—Hace tiempo que buscaba la ocasión y el honor de verle, muy estimado León Nicolaievich —dijo, apretando la mano del príncipe hasta hacerle daño—. Hace tiempo, mucho...
Michkin le invitó a sentarse.
—No, no me siento... Va usted a salir... Otra vez. Al parecer, puedo felicitarle por... haber conseguido los anhelos de su corazón.
El príncipe se sintió turbadísimo. Ciego como todos los enamorados, imaginaba que nadie veía, comprendía ni conjeturaba su estado de ánimo.
—¿A qué anhelos se refiere? —inquirió.
—¡Tranquilícese, tranquilícese! No pretendo herir sentimientos tan delicados. Ya sé por experiencia que no gusta que un tercero meta la nariz en... O sea, como dice el proverbio, que se meta donde no le llaman. Todos los días siento la misma impresión... Pero he venido por otra cosa. Es un asunto importante, muy importante, príncipe.
Michkin insistió en que se sentara, y le dio ejemplo.
—Un minuto nada más. He venido a pedirle consejo. Sé que no tengo, desde luego, fin práctico alguno en mi vida; pero, como me respeto a mí mismo... y estimo ese espíritu práctico de que tanto carecemos en Rusia por desgracia, desearía situarme... así como a mi esposa e hijos, en una posición que... En resumen, príncipe, necesito consejo.
Michkin aprobó con efusión los propósitos del general, quien le interrumpió bruscamente.
—Todo eso son tonterías. No era eso lo que le quería decir, sino una cosa más importante. He resuelto, León Nicolaievich, franquearme con usted, ya que le considero hombre que, por su nobleza de sentimientos y sinceridad de proceder, puede... puede... ¿No le extrañan mis palabras, príncipe?
Michkin miraba a su interlocutor, si no con mucha extrañeza, al menos con inmensa atención y curiosidad. El general estaba algo pálido, sus labios temblaban levemente de cuando en cuando, y sus manos se movían sin cesar, inquietas. Aunque sólo llevaba sentado pocos minutos, se había levantado ya dos veces para volver a dejarse caer en la silla. Era palmario que ejecutaba todos aquellos movimientos sin darse cuenta. Encima de la mesa había varios libros. Tomó uno, lo abrió, hojeólo, lo dejó en su sitio para coger otro y no abrió éste siquiera, conservándolo, cerrado, en la mano derecha, que agitaba sin parar.
—Basta —exclamó de repente—. Ya veo que le molesto.
—¡En absoluto! ¡Parece mentira! Le atiendo con mucho gusto y quisiera saber...
—Yo, príncipe, deseo colocarme en una situación honorable... Quiero poder estimarme a mí mismo para que... mis derechos...
—Desde el momento en un hombre siente tales deseos es digno ya de la mayor consideración.
Era una frase tomada de un cuaderno de escritura, pero Michkin juzgó que en el estado de ánimo en que se encontraba el general un aforismo cualquiera, de una sonoridad huera, pero agradable, podría ejercer una acción sedante sobre su espíritu. Y el general, en efecto, se sintió muy complacido. Lisonjeado y lleno de emoción, cambió inmediatamente de acento y se extendió, de modo solemne, en prolijas explicaciones. Pero, a pesar de la atención que Michkin le prestó, le fue imposible entender nada en absoluto. Durante diez minutos Ivolguin se expresó con volubilidad extrema, como desbordado por la profusión de conceptos que quería exponer. Al final, incluso asomaron lágrimas a sus ojos. Desgraciadamente sus frases no tenían pies ni cabeza: eran raudales de palabras incoherentes e ininterrumpidas.
—Basta ya —acabó, levantándose—. Usted me ha comprendido. Estoy tranquilizado, pues. Un corazón como el de usted no puede dejar de comprender a un hombre afligido. ¡Es usted noble como un ideal, príncipe! ¿Qué vale el resto de los hombres, comparados con usted? ¡Es usted joven! ¡Acepte mi bendición! En resumen, he venido a pedirle hora para poder celebrar con usted una entrevista seria y grave, en la que hago reposar todas mis esperanzas. No busco más que amistad y simpatía, príncipe. Me lo exigen los impulsos de mi corazón.
—¿Por qué no hablar ahora? Estoy dispuesto a escucharle.
—No, príncipe, no —atajó el general vivamente—. Ahora no. Es inútil imaginarlo. Es demasiado importante, demasiado importante. Esa hora de conversación decidirá mi suerte... Será mi hora, y no quiero que en tan sagrado momento el primer recién llegado, un insolente cualquiera, pueda interrumpirnos... —E inclinándose al oído del príncipe continuó en voz baja, con acento extraño, misterioso, casi de temor—: Un insolente que no vale ni para descalzarle, príncipe, respetadísimo príncipe... No digo «descalzarme», porque me respeto demasiado para... Pero usted, sólo usted, puede comprender que al no hablar en este momento de descalzarme a mí, acaso revelo un orgullo y una dignidad extraordinarios. Salvo usted, nadie puede comprender esto. Y él menos que nadie. Él no comprende nada, príncipe. Es absolutamente incapaz de comprender. ¡Absolutamente! Para comprender hay que tener corazón.
Michkin, casi aterrado sin saber el motivo, indicó al general que podían hablar a solas a la misma hora del día siguiente. Ivolguin se retiró muy confortado y consolado. Por la tarde, entre seis y siete, Michkin mandó recado a Lebediev diciendo que tendría mucho gusto en hablar dos palabras con él.
Lebediev compareció muy satisfecho, «estimando la cita como un honor», según dijo. No podía caber la menor duda, juzgando por su aspecto y obsequiosidad, que había estado eludiendo a Michkin tres días seguidos. Sentóse en el borde de una silla, sonriendo, haciendo muecas, guiñando los ojos, frotándose las manos. Su semblante era el de un hombre que se prepara ingenuamente a informarse de una gran noticia desde mucho atrás esperada y ya adivinada por todos. Michkin volvió a sentirse desazonado. Advertía que la gente esperaba oírle contar algo y felicitarle con efusión. Todos se le acercaban con sonrisas, medias palabras, guiños significativos. Keller había comparecido ya en tres ocasiones, impelido por el evidente deseo de felicitar al príncipe; pero siempre, tras iniciar un cumplido ditirámbico y vago, no acertaba a terminar y se iba sin haber dicho nada en concreto. Últimamente se dedicaba a beber con mayores bríos aún que de costumbre y era punto fuerte en las salas de billar. El propio Kolia, pese a su inquietud, había en dos ocasiones, hablando con el príncipe, insinuado algunas alusiones.
Michkin, sin preámbulos y con tono ligeramente irritado, preguntó a Lebediev qué opinión tenía sobre el estado presente del general y por qué Ardalion Alejandrovich se hallaba tan preocupado. Y en breves palabras relató la escena anterior.
—Cada uno tiene sus preocupaciones, príncipe, y más en nuestro siglo absurdo e inquieto —repuso Lebediev con cierta sequedad, exteriorizando visibles despecho y disgusto.
—¡Qué filósofo está usted hoy! —sonrió Michkin.
—¡Buena falta hace la filosofía en nuestra época, sobre todo en sus aplicaciones prácticas! Pero lo malo es que no se la tiene en cuenta. Por mi parte, muy respetado príncipe, he podido ser honrado con la confianza de usted en cierto caso que usted sabe, pero sólo hasta cierto punto y sólo cuando las circunstancias se referían directamente a ese caso único... Pero me hago cargo de todo y no me quejo.