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—Parece usted enfadado conmigo, Lebediev.

—¡Ni lo más mínimo, respetado y espléndido príncipe! —exclamó Lebediev exaltadamente, llevándose la mano al corazón—. Muy al contrario, he comprendido bien que ni mi posición en el mundo, ni mis antecedentes, ni mi sabiduría, nada, en fin, me hacen acreedor a su confianza. Sé bien que si en algo puedo servirle es sólo como esclavo, como mercenario, y no de otra manera... No estoy incomodado, sino entristecido.

—¡Vamos, vamos, Lukian Timofeievich!

—Sí, señor. Y ahora mismo lo veo. Al acercarme a usted, concentrando todas las energías de mi alma y mi corazón en usted, venía pensando: «Sé que no tengo el derecho de esperar noticias de amigo a amigo, puesto que soy indigno de ellas; pero acaso como dueño de la casa reciba, en el momento oportuno, que debe ser ahora, una orden o una advertencia relativas a ciertos acontecimientos que son de esperar para en breve.»

Y, hablando así, Lebediev fijaba sus ojillos en el rostro del príncipe, quien le contemplaba con sorpresa. Lukian Timofeievich esperaba todavía ver satisfecha su curiosidad.

—Le aseguro que no entiendo una palabra —afirmó Michkin, casi molesto—. ¡Es usted... un intrigante de mil demonios! —exclamó de repente, estallando en una carcajada.

Lebediev le hizo coro. Sus ojos relampaguearon. Aguardaba, esperaba ver satisfechas en el acto sus esperanzas.

—¿Sabe lo que voy a decirle, Lebediev? ¡Pero no se incomode! Pues bien, admiro su candidez y le aseguro que no es usted el único que me asombra. Siente usted en este momento un ansia tan ingenua de saber algo, que deploro sinceramente no tener nada que decirle. ¡Se lo juro! ¿Qué le parece? —acabó Michkin, riendo de nuevo.

Lebediev asumió un talante de digna compostura. Su curiosidad se manifestaba, en ocasiones, de manera importuna e inocente; pero, por otra parte, era hombre astuto y sabía, en ciertos casos, guardar un maquiavélico silencio. Viendo que no arrancaba confidencia alguna a su inquilino, casi sintió odio hacia él en aquel momento. Seguramente Michkin no se mostraba más comunicativo en razón a lo delicado del tema sobre el que formulaba alusiones Lebediev. Hacía aún muy poco tiempo que el príncipe consideraba un delito albergar sueños semejantes. Pero Lebediev interpretó su reserva como una ofensiva falta de confianza; se creyó desdeñado y los celos le mordieron el corazón al reflexionar que no sólo Kolia y Keller, sino incluso su propia hija Vera, participaban más que él de la confianza de Michkin. Si en aquel momento hubiera tenido alguna importante noticia que comunicar al príncipe, algo del mayor interés y que le agradara transmitirle, el rencor le habría impedido manifestárselo.

—¿En qué puedo servirle, pues, apreciado príncipe? ¿Para qué me ha mandado llamar? —preguntó tras una pausa.

Michkin dejó transcurrir un minuto antes de responder:

—Quería hablarle del general... y de ese robo de que ha sido usted víctima.

—¿Qué robo?

—Vamos, ¿por qué finge? ¿Cómo le gustan tanto las farsas? ¡El dinero, el dinero! Los cuatrocientos rublos que perdió usted el otro día, en una cartera, y de los que me habló usted aquella mañana, antes de marchar a San Petersburgo. ¿Comprende?

—¡Ah! ¿Aquellos cuatrocientos rublos? —exclamó Lebediev con el tono de quien acaba de comprender algo que no recordaba—. Gracias por su sincero interés, príncipe; me lisonjea mucho ver cómo se preocupa por mí, pero... los encontré, y hace bastantes días.

—¿Los encontró? ¡Dios sea loado!

—Su exclamación indica un corazón muy noble, porque cuatrocientos rublos no son un costal de paja para un hombre que vive de un penoso trabajo y ha de mantener una numerosa familia.

—No me refiero a eso —contestó Michkin—. Desde luego celebro que haya usted encontrado su dinero; pero ¿cómo fue?

—De un modo muy sencillo: la cartera estaba debajo de la silla donde yo había colocado mi levita, así que debió deslizarse desde el bolsillo al suelo.

—¿Bajo la silla? No es posible: me dijo usted que había buscado en todas partes y en todos los rincones. ¿Cómo no miró, pues, en el primer sitio que era lógico mirar?

—¡Pero si miré! ¡Me acuerdo muy bien de haber mirado! Anduve por el suelo a cuatro patas, toqué todos los rincones, moví la silla, no creyendo en el testimonio de mis propios ojos. No encontré nada, en el suelo no había más cartera que la que pudiese haber en mis manos y, sin embargo, me harté de tocarlo todo. Es una costumbre tonta esa que todos tenemos cuando experimentamos una pérdida dolorosa y sensible. Aunque no se vea nada, se empeña uno en tocar por todas partes, en mirar veinte veces seguidas...

—Pero, ¿cómo pudo suceder una cosa así? —exclamó Michkin, perplejo—. Según usted, no había nada y luego la cartera ha aparecido de pronto.

—Sí, de pronto.

Michkin miró a Lebediev con extrañeza.

—¿Y el general? —inquirió de repente.

—¿El general? —repuso Lebediev, fingiendo no comprender.

—¡Dios mío! Le pregunto lo que dijo el general cuando supo que usted había encontrado la cartera bajo la silla. Porque antes la habían buscado ustedes dos.

—Antes sí. Pero esta vez, lo confieso, callé, prefiriendo que ignorase que yo había encontrado la cartera por mí mismo.

—¿Por qué? Y el dinero, ¿no había desaparecido?

—No faltaba un solo rublo.

—Debió usted decírmelo —observó Michkin, pensativo.

—Temí importunarle, príncipe, dadas sus impresiones, y si me permite la expresión, extraordinarias de este momento. He procedido como si no hubiese encontrado nada. Una vez seguro de que la cantidad estaba intacta, cerré la cartera y la puse otra vez bajo la silla.

—¿Para qué?

—Para llevar la investigación hasta el fin —repuso Lebediev, riendo y frotándose las manos.

—¿Y sigue allí desde anteayer?

—No. Sólo ha permanecido veinticuatro horas. Yo deseaba, ¿sabe?, que el general la encontrara también. Pensaba que si yo había terminado por descubrir la cartera, también podría encontrarla el general, ya que es un objeto que salta a los ojos y se ve perfectamente bajo la silla. Incluso he cambiado de sitio ésta repetidas veces, para que el general no pudiese dejar de observar la cartera, pero no la ha visto a pesar de haber estado expuesta allí veinticuatro horas. Al general se le notaba muy distraído, parecía no darse cuenta de nada, hablaba, relataba historias, reía y de pronto se indignaba conmigo sin que yo supiese la causa. Al salir de la habitación dejé abierta la puerta a propósito para que reparase en la cartera. Y él estaba desconcertado, inquieto; acaso temiese por la suerte de la suma... De pronto se enfureció y guardó silencio. Apenas dimos dos pasos en la calle, me dejó plantado y se fue en dirección opuesta a la mía. Por la noche nos encontramos en la taberna.

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