—Pero al fin guardó usted la cartera de nuevo, ¿no?
—No. Por la noche volvió a desaparecer de debajo de la silla.
—¿Y dónde está ahora, entonces?
Lebediev se incorporó y miró jovialmente a Michkin.
—Aquí —repuso riendo—, en el faldón de mi levita. Ha vuelto a aparecer de improviso aquí. Mire, mire; toque...
En el faldón izquierdo de la levita se advertía al tacto una cartera de cuero, sin duda deslizada hasta allí a través de un bolsillo agujereado.
—La he sacado para registrarla. Los cuatrocientos rublos siguen intactos. La he puesto en el mismo sitio, y desde ayer por la mañana la llevo así, golpeándome las piernas.
—¿Y él no ha observado nada?
—Nada, ¡je, je, je! Figúrese, muy apreciado príncipe (aun cuando el asunto no sea muy digno de su atención), que mis bolsillos estaban en buen estado. ¡Y en una noche aparece semejante agujero! He examinado el interior y he visto que la abertura estaba practicada con un cortaplumas. ¡Parece increíble!
—¿Y... el general?
—Ha seguido furioso todo el día. Hoy continúa de muy mal humor. A veces manifiesta una alegría alcohólica o una sensibilidad lacrimosa, y a lo mejor se indigna hasta un punto que me espanta. Yo, príncipe, no soy hombre de armas tomar. Ayer estábamos juntos en la taberna. De pronto el general observa el faldón de mi levita, abultado por la cartera, y se enoja. Hace mucho que no me mira a la cara, no siendo cuando está muy ebrio o muy conmovido, pero ayer me miró de un modo que dióme escalofríos. Mañana me propongo informarle del encuentro de la cartera, pero antes pasaré hoy una veladita en la taberna con él.
—¿Por qué le atormenta así? —preguntó Michkin.
—No le atormento, príncipe, no le atormento —repuso, con calor, Lebediev—. Le quiero sinceramente... y le estimo. Además, créalo usted o no lo crea, ahora le quiero más que nunca. ¡Le aprecio mucho más que antes!
Pronunció aquellas palabras en tono tan serio y con tal apariencia de sinceridad, que el príncipe no pudo oírlas sin indignarse.
—¿Le quiere y le hace padecer así? Fíjese: se ha arreglado para que usted encuentre lo perdido, lo ha colocado bajo la silla y en su levita. Con eso le da bien a entender que no quiere disputar con usted y que le ruega sinceramente que le perdone. ¡Sí, le pide perdón! Es decir, que cuenta con la delicadeza de los sentimientos de usted y, por lo tanto, cree en su amistad. ¡Y usted rebaja de tal modo a un hombre tan... honrado!
—Muy honrado, príncipe, muy honrado —repitió Lebediev, con los ojos brillantes—. Sólo usted, nobilísimo príncipe, era capaz de pronunciar palabra tan justa. Sólo por ello le veneraré toda mi vida, príncipe, por muy corrompido que yo sea. ¡Me he decidido! Voy a encontrar la cartera ahora mismo, no mañana. La sacaré de la levita ante sus propios ojos, príncipe. Aquí la tiene, con todo el dinero. Guárdemela hasta mañana, noble príncipe: Mañana o pasado mañana se la pediré.
—No, vaya a decirle sin rodeos que la ha encontrado. Primero procure que él se fije en que no lleva usted el faldón abultado. Con eso comprenderá.
—¿No valdría más decirle que la he encontrado y fingir que no he tenido nunca duda alguna?
—No —dijo el príncipe, tras un momento de reflexión—. Es muy tarde ya: sería peligroso. Más vale que calle. Muéstrese amable con él... sin exagerar... Ya sabe...
—Lo sé, príncipe, lo sé... Es decir, sé que no ejecutaré bien el proyecto, porque para eso hace falta un corazón como el suyo... Además, yo mismo estoy disgustado. A veces el general me abraza sollozando, luego me humilla y me colma de desprecios. Ea, voy a hacer que repare en el faldón de mi levita... ¡Ja, ja! Hasta luego, príncipe. Le molesto, le distraigo de sentimientos muy interesantes, si vale la expresión.
—Pero, por amor de Dios, ni una palabra sobre lo pasado...
—Seré silencioso..., silencioso...
Aun cuando el asunto hubiese concluido, Michkin quedó más preocupado que antes. Y esperó con impaciencia la entrevista que debía tener al día siguiente con el general.
IV
La cita era al mediodía, pero el príncipe se retardó insólitamente y cuando volvió a casa halló al general esperándole ya. Michkin notó en seguida que Ivolguin estaba descontento, acaso con motivo de la espera. El príncipe se sentó y presentó excusas al visitante. Pero sentía una extraña timidez. Dijérase que el general era de porcelana y que él tenía miedo de romperlo. Hasta entonces la presencia de Ivolguin no le había intimidado nunca; ni siquiera se le ocurrió jamás que ello pudiera suceder, mas ahora observó que su visitante era un hombre muy distinto al de la víspera: Ardalion Alejandrovich no estaba turbado ni distraído; parecía dueño de sí y su rostro evidenciaba una resolución definida. No obstante, aquella calma era más aparente que real. Pero, en todo caso, hoy todo unía en él una especie de dignidad reprimida a la naturalidad aristocrática de sus maneras. Acogió incluso con cierta altiva indulgencia las disculpas del príncipe, a las que contestó en términos amables, pero sin disimular cierto disgusto de hombre orgulloso e injustamente ofendido.
—Le he traído el libro que me prestó el otro día —dijo señalando un folletón que había puesto sobre la mesa—. Gracias.
—¿Lo ha leído? ¿Qué le parece? Curioso, ¿verdad? —preguntó Michkin, satisfecho de poder llevar la conversación sobre temas indiferentes.
—Curioso, si usted quiere, pero tosco y, sin duda, absurdo. Tal vez no sea más que una trama de embustes —dijo el general con seguridad, engolando mucho la voz.
—Me parece un relato muy cándido. Las impresiones de un soldado veterano testigo ocular de la estancia de los franceses en Moscú... Algunos detalles resultan encantadores. Esas memorias de testigos presenciales son siempre de interés, sea quien sea el narrador. ¿No es verdad?
—En el puesto del director, yo no habría publicado eso. El público, cuando se trata de descripciones de testigos oculares, suele creer mejor en las mentiras desvergonzadas de un embustero que en los relatos verídicos de un hombre que ha merecido bien de su país. Conozco ciertas memorias sobre el año 1812 que... He tomado una resolución, príncipe: dejar esta casa, la casa del señor Lebediev —dijo de repente el general, mirando significativamente a Michkin.
—Tiene usted habitación en Pavlovsk en... en casa de su hija —comentó el príncipe, no sabiendo qué decirle y recordando que el general se proponía hablarle de un importante asunto del que dependía su suerte.
—Perdón: en la de mi mujer. En otras palabras, en mi casa, que es también la de mi hija.
—Excúseme... Yo...
—Abandono esta casa, querido príncipe, porque he reñido con Lebediev. He roto anoche, lamentando no haberlo hecho antes. Soy muy considerado en todo, príncipe, y deseo que las personas a quienes, en cierto modo entrego mi corazón me paguen en la misma moneda. He sabido dar mi corazón a menudo y casi siempre he sido defraudado. Ese hombre es indigno de mí...