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Lebediev, al entrar, saludó con grave compostura.

—Sólo estaré un momento, respetado príncipe. Vengo para tratar un asunto que considero importante —dijo a media voz con afectado tono.

Acababa de llegar y no había tenido tiempo de entrar en sus habitaciones, por lo cual conservaba su sombrero en la mano. En su fisonomía, preocupada, se advertía una acentuada expresión de dignidad. Michkin le invitó a sentarse.

—Ha preguntado usted dos veces por mí, ¿no? ¿Está inquieto por lo de ayer?

—¿Quiere usted decir por ese mozo de ayer? No; ayer mis ideas estaban en desorden, pero hoy no me propongo «contrecarrar» a usted en ninguno de sus propósitos.

—¿Contre...? ¿Qué?

—«Contrecarrar», he dicho. Es una palabra francesa de tantas como han entrado en la composición de la lengua rusa. Pero no insisto en ella, si le desagrada.

—¿Cómo está usted tan serio, Lebediev? —preguntó Michkin, sonriendo.

—Nicolás Ardalionovich —dijo Lebediev, dirigiéndose a Kolia con voz casi conmovida—, siendo así que debo hablar al príncipe de un asunto muy personal, que...

—¡Claro, claro: estorbo! Hasta luego, príncipe —dijo Kolia.

—Me gusta este muchacho porque tiene comprensión rápida —contestó Lebediev, siguiéndole con la vista—. Por inoportuno que sea, es un chico de viva inteligencia. Respetado príncipe: he sufrido una desgracia extraordinaria anoche o esta mañana... No sé cuándo a punto fijo.

—¿Qué le ha pasado?

—He perdido cuatrocientos rublos que llevaba en el bolsillo de la levita.

—¿Cuatrocientos rublos? Es lamentable.

—Sobre todo para un hombre pobre que vive honradamente de su trabajo. —Sin duda, sin duda... ¿Y cómo ha sido?

—Por culpa del vino. Le hablo como a la Providencia, estimadísimo príncipe. Ayer, a las cinco de la tarde, recibí de un deudor la suma de cuatrocientos rublos y volví aquí en ferrocarril. Yo llevaba la cartera en el bolsillo del uniforme. Cuando cambié éste por el traje de casa, me eché el dinero al bolsillo de la levita, esperando, por la noche... Porque yo esperaba a mi agente de negocios.

—A propósito, Lukian Timofeivich: ¿es cierto que ha puesto usted un anuncio en los periódicos diciendo que presta dinero con garantía de objetos de oro o plata?

—Lo he hecho por intermedio de un agente de negocios. El anuncio no menciona mi nombre. Siendo así que poseo un capitalito sin importancia y deseando aumentar los ingresos de mi familia... Usted convendrá que un interés honrado...

—Sí, sí; no era más que por saberlo. Perdone la interrupción.

—Mi agente de negocios faltó a la cita. En esto apareció ese desgraciado joven. Yo acababa de cenar y estaba regularmente bebido. Llegaron los visitantes; se bebió té y... para desgracia mía, me excedí un poco. Cuando vino ese Keller y dijo que usted deseaba celebrar su cumpleaños ofreciendo champaña, entonces, querido y muy estimado príncipe, yo que tengo el corazón, no ya sensible, pero sí agradecido (seguramente lo habrá notado usted, porque lo merezco), y que me enorgullezco de esa cualidad, creí que en una circunstancia tan solemne no debía vestir mi levita vieja, y que, para felicitarle personalmente, era mejor vestirme el uniforme que me había quitado al llegar a casa. Y así lo hice, como usted vería, príncipe, puesto que estuve de uniforme toda la velada. Al ponérmelo olvidé la cartera en mi levita vieja. Dios ciega al que quiere perder... Esta mañana, a las siete y media, me desperté inquieto: salté de la cama y busqué en la levita. ¡El bolsillo estaba vacío!

—Es desagradable.

—Desagradable: no puede decirse mejor. Ha encontrado usted con verdadero tacto la palabra adecuada —repuso Lebediev, con cierta intención.

—Sin embargo, ¿cómo...? —murmuró el príncipe, realmente impresionado y pensativo—. Porque eso, en verdad, es cosa seria...

—Cierto, príncipe, seria. Ha encontrado usted la palabra justa para caracterizar...

—Vamos, Lukian Timofeivich déjese de eso. ¿Qué importan las palabras? Lo esencial es otra cosa. ¿Cree usted haber podido, en su embriaguez, dejar caer la cartera del bolsillo?

—Sí. En estado de embriaguez, como usted dice francamente, es posible todo, respetado príncipe. Pero fíjese en esto: de haber dejado caer la cartera, se habría encontrado en el suelo. ¿Dónde está?

—¿No la habrá guardado en algún cajón?

—Todo ha sido examinado de arriba abajo; pero no guardé la cartera en ningún sitio, ni abrí cajón alguno. Lo recuerdo muy bien.

—¿Y el armario...?

—Es lo primero que miré. Y he vuelto a mirar varias veces en el día. Pero, ¿cómo podría habérseme ocurrido guardar la cartera allí, apreciadísimo príncipe?

—Me inquieta el caso, Lebediev. ¿De modo que ha habido alguien que ha cogido la cartera del suelo?

—¡O de mi bolsillo! Sólo cabe una de estas dos suposiciones.

—¿Quién puede ser el culpable? Porque esa es la cuestión.

—Ésa es, sin duda. Encuentra usted las palabras y conceptos justos con una precisión admirable, excelentísimo príncipe. Imposible concretar más claramente la situación.

—Déjese de burlas, Lebediev. Aquí, la casa...

—¡Burlas! —protestó el funcionario, golpeándose las manos.

—Ea, ea, no me enfado por eso. Pero aquí la cuestión es otra. Lo siento por los visitantes. ¿De quién sospecha usted?

—La cuestión es delicada y muy compleja. No puedo sospechar de la criada, que estaba en la cocina... de mis hijos tampoco...

—¡No faltaría más!

—De modo que ha sido uno de los visitantes.

—¿Es posible?

—Es sobradamente imposible, imposibilísimo; pero no puede ser de otro modo. No obstante, quiero admitir, y admito, que el robo no ha sido cometido por la noche cuando nos hallábamos todos reunidos, sino más tarde, o esta mañana, por uno de los que quedaron en casa.

—¡Dios mío!

—Dejo fuera de dudas a Burdovsky y a Nicolás Ardalionovich, a causa de que no entraron en mi pabellón.

—¡Y aun cuando hubiesen entrado! ¿Quién más estuvo allí?

—Incluyéndome, somos cuatro los que hemos pasado la noche en habitaciones contiguas: el general, Keller, el señor Ferdychenko y yo. Por consecuencia hemos sido uno de los cuatro.

—Querrá decir de los tres. Pero ¿cuál?

—Me he contado yo, para ser justo y no omitir a nadie; pero convendrá, príncipe, que no iba a robarme a mí mismo, aunque se han dado casos...

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