—¿No la conoce usted?
—Apenas. Y eso que desearía conocerla, aunque sólo fuese para justificarme ante ella. Nina Alejandrovna me acusa de pervertir a su marido y de tener la culpa de que beba. Pero en vez de pervertirle ejerzo sobre él una influencia saludable, impidiéndole frecuentar amistades peligrosas. Además, es muy amigo mío y yo le acompaño a dondequiera que va, pues estoy persuadido de que sólo con sensibilidad se puede obrar sobre él. Ahora ha cesado completamente de visitar a su amiga, la viuda del capitán, aun cuando en el fondo sigue amándola y a veces se duele de su separación. Por la mañana, al ponerse las botas, es, no sé por qué, cuando piensa en esa mujer con más melancolía. La desdicha es que no tiene dinero. Le es imposible presentarse en su casa con las manos vacías. ¿No le ha pedido dinero, estimado príncipe?
—No, no me lo ha pedido.
—No se atreve. No le faltan las ganas, y hasta me ha dicho que pensaba dirigirse a usted; pero vacila, porque dice que le ha prestado usted algo no hace mucho tiempo y que espera una negativa por su parte. Me lo ha dicho en confianza.
—Y usted, ¿no le da dinero?
—¡Príncipe, respetado príncipe! No dinero, sino incluso la vida daría yo por ese hombre... No quiero exagerar: no daría la vida, pero sí consentiría en padecer una fiebre, un ataque o un reuma si ello fuese absolutamente necesario para su bien, porque le considero un gran hombre, aunque caído. ¡No sólo dinero: cualquier cosa le daría!
—Entonces, ¿se lo da?
—No... No se lo he dado; pero él sabe bien que lo hago por su bien, por su propio interés. Ahora va a acompañarme a San Petersburgo, donde sé positivamente que se halla Ferdychenko. Esta persecución apasiona al general, pero estoy convencido de que en cuanto lleguemos correrá en busca de su amada... Por mi parte procuraré no retenerle. Para estar más seguros de atrapar a Ferdychenko, hemos convenido que nos separemos al llegar a la ciudad y cada uno la recorrerá por un lado. Dejaré, pues, partir a Su Excelencia, y en seguida iré a buscarle a casa de su amante a fin de afearle la conducta que observa tanto como padre de familia cuanto como hombre en general...
—¡No arme escándalos, por amor de Dios, Lebediev! —dijo Michkin, con inquietud.
—No. No quiero más que dejarle confuso y ver la cara que pone. De la expresión del rostro se pueden deducir muchas cosas, ilustre príncipe, y con más motivo en un hombre como él. Por grande que sea mi disgusto presente, no renuncio a pensar en mi amigo y en el modo de reformar sus costumbres. He de pedirle un gran favor, apreciadísimo príncipe: confieso que por ello más que por nada he entrado a molestarle. Usted conoce a la familia Ivolguin, y hasta ha vivido en su casa. Si usted consintiera, excelentísimo príncipe, en acudir en mi ayuda, en interés del propio general, por su bien...
Y Lebediev juntó las manos.
—¿Qué ayuda espera usted de mí? Tenga la certeza de que ardo en deseos de comprenderle bien, Lebediev.
—Precisamente porque tengo esa convicción he venido a importunarle. Podríamos obrar por intermedio de Nina Alejandrovna, y así cabría vigilar a Su Excelencia en el seno de su propia familia. Desgraciadamente, yo no estoy en relación... Además, Nicolás Ardalionovich, que le adora con todo el entusiasmo de su juvenil corazón, podría ayudar...
—No lo quiera Dios... ¡Mezclar a Nina Alejandrovna en este asunto! Y a Kolia tampoco. Además, acaso no le haya comprendido bien, todavía, Lebediev.
—¡Pero si no hay nada que comprender! —repuso Lebediev, dando literalmente un salto en su silla—. Sensibilidad y ternura, y nada más... Ése es el remedio que necesita el enfermo. ¿Me permite usted, príncipe, considerarle como un enfermo?
—Ello demuestra que es usted hombre delicado y de corazón.
—Le aclararé mi pensamiento con un ejemplo que, para mejor comprensión, tomaré de la realidad. Ya sabe qué hombre es el general: ahora su único disgusto consiste en que, sin llevarle dinero, no puede ver a la mujer por quien se interesa. Y me propongo sorprenderle en casa de esa mujer... por su bien. Pero, