«¿Es posible? (decía luego). Pasé ayer junto a usted y me pareció que se ruborizaba. No, no es posible: debo de haberlo imaginado. Aun cuando se la condujera al más infame de los lugares y se le mostrasen los más viles vicios, usted no tendría por qué sonrojarse: está por encima de toda afrenta. Puede usted odiar a los hombres bajos y cobardes, pero sólo por las ofensas que causen a los otros, ya que a usted no puede alcanzarle ninguna. ¿Sabe que yo creo que usted debía quererme también a mí? Usted es para mí lo que para él: un ángel de luz. Y un ángel no puede odiar, ni amar siquiera. Me he preguntado a menudo si es posible amar a todos nuestros prójimos. Pero es evidente que no se puede, que ello es incluso antinatural. El amor abstracto de la humanidad se resuelve casi siempre en egoísmo. Pero lo que para nosotros es imposible no lo es para usted. ¿Cómo podría usted dejar de amar fuese a quien fuere, cuando se mueve usted en una región inaccesible a toda ofensa, a toda irritación personal? Sólo usted puede amar sin egoísmo; sólo usted puede, al amar, prescindir de sí misma y no pensar sino en aquel a quien ama. ¡Qué doloroso me sería saber que usted sentía vergüenza y enojo al recibir mis cartas! Ello resultaría ruinoso para usted misma, porque se pondría, al hacerlo, a igual nivel que yo.»
«Ayer, después de verla, volví a casa e imaginé una escena pictórica. Los pintores representan siempre a Cristo en alguna escena evangélica; pero yo no la representaría así. En el cuadro que imaginé, Él estaría solo (hay que tener en cuenta que sus discípulos se separaban de él a veces). A su lado sólo pondría un niñito. El niño ha ido a jugar junto a Jesús, o bien a contarle alguna cosa, con la inocencia de su edad. Cristo, después de escucharle, ha quedado meditabundo, olvidando la mano sobre la cabecita del pequeño. Mira al horizonte lejano, en sus ojos se adivina un pensamiento grande como el mundo y su rostro está triste. El niño, dejando de hablar, se ha acodado en las rodillas de Jesús, apoyando la mejilla en la mano y mirando fijamente a Cristo con ese aire pensativo que se ve en los niños algunas veces. El sol se pone... Tal sería mi cuadro. Usted es inocente y toda su perfección consiste en su inocencia. ¡No recuerde más que esto! ¿Qué le importa mi cariño por usted? Usted será mía para siempre. Toda mi vida estará usted a mi lado... Y moriré muy pronto.»
En la última carta se leían las siguientes palabras:
«No piense nada de mí, por amor de Dios. No crea que me humillo por escribirle así, o que soy de esos seres que encuentran placer en el rebajamiento y hasta se rebajan por orgullo. No, yo tengo también mis consuelos, si bien me sería difícil explicárselos. Casi no comprendo yo misma cuáles son. Pero sé que no me puedo humillar, ni aun por orgullo. Y soy incapaz de sentir la humildad de un corazón puro. Por consecuencia, no me humillo en nada.
»¿Por qué quiero unirlos a los dos? ¿Por usted o por mí? Por mí, desde luego. Todas mis dificultades quedarían resueltas así; hace tiempo que lo he pensado... Sé que hace meses su hermana Adelaida, viendo mi retrato, dijo que una belleza tal podía revolucionar el mundo. Pero he renunciado al mundo. Le parecerá absurdo que escriba tales palabras... yo, a quien siempre ha visto cubierta de encajes y diamantes, rodeada de una reunión de truhanes y beodos. No pongo atención en eso. Yo no existo ya, y lo sé. ¡Dios sabe quién habita mi cuerpo en vez de mi verdadera personalidad! Y leo esa certeza en la mirada de dos ojos, de dos ojos terribles que me espían sin cesar incluso cuando el semblante a que pertenecen no se halla ante mí. En este momento esos ojos callan (¡callan siempre!), pero yo conozco su decreto. La casa de ese hombre es sombría, lúgubre y encierra un misterio entre sus muros. Estoy segura de que él guarda en alguna parte una navaja de afeitar envuelta en seda como ese célebre asesino de Moscú, que también vivía con su madre y había envuelto en seda una navaja de afeitar con la que se proponía degollar a unas personas. Siempre que estoy en casa de este hombre pienso que debajo del pavimento debe de haber un cadáver, acaso escondido allí por su padre, como en el caso del asesino de Moscú, me figuro que ese cadáver debe estar envuelto en un hule y, también, rodeado de frascos de líquido «Chadanov»... ¡Casi podría mostrarle el lugar en que yace el cadáver! Este hombre no dice nada, pero sé que dado lo que me ama, es imprescindible que me odie. El casamiento de usted y el nuestro se celebrarán a la vez. Así lo hemos convenido él y yo. No tengo secretos para él, pero con gusto le mataría. ¡Me inspira tanto temor! Pero antes me habrá matado él. Hace poco, hablándole así, se ha puesto a reír y me ha dicho que yo deliraba. Sabe que le escribo...»
Idénticas expresiones delirantes aparecían en otros párrafos de las cartas. La segunda de ellas, muy clara, cubría dos pliegos de papel de tamaño doble, llenos de una letra muy fina.
Michkin salió del parque después de haber errado largo rato por él, como la víspera. La noche, clara y transparente, le pareció aún más clara que de costumbre. «¿Es posible que sea tan temprano?» Se había olvidado de sacar el reloj. Percibió los sonidos de una música lejana. «Está tocando la banda. Ellas no deben de haber acudido hoy al concierto.» Mientras formulaba ese pensamiento se dio cuenta de que se hallaba muy cerca de la casa del general Epanchin. Sabía de antemano que acabaría dirigiéndose a ella. Entonces subió a la terraza. Le desfallecía el corazón. No había nadie. Aguardó un momento y luego abrió la puerta de la sala. «Nunca cierran esta puerta», pensó. La sala estaba vacía y obscura. De pronto se abrió otra puerta y entró Alejandra Ivanovna, con una bujía en la mano. Al distinguir al visitante, la joven se detuvo y le miró, sorprendida. Era notorio que atravesaba la habitación para dirigirse a otra y no esperaba hallar a nadie en aquel lugar.
—¿Cómo es que está usted aquí? —preguntó al fin.
—Pasaba junto a la puerta... y he entrado.
—Maman no se siente bien y Aglaya tampoco. Adelaida se ha ido a acostar y yo voy a hacer lo mismo. Hemos pasado la velada solas. Papá y el príncipe están en San Petersburgo.
—He tenido... he venido... porque...
—¿Sabe qué hora es?
—No.
—Las doce y media. A esta hora siempre solemos estar acostados. —¡Ah! Yo creía que... eran las nueve y media...
Alejandra estalló en risas.
—¡Tiene gracia! Pero ¿por qué no ha venido antes? Podíamos haber estado aguardándole y...
—Yo creía... —balbució él, iniciando la marcha.
—Hasta la vista. ¡Lo que van a reírse todos mañana cuando cuente esto!
Michkin volvió a su casa siguiendo el camino que bordeaba el parque. Sus ideas estaban trastornadas, el corazón le latía violentamente, todas las casas asumían, en torno suyo, aspectos fantásticos. De pronto se ofreció a sus ojos la visión que por dos veces se le apareciera en sueños. La misma mujer salió del parque, y se detuvo en el camino ante Michkin. Se dijera que le esperaba. Él, tembloroso, interrumpió su marcha, y ella, asiéndole la mano, se la estrechó con fuerza. «No —pensó Michkin—, ésta no es una aparición.»
Ella estaba frente a él, a solas por primera vez desde su separación, y le hablaba. Pero él la miraba en silencio, con el corazón rebosante y dolorido. Jamás desde entonces pudo olvidar aquel encuentro, ni nunca lo recordó sino con infinita congoja. De pronto Nastasia Filipovna, como una demente, se arrodilló ante Michkin, que retrocedió, espantado. La joven tomó su mano, para besársela. Como en sueños, el príncipe vio pender dos lágrimas de las largas pestañas de Nastasia Filipovna.