era un niño de doce años, y en tal forma me llevaron al emperador. Éste me hizo un leve signo de cabeza. Después me informaron de que su Majestad se había dignado nombrarme paje de cámara. Me sentí encantado, porque experimentaba por él hacía mucho tiempo viva simpatía. Y además un uniforme bello es cosa siempre agradable a un niño. Llevaba un frac verde oscuro, faldones largos y estrechos, botones dorados, ribetes rojos y adornos de oro en las bocamangas y faldones; un cuello alto, rígido, abierto; calzón corto blanco de gamuza, chaleco blanco de seda, medias de seda y zapatos de hebilla. Cuando estaba de servicio y había de acompañar al emperador en sus paseos a caballo, usaba botas de montar a la escudera. Aunque la situación no era muy buena y se presentían grandes desastres, la etiqueta no se rebajaba en lo más mínimo, e incluso era más rigurosa cuando se advertían síntomas de malos momentos.

—Claro, claro —murmuraba el príncipe, anonadado—. Sus memorias serían... muy interesantes.

El general no hacía sino repetir lo que contara la víspera a Lebediev, y sus palabras fluían por sí solas; pero en aquel instante volvió a dirigir a su interlocutor una mirada suspicaz.

—¿Mis memorias? —repuso con más dignidad aún—. ¿Escribir mis memorias? Nunca me ha tentado tal cosa, príncipe. En realidad, ya están escritas, pero no han salido de mis gavetas. No me opongo a que se publiquen cuando yo esté enterrado. Y entonces sin duda serán traducidas a varias lenguas, no por su mérito literario, sino por los grandes sucesos que relatan y de los que fui testigo presencial. Cierto que yo entonces no era más que un niño, pero merced a ello pude penetrar en la intimidad del gran hombre, e incluso en su alcoba. Por las noches yo escuchaba los gemidos del «Titán angustiado», ya que él no tenía motivos para ocultar sus ansiedades y sus lágrimas a un niño. Lo que más le desolaba era el silencio del emperador Alejandro.

—Sí... Napoleón le escribía... proponiendo negociaciones de paz —balbució Michkin.

—No se sabe a punto fijo qué proposiciones contenían sus cartas, pero escribía sin cesar, a todas horas; enviaba emisario tras emisario. Estaba muy inquieto... Una noche, hallándonos solos, yo, que le quería mucho, me lancé hacia él llorando. «Pedid perdón al emperador Alejandro», pero como niño que era, expresé ingenuamente mi pensamiento. Él, que paseaba a lo largo del aposento, me contestó (porque parecía haber olvidado que yo era un niño y le gustaba departir conmigo): «Hijo mío, estoy dispuesto a besar los pies del emperador Alejandro, pero al rey de Prusia y al emperador de Austria los odiaré eternamente... En fin, tú no entiendes de política.» De pronto pareció darse cuenta de a quién hablaba y calló. Pero sus ojos siguieron brillando de fiereza durante largo rato... Bien, príncipe: si yo cuento por escrito todos esos hechos, los grandes hechos de que fui testigo, si los entrego a la publicidad, entonces vendrían todos esos críticos, todas esas vanidades, todas esas envidias, todos esos partidos políticos, y... No, príncipe, ese riesgo no lo corre este respetuoso servidor.

—Respecto a eso, tiene usted razón evidentemente —contestó Michkin, tras una pausa—. Últimamente he leído el libro de Charasse sobre la campaña de Waterloo. Es sin duda un libro serio, y, según los especialistas, no deja nada que desear. Pero en todas las páginas se evidencia la alegría que el autor experimenta en el fracaso de Napoleón; y si se pudiese discutir a éste todo talento militar incluso en sus restantes campañas, se observa que Charasse se sentiría dichoso. De modo que el espíritu partidista echa a perder una obra tan seria. Y diga: ¿le entretenía mucho tiempo su... servicio al emperador?

Aquel lenguaje produjo al general vivo contento. Oyendo al príncipe expresarse con tan ingenua seriedad, sintió que se disipaban los últimos restos de su desconfianza.

—¡Ese autor! También yo me he indignado. Incluso le escribí y... No me acuerdo de más en este momento. ¿Me preguntaba usted si el servicio me daba muchas ocupaciones? No. Aunque nombrado paje de Cámara, yo no lo tomé en serio. Napoleón perdió muy pronto las esperanzas de granjearse las simpatías de los rusos y como me había tomado a su servicio por razones políticas, sin duda habría concluido olvidándome... de no haberme tomado mucho afecto. Puedo decirlo con justicia. También yo lo experimentaba por él. El servicio se reducía a poca cosa: ir a veces a palacio y acompañar al emperador cuando paseaba a caballo. Yo montaba bastante bien. Napoleón salía generalmente antes de comer. Solíamos acompañarle Davout, yo, el mameluco Roustan...

—Constant —rectificó Michkin casi involuntariamente.

—No. Constant no estaba entonces en Moscú. Había marchado con una carta para... la emperatriz Josefina. Pero había en su lugar dos ordenanzas y algunos lanceros polacos, que completaban el séquito, aparte, naturalmente, los generales y mariscales, quienes acompañaban a Napoleón para explorar los contornos y tratar de la disposición de las tropas. Casi siempre iba con él Davout. Aún me parece verle: era un hombre recio, flemático, con gafas, de extraños ojos... El emperador le consultaba con mucho interés y se dejaba llevar mucho por sus opiniones. Recuerdo que celebraron consejo durante varios días. Davout acudía mañana y noche, y a menudo discutía con Napoleón. Este, al fin pareció aceptar la opinión de su consejero. Yo estaba en el aposento donde se celebraba la entrevista, pero nadie hacía caso de mi presencia. De pronto la mirada de Napoleón se fijó en mí. Y me dijo repentinamente: «Niño, ¿qué te parece? Si me convierto a la religión rusa y liberto los siervos, ¿se aliarán los rusos a mí?» «¡Nunca!», exclamé indignado. La palabra impresionó a Napoleón. «La llama patriótica que acaba de encenderse en los ojos de este niño —exclamó— me revela el pensamiento de todo el pueblo ruso. ¡Basta, Davout! Todo eso son fantasías. Explíqueme su otro plan.»

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