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—¡Levántate, levántate! —exclamó, esforzándose en hacer que se incorpora—. ¡Levántate en seguida!

—¿Eres feliz? ¿Feliz? —preguntó la mujer—. Dime una sola palabra: ¿Eres feliz ahora? ¿Lo eres en este instante? ¿Has estado con ella? ¿Qué te ha dicho?

Continuaba de rodillas, sin atenderle. Las preguntas se agolpaban a sus labios y surgían precipitadas, como si alguien la persiguiese y ella, sabiéndolo, estuviera inquieta y ansiosa.

—Me voy mañana, como me has ordenado. No volveré a escribir más. Ésta es la última vez que te veo... ¡La última! ¡Ésta sí que es la última vez!

—¡Cálmate y levántate! —gritó él, desesperado.

Nastasia Filipovna le cogió los brazos y le contempló con anhelo. Luego se incorporó y alejóse a toda prisa, diciendo:

—Adiós...

Michkin vio aparecer a Rogochin de improviso, tomar el brazo de Nastasia Filipovna y desaparecer con ella.

—Espera un momento, príncipe —instóle Parfen Semenovich—. Vuelvo contigo antes de cinco minutos.

En efecto, cinco minutos más tarde Rogochin volvía al lugar donde Michkin le aguardaba.

—La he dejado en el coche, que espera ahí cerca desde las diez —expuso—. Ella sabía que tú pasarías la velada en casa de esa otra mujer. Le transmití exactamente el contenido de la carta que me dirigiste. Nastasia Filipovna no volverá a escribir más cartas a esa amiga tuya y, como lo deseas, mañana mismo se irá de Pavlovsk. Ha querido verte por última vez a pesar de tus negativas de entrevistarte con ella. Te esperamos aquí, en ese banco. Así sentíamos la seguridad de verte cuando regresaras.

—¿Y te ha traído consigo?

—¿Por qué no? —repuso Rogochin, sonriendo—. No he visto más de lo que ya sabía. ¿Has leído sus cartas?

—¿Es posible que tú las hayas leído también? ¿Es verdad? —exclamó Michkin, transido de espanto ante tal pensamiento.

—¡Pero si me las ha enseñado todas! ¿Has visto lo que dice de la navaja? ¡Ja, ja!

—¡Está loca! —exclamó Michkin, retorciéndose las manos.

—¿Quién sabe? Quizá no... —murmuró Rogochin en voz baja y como para sí. El príncipe no le contestó.

—Adiós —dijo Parfen Semenovich—. También yo me voy mañana. No me guardes rencor... —Y volviéndose bruscamente, agregó—: Amigo mío, no has contestado a la pregunta de Nastasia Filipovna: ¿eres feliz o no?

—¡No, no, no! —exclamó Michkin, con inexpresable tristeza.

—Ya me lo figuraba —repuso Rogochin.

Y, riendo sarcásticamente, se alejó sin volver la cabeza.

PARTE CUARTA

I

Había transcurrido una semana desde la entrevista de Michkin y Aglaya Ivanovna en el banco verde. Una hermosa mañana, a eso de las diez y media, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, que había salido para hacer determinada visita, volvió a casa entregándose a reflexiones bastante sombrías.

Existen ciertas personas a quienes es difícil describir por completo en sus aspectos característicos y típicos. Estas gentes son las que usualmente llamamos «corrientes» o «la mayoría». Los más de los escritores intentan en sus cuentos y novelas elegir y representar vívida y artísticamente tipos que raramente se encuentran, completos, en la vida real, aun cuando sean más reales a veces que la propia vida. Podkoliozin, por ejemplo, acaso sea exagerado como tipo pero no es del todo irreal. Hay muchas personas inteligentes que, después de conocer a Podkoliozin gracias a Gogol, descubren que docenas y centenares de conocidos suyos son extraordinariamente parecidos a aquel personaje de comedia. Antes de leer a Gogol les constaba ya que tales amigos tenían las características de Podkoliozin, sólo que no sabían qué nombre darles. En la vida real son extremadamente escasos los novios que huyen saltando por una ventana momentos antes de la boda, en virtud, sobre todo, de que tal procedimiento no es un medio práctico de fugarse. Y, sin embargo, ¡cuántos y cuántos hombres —y entre ellos muchos muy virtuosos e inteligentes— se han sentido la víspera del día de su boda, en el fondo de su alma, en la misma situación de ánimo de Podkoliozin! No todos los maridos exclaman, llegado el caso: Tu l'as voulu, Georges Dandini! Pero ¡cuántos millones y billones de veces ha surgido este grito del corazón en el interior de infinitos maridos una vez pasada la luna de miel, y aun, en ocasiones, el día de la boda!

Sin entrar en más hondas consideraciones, basta dejar asentado que en la vida normal existen características típicas perfectamente susceptibles de ser descritas en literatura, así como los Georges Dandini y los Podkoliozines viven y se mueven ante nuestros ojos diariamente, si bien en forma menos condensada. Y aún hemos de hacer una reserva: que un Georges Dandini en plena perfección tal como lo ha pintado Moliere, puede existir también en la vida real, aunque no con tanta frecuencia. Con esto concluiremos nuestras reflexiones, que comienzan a tomar el cariz de una crítica de periódico.

¡Y, sin embargo, la cuestión persiste! ¿Qué puede hacer un autor con gentes corrientes en absoluto, y cómo conseguir que sus lectores se interesen por ellas? Es, por otra parte, imposible dejarlas al margen de las obras novelescas, puesto que las personas vulgares son en cada momento los más numerosos y esenciales eslabones en la cadena de los asuntos humanos y, por lo tanto, si se prescinde de ellas, se quita a la narración toda apariencia de verdad. Llenar una novela completamente con tipos y caracteres extraños e inverosímiles la convertiría en irreal y aun en poco interesante. A nuestro juicio, el escritor debe buscar rasgos instructivos y de interés incluso entre las personas más comunes. Cuando, por ejemplo, la verdadera naturaleza de ciertas personas vulgares consiste en su perpetua e invariable vulgaridad, o, mejor aún, cuando, a pesar de sus vigorosos esfuerzos para escapar a la vulgaridad y a la rutina diaria, permanecen siempre encadenadas a ellas vulgaridad y rutina, tales personas adquieren un carácter típico y propio: el carácter de un ser vulgar en absoluto y empeñado en substraerse a la vulgaridad por encima de todo, sin la menor posibilidad de conseguirlo.

A esta clase de personas vulgares o corrientes pertenecen ciertos personajes de mi novela, cuyos caracteres, he de confesar, no, han sido debidamente explicados al lector. Tales eran, por ejemplo, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, su marido, Ptitzin, y su hermano, Gabriel Ardalionovich.

No hay cosa más enojosa que ser hombre de buena familia, de agradable apariencia, bastante inteligente y de buen carácter y, sin embargo, no tener talento alguno, ninguna especial facultad, ninguna peculiaridad, ninguna idea propia de uno mismo: ser, en suma, como los demás... Poseer una fortuna, pero no la de Rothschild; ser de familia distinguida, pero que nunca se ha ilustrado en ningún aspecto; tener una agradable apariencia que no expresa nada en particular; disfrutar de una esmerada educación y no saber cómo utilizarla; atesorar inteligencia, pero ninguna idea personal; tener buen corazón, pero ninguna grandeza de alma, y así sucesivamente. Existe en el mundo extraordinaria multitud de personas así: una multitud mucho mayor de lo que parece. Como las demás, estas personas pueden dividirse en dos clases: gentes de limitada inteligencia y gente de inteligencia mucho más despejada. Los primeros son más felices. Nada es más fácil para la gente vulgar de inteligencia limitada que suponerse excepcionales y originales y vivir en esta ilusión sin el más leve desengaño. A algunas señoritas rusas les basta cortarse el cabello, ponerse gafas azules y calificarse de nihilistas para suponer, en el acto, que han adquirido «convicciones» propias. A ciertos hombres les basta percibir en su alma el más tenue rayo de amabilidad hacia sus semejantes y de emoción para persuadirse definitivamente de que nadie siente como ellos y que figuran en la cúspide de la emocionalidad y la ilustración humanas. A algunos les basta oír alguna idea ajena o leer una página determinada para convencerse de que lo oído o leído es su propia opinión, espontáneamente brotada de su cerebro. La impudicia de esta ingenuidad, si cabe expresarse así, es sorprendente en casos de este orden. Por increíble que parezca, tales casos se encuentran muy a menudo. Esta impudicia de la ingenuidad, esta firme confianza del hombre estúpido en sí mismo y en sus talentos, han sido soberbiamente descritas por Gogol en el maravilloso carácter de su teniente Pirogov. Pirogov no siente la menor duda de que es un genio superior a todos los genios. Tan seguro está de ello, que ni siquiera lo somete a discusión. Por eso no discute ni pregunta nunca nada. El gran escritor se ve forzado a castigar a su héroe en el desenlace, para satisfacer el ultrajado sentimiento moral del lector; pero, en vista de que el gran hombre, después del castigo, se limita a restaurar sus energías consumiendo una empanada, el autor alza las manos, desolado, y deja a sus lectores que extraigan la mejor conclusión posible de la moraleja. Yo he lamentado siempre que Gogol eligiese para protagonista a un hombre de tan humilde calidad, porque Pirogov estaba tan contento de sí mismo, que nada le hubiese sido más fácil que imaginarse, a medida que con la edad aumentara en grado, un genio de la guerra, o, mejor dicho, no imaginárselo, sino darlo por hecho. ¡Puesto que era general, necesariamente habría tenido que ser un astro de la estrategia! ¡Y cuántos hombres así han sufrido terribles errores en el campo de batalla! ¡Cuántos Pirogov ha habido entre nuestros escritores, nuestros sabios y nuestros propagandistas! Digo «ha habido», pero, desde luego, los hay aún.

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