—¡No podemos dejarle irse ahora por nada del mundo! —gritó—. Hemos de impedir hasta una sombra de escándalo. ¡Vete a pedirle perdón!
Pero el general estaba ya en la calle, seguido de Kolia, que llevaba su maleta. Nina Alejandrovna, en pie en lo alto de la escalera, lloraba y quería precipitarse hacia su marido. Ptitzin la retenía.
—No serviría sino para excitarlo más —aseguraba el esposo de Varia—. No tiene ningún sitio adonde ir y de aquí a media hora le traeremos a casa... Yo he hablado a Kolia y... Déjele llevar adelante su locura.
—¿Qué tonterías hace usted? ¿Adónde va? —gritó Gania por la ventana—. Bien sabe que no tiene adónde...
—Vuélvase, papá —suplicó Varia—. ¿No ve que los vecinos...?
El general se detuvo, dio media vuelta y extendió los brazos.
—¡Mi maldición sobre esa casa!
—¡Siempre teatral! —rezongó Gania, cerrando la ventana con violencia.
Los vecinos, en efecto, vigilaban la escena. Varia salió precipitadamente de la habitación. Ya solo, Gania se llevó la carta a los labios, produjo un chasquido con la lengua y dio una cabriola.
III
En otras circunstancias, los borrascosos episodios que acabamos de señalar no hubiesen tenido consecuencias. Ardalion Alejandrovich había atravesado ya crisis semejantes, aunque raras veces, porque era hombre bastante tranquilo y de inclinaciones más bien buenas que malas. Quizás unas cien veces hubiera tratado de reaccionar contra los hábitos disolutos contraídos en aquellos últimos años. Entonces recordaba súbitamente que era «padre de familia» y reconciliándose con su mujer vertía sinceras lágrimas. Respetaba hasta la adoración a Nina Alejandrovna, que le perdonaba silenciosamente tantas cosas y que continuaba amándole por el estado de degradación en que él había caído. Pero aquella noble lucha contra el vicio no duraba nunca mucho tiempo. El general era, a su modo, un hombre «impulsivo», y así la vida tranquila y arrepentida entre los suyos no tardaba en hacérsele insoportable y se sublevaba con ella. Sufría accesos de ira que probablemente se reprochaba en el mismo momento, pero que no lograba dominar; discutía con los que le rodeaban, pronunciaba frases grandilocuentes, exigía respeto infinito a su persona y, al fin, desaparecía de la casa, adonde no regresaba, en ocasiones, sino después de transcurrido bastante tiempo. Hacía dos años que había renunciado a toda intromisión en los asuntos familiares, que sólo conocía de oídas.
Pero esta vez su crisis no se asemejó a las precedentes. Todos parecían saber alguna cosa grave y ninguno se atrevía a hablar de ella. Sólo tres días antes había tornado Ardalion Alejandrovich al seno de la familia; pero, en lugar de reaparecer con la humildad de un pecador arrepentido, como tenía por invariable costumbre en casos semejantes, había demostrado desde su regreso una irritabilidad excepcional. Inquieto, animado en cierto modo, hablaba a cuantos encontraba delante, cayendo sobre ellos como sobre una presa. Pero sus charlas versaban sobre asuntos tan insólitos y heterogéneos que resultaba imposible averiguar las verdaderas causas de su inquietud. Tenía momentos de jovialidad, pero en general se hallaba pensativo, sin que fuese posible saber en qué meditaba. A veces comenzaba a relatar algo —sobre las Epanchinas, sobre Michkin, sobre Lebediev— y bruscamente enmudecía sin terminar su relato. Cuando se le preguntaba el fin de la anécdota, contestaba con una sonrisa absorta, sin entender siquiera las preguntas que se le dirigían. Había pasado la noche anterior suspirando y gimiendo, hasta el punto que su mujer, creyéndole enfermo, pasó la noche en pie, preparándole cataplasmas. El general se durmió al alborear, despertando, cuatro horas después, en un estado de excitación que concluyó con la disputa con Hipólito y la «maldición» que ya registramos. En aquellos tres días se le había notado un amor propio excesivo y una susceptibilidad extraordinaria. Kolia aseguraba a su madre que el general estaba deprimido por falta de bebida y acaso también porque no se veía con Lebediev y con el príncipe. Kolia pidió informes a éste y acabó pensando que sucedía alguna cosa que Michkin no le quería comunicar. Si, como Gania suponía con muchos visos de verosimilitud, había habido una conversación privada entre Hipólito y Nina Aleiandrovna, parecía raro que el enfermo no se hubiese dado el morboso placer de transmitir también sus noticias a Kolia. Acaso Hipólito no fuese el perverso chicuelo que Gania suponía, o quizá su maldad perteneciera a otro género. No era menos dudoso que hubiese puesto a Nina Aleiandrovna en autos de lo sucedido, por la mera y malsana complacencia de «lacerarle el corazón». No olvidemos que los motivos de los actos humanos son de ordinario infinitamente más complejos y varios que lo que se supone una vez producidos. A veces lo mejor para el narrador es limitarse a la simple exposición de los hechos. Así procederemos al explicar la catástrofe sobrevenida al general.
Después de ir a San Petersburgo con el propósito de buscar a Ferdychenko, Lebediev había regresado en compañía de Ardalion Alejandrovich y no comunicó a Michkin ninguna novedad especial. De haber sido el príncipe menos distraído y estar menos absorto por sus preocupaciones personales, habría notado con facilidad que Lebediev, al día siguiente y al subsiguiente, no le daba informe ulterior alguno y aun parecía eludir su presencia. Habiendo al fin aquel detalle llamado la atención de Michkin, éste recordó con extrañeza que en aquellos dos días, cuando había encontrado por casualidad a Lebediev, le parecía siempre muy animado, a más de estar casi constantemente en compañía del general. Ambos amigos no se separaban un momento. A veces Michkin oía cerca de él alegres y vivas conversaciones, discusiones acaloradas mezcladas con risas. Incluso en una ocasión, a una hora bastante avanzada de la noche, llegaron a sus oídos los acordes de una canción entre báquica y guerrera entonada por la ronca voz de bajo del general. De repente el cantante se detuvo en seco. Durante una hora más, percibióse una conversación muy entretenida, cuyos aislados fragmentos, al llegar a oídos de Michkin, daban a entender que los dos interlocutores se hallaban beodos. En un momento dado, Michkin supuso que ambos se abrazaban y uno se deshacía en llanto. A esto siguió el tumulto de una violenta disputa y, finalmente, el silencio se adueñó de la noche.
Kolia, en el intervalo, estaba muy preocupado. Michkin pasaba casi todo el día fuera de casa y a veces no volvía hasta muy tarde. Al volver, le informaban siempre de que Kolia había comparecido varias veces para buscarle. Pero cuando se encontraban, el muchacho no sabía decir sino que estaba «disgustado» por la conducta actual de su padre. Este y Lebediev, según decía el joven, «andaban siempre juntos, se emborrachaban en una taberna próxima, se abrazaban, escandalizaban en la calle, daban escenas ridículas y no sabían separarse jamás». Cuando Michkin le hacía notar que lo mismo había sucedido siempre, Kolia no sabía qué responder, ni cómo concretar el motivo de su presente inquietud.
Al día siguiente de aquel que el general entonara una canción báquica y disputara con Lebediev, Michkin, que se preparaba a salir (pues eran sobre las once de la mañana), vio aparecer ante él a Ardalion Alejandrovich, extremadamente agitado, casi tembloroso.