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—¡Qué pesado es usted, Lebediev! —interrumpió Michkin, con impaciencia—. ¡Al grano y déjese de rodeos!

—Quedan, pues, tres, y el primero de todos Keller, hombre de poca confianza, aficionado a la bebida y liberal en ciertos aspectos— Quiero decir en lo que concierne a la bolsa, porque en las otras cosas tiene más bien las tendencias de un caballero de la Edad Media que las de un liberal. Primero se instaló en la habitación del enfermo y sólo a una hora muy avanzada de la noche se trasladó a mi pabellón, so pretexto de que no podía dormir en el suelo.

—¿Sospechó de él?

—Sí. A las siete y media, después de saltar de la cama como un loco y de haberme golpeado la frente con las manos, desperté al general, que dormía con el sueño de los justos. Teniendo en cuenta la extraña desaparición de Ferdychenko, hecho que me pareció bastante raro, resolvimos los dos registrar en el acto las ropas de Keller, que a la sazón dormía como... bueno, roncando mucho... Registramos sus bolsillos con el mayor cuidado: no tenía ni un kopecy el forro no estaba roto. Todo lo que vimos sobre sus ropas fueron un pañuelo de algodón azul a cuadros, en mal estado, una carta de amor de una cocinera pidiéndole dinero y dirigiéndole amenazas, y algunos fragmentos del artículo que usted conoce. El general le consideró inocente. Para cercioramos, le despertamos (lo que nos costó zarandearle con violencia) y apenas comprendió de qué se trataba. Nos miró con la boca muy abierta, con la inocencia pintada en su rostro de beodo. Parecía la estupidez personificada. No, no ha sido él.

El príncipe exhaló un suspiro de alivio.

—Me alegro. Temía que...

—¿Temía? ¿Tenía, pues, motivos para temer? —preguntó Lebediev, parpadeando.

—No; he hablado sin pensar lo que decía —contestó Michkin, confuso—. Acabo de decir una tremenda estupidez. Le ruego, Lebediev, que no lo repita a nadie.

—¡Príncipe, príncipe! Sus palabras permanecerán en mí como en un pozo. ¡Como en un sepulcro! —dijo Lebediev con convicción, apretando el sombrero contra su pecho.

—Entonces, ¿Ferdychenko? Quiero decir si sospecha usted de Ferdychenko.

—¿De quien otro si no? —repuso el empleado en voz baja, mirando fijamente a Michkin.

—Sí, claro... naturalmente... Sólo queda él. Pero ¿tiene usted pruebas?

—Las tengo. Primero, su desaparición a las siete de la mañana.

—Lo sé. Kolia me ha dicho que Ferdychenko anunció su propósito de terminar la noche en casa de... Uno de sus amigos: he olvidado el nombre.

—Vilkin. ¿Así que Kolia le ha hablado ya?

—No me ha dicho nada del robo.

—No lo sabe, porque hasta ahora he conservado el secreto. Así, pues, Ferdychenko se va a casa de Vilkin, lo que a primera vista no tiene nada de extraño. ¿Qué hay de particular en que un beodo busque a uno de sus congéneres aunque sea a primera hora de la mañana? Pero ya aquí se insinúa una pista: al marcharse, deja su dirección. ¿Por qué va adrede a buscar a Nicolás Ardalionovich, que estaba en la otra casa, y le dice que se propone terminar la noche con Vilkin? ¿Qué interés puede tener para nadie saber que Ferdychenko va a dirigirse a casa de Vilkin? ¿A qué viene noticia semejante? En esto hay una astucia, una astucia de ladrón. Da a entender que, puesto que dice dónde se marcha, ¿cómo acusarle de robo? ¿Diría un ratero adónde se va? En resumen, eso parece un exceso de precaución, un modo de alejar las sospechas, de borrar sus huellas en la arena. ¿Me comprende, querido príncipe?

—Le comprendo muy bien; pero en todo esto no hay nada acreditativo.

—Segunda prueba: la pista resulta falsa e inexacta la dirección. Una hora después, a las ocho, he ido a llamar a casa de Vilkin. Vive en la calle Quinta; le conozco. No ha visto a Ferdychenko ni por asomo. En realidad, la criada, que es sorda y apenas me entendía, me ha informado, bien o mal, de que una hora antes estuvieron llamando a la puerta, y con tanta fuerza que rompieron el cordón de la campanilla. Pero la criada no abrió, por no despertar al señor Vilkin, y acaso por no abandonar ella la cama. Esto es.

