Gabriel Ardalionovich Ivolguin pertenecía a la segunda de las categorías mencionadas, es decir, a la de los más inteligentes. Mas estaba infectado de pies a cabeza de su deseo de ser original. Como ya observamos, esta segunda clase es más infortunada que la primera, porque el hombre vulgar inteligente, aun cuando en ocasiones, y aun siempre, se juzgue genial y originalísimo, siente roerle el corazón el gusano de la duda, y ello le sume a veces en amarga desesperación. Aun si logra someter esa duda, el veneno de ésta acaba por emponzoñarle. Pero estamos extremando las cosas. En la mayoría de los casos, estas personas no terminan tan trágicamente. En los últimos años de su vida estas personas suelen enfermar del hígado y nada más. Pero antes de esto, muchos de tales hombres hacen incontables locuras durante años, en su afán de mostrarse originales. Incluso se dan ejemplos curiosos: hay hombres honrados dispuestos a cometer cualquier vileza con tal de acreditar originalidad. A veces esos hombres infortunados son, además de honestos, buenos, obran como el ángel tutelar de su familia, mantienen con su trabajo, no sólo a sus parientes, sino a sus amigos y, con todo, no se encuentran satisfechos nunca en su vida. La idea de que han cumplido bien sus deberes no los consuela ni anima. Antes al contrario, los enoja: «En esto he malgastado mi vida —comentan—; esto me ha ligado de manos y pies, impidiéndome realizar alguna empresa grande. Yo no había nacido para esto; yo estaba predestinado a descubrir... la pólvora o América, o no sé exactamente el qué. Pero estaba llamado a descubrir algo.» Lo más característico de estos señores es que nunca saben a punto fijo lo que van a descubrir o realizar, aunque se mueven desde luego en el área de los descubrimientos y las realizaciones. Pero sus sufrimientos y su ansia de descubrir hubieran sido más que suficientes para un Colón o para un Galileo.
Gabriel Ardalionovich había dado los primeros pasos en este camino, pero aún no había hecho más que comenzar y le quedaban, pues, en la vida, largos años de cometer necedades. Una profunda y continua conciencia de su falta de talento y a la vez un devorador deseo de probarse a sí mismo que era hombre de gran independencia moral, se debatían en su corazón casi desde la niñez. Era un joven de violentos impulsos, que parecía haber nacido ya con los nervios en tensión. Tomaba la violencia de sus deseos por fuerza de voluntad. Su inmoderado afán de distinguirse le había conducido a veces al borde de las más locas acciones, pero siempre, en el último momento, nuestro hombre se encontraba lo bastante sensato para no realizarlas. Esto le colmaba de desesperación. Muchas veces, con tal de obtener lo que soñaba, habríase lanzado a cualquier acto por vil que fuera; pero parecía ser su destino que en el momento final se reconociese harto honrado para cometer una gran bajeza. No así respecto a las pequeñas, a las que siempre se sentía dispuesto. La pobreza en que había caído su familia le humillaba e irritaba. Trataba a su madre con desprecio, a pesar de que sabía que siempre podría facilitarle mucho su ulterior carrera el respeto de que gozaba en todas partes Nina Alejandrovna. Al comenzar a trabajar con el general Epanchin, se había dicho: «Puesto que hay que ser vil, seámoslo hasta el final, siempre que nos dé provecho.» No sabemos por qué presumía la necesidad de ser vil. Y, además, no lo era casi nunca. Aglaya le asustó al principio, pero no por ello prescindió de considerarla como una posibilidad, si bien nunca creyó seriamente que ella acabase descendiendo a ser suya. Después, cuando surgió el asunto de Nastasia Filipovna, Gabriel Ardalionovich imaginó repentinamente que el dinero era el medio de conseguirlo todo. Y se repetía a diario, una y otra vez con presuntuosa seguridad, no exenta de cierto temor: «Puesto que hay que ser bajos, seámoslo de una vez. La gente vulgar vacila, pero yo no.»
Al perder a Aglaya y verse aplastado bajo las circunstancias, se descorazonó del todo y, como sabemos, entregó a Michkin el dinero que una loca había recibido de un loco y le regalaba. Mil veces lamentó después haber reintegrado aquel dinero, aun cuando se enorgulleciera a cada instante de haber hecho «lo que no todos hubieran sido capaces de hacer». Durante los tres días que Michkin permaneció entonces en San Petersburgo, Gania desahogó su tristeza con él, aun cuando no dejara de aborrecerle viendo la compasión que el príncipe le tenía. Pero le era forzoso reconocer (y tal confesión le hería muy cruelmente) que todo su disgusto provenía de sentir lesionado sin cesar su amor propio. Sólo muy tarde se dio cuenta de que con una mujer tan inocente y original como Aglaya las relaciones que había deseado con ella hubiesen podido tomar un sesgo serio. Entonces, abrumado de recriminaciones contra sí mismo, renunció a su puesto con el general y cayó en una profunda melancolía.
A la sazón, Gania vivía con su madre y su padre en casa de Ptitzin. No ocultaba su desprecio por aquel hombre que le daba hospitalidad, pero, no obstante, atendía sus consejos y aun era lo bastante razonable para pedírselos. Una cosa que le irritaba mucho era observar que Ptitzin no aspiraba a ser un Rothschild. «Puesto que eres usurero —decíale—, explota a las gentes, hazles sudar todo el dinero posible y conviértete en el rey de los judíos.» Ptitzin, siempre suave y modesto, se contentaba con sonreír. Sin embargo, una vez se explicó claramente con Gania y no dejó de poner cierta dignidad en su explicación. Demostró, en efecto, a su cuñado, que no hacía nada deshonesto y que era injusto acusarle de judío. Él no tenía la culpa de que el dinero tuviese tanto valor y, por ende, él no obraba sino como una especie de intermediario. Eso aparte, gracias a su destreza en los negocios se había procurado muy buenas amistades y el círculo de sus operaciones se ensanchaba de día en día. «No llegaré a ser un Rothschild, no hay razón para que lo sea —añadió, riendo—, pero sí llegaré a tener una casa en la Litinaya, y acaso dos, y entonces me daré por satisfecho.» «Quizá llegue a tres. ¿Por qué no?», agregó para sí. Tal era su sueño, pero un sueño que no confiaba íntegro a nadie.
La naturaleza gusta de personas así y las favorece. Seguramente acabará recompensando a Ptitzin no con tres, sino con cuatro casas, precisamente por haber comprendido desde su niñez que nunca llegaría a ser un Rothschild. Cierto que en ese límite se detendrá la buena suerte de Ptitzin y que, pase lo que pase, nunca tendrá más de cuatro casas.
Bárbara Ardalionovna no se parecía en nada a su hermano. Cierto que sentía también vivos deseos, pero con menos impetuosidad y más testarudez. Mostraba tanta prudencia en el alcance de sus proyectos como en el modo de ponerlos en práctica. Era, sí, una de esas personas vulgares que sueñan en ser originalísimas; pero habiendo reconocido muy pronto que no existía en ella ni un átomo de verdadera originalidad, no se disgustaba gran cosa y hasta —¿por qué no?— quizá se enorgulleciese de ello en cierto sentido. Cuando hizo su primera concesión a las realidades de la vida práctica, fue al acceder a casarse con Ptitzin, y entonces, desde luego, no se dijo: «Admitamos la bajeza puesto que conduce al fin deseado», como hubiese hecho Gania, y como acaso hizo emitir su opinión sobre el matrimonio en su calidad de hermano mayor. Muy por el contrario, Bárbara Ardalionovna fue al matrimonio convencida de que se casaba con un hombre agradable, sencillo, casi ilustrado y que nunca cometería una vileza por nada del mundo. En cuanto a las vilezas menudas, eran naderías de las que Bárbara Ardalionovna no se preocupaba. ¿Acaso no se encuentran en todas partes? Sería absurdo buscar el ideal. Además, sabía que casándose aseguraba techo y alimento a su familia. Viendo infortunado a Gania, deseaba serle útil a pesar de todas sus querellas anteriores.