—¿Y esas son sus pruebas? No tiene usted ninguna.

—Entonces, príncipe, ¿de quién puedo sospechar? —dijo Lebediev, confidencial, con una sonrisa astuta en los labios.

Michkin, perplejo, reflexionó durante algunos minutos, y dijo:

—Debe usted buscar mejor en los cajones y armarios.

—¡Lo he mirado todo! —gimió Lebediev.

—Hum... ¿por qué se quitó la levita? —exclamó Michkin, airado, descargando un puñetazo en la mesa.

—Recuerdo un personaje de comedia que hace la misma pregunta. Pero observo, bondadoso príncipe, que toma usted la desgracia demasiado a pecho. No vale la pena. Quiero decir que no valdría la pena si sólo se tratase de mí. Pero ¿tiene usted también compasión del culpable, de ese tan poco interesante señor Ferdychenko?

—Sí, sí. La verdad es que me ha disgustado usted —repuso Michkin, descontento—. ¿Qué piensa hacer... si está persuadido de que el culpable es Ferdychenko?

—¿Quién podría ser si no, estimado príncipe? —contestó Lebediev, cada vez más untuoso—. No se puede sospechar de otra persona, y esa imposibilidad absoluta constituye, por decirlo así, un tercer cargo o prueba contra Ferdychenko. Porque, lo repito, de no ser él, ¿quién pudo ser? A menos que sospechásemos de Burdovsky. ¡Je, je, je!

—Es absurdo.

—O del general. ¡Ja, ja, ja!

—¡Qué ocurrencia! —dijo Michkin, irritado, moviéndose con desasosiego en el diván.

—Claro que sí. Me da risa. ¡Hacer eso el general! Antes hemos ido juntos a buscar a Ferdychenko. Y debo decirle que el general quedó tan impresionado como yo cuando le desperté al observar la desaparición de mi cartera. Le vi cambiar de expresión, ruborizarse, palidecer, y al fin manifestar una noble indignación cuya violencia me dejó asombrado. ¡Ese hombre rebosa nobleza! Miente sin cesar, a pesar suyo, pero está dotado de los más elevados sentimientos y, además, es tan poco inteligente que su inocencia salta a la vista. Le repito, respetado príncipe, que no sólo tengo cierta debilidad por él, sino incluso cariño. Figúrese que se para en medio de la calle y, desabrochándose la levita, se descubre el pecho y me dice: «Regístrame. Puesto que has registrado a Keller, la justicia exige que me registres a mí.» Sus miembros temblaban y su rostro tenía una palidez espantosa. «Escucha, general —le contesté, riendo—, si otro me dijera eso de ti, con mis propias manos me cortaría la cabeza y la pondría en una bandeja para presentarla a todos los desconfiados, diciéndoles: «¿Veis esta cabeza? Pues bien, respondo con ella del general.» Al oír estas palabras se deshizo en lágrimas, me abrazó, todo ello en plena calle, y me estrechó contra su pecho casi hasta ahogarme. «Eres el único amigo que me queda en mi desgracia», dijo. Es hombre muy sensible. Por el camino, desde luego, me contó una anécdota adecuada a las circunstancias, diciéndome que en su juventud había sido objeto de sospechas con motivo de un robo de quinientos mil rublos. Al día siguiente se declaró un incendio en casa del conde que sospechaba de él, y él salvó del fuego al conde y a su hija, Nina Alejandrovna, entonces joven y soltera. Y de ese modo acabó casándose con Nina Alejandrovna. Veinticuatro horas después, se descubrió entre los escombros de la casa incendiada la caja de acero, de fabricación inglesa, que contenía los quinientos mil rublos. La caja se había deslizado a través del suelo sin que nadie lo notase y, de no ser por el incendio, aún permanecería allí. No hay una sola palabra de verdad en toda la historia; pero el caso es que hablando de Nina Alejandrovna, el general se puso a lloriquear. Y Nina Alejandrovna es señora muy estimable, a pesar de que no me mire con buenos ojos.

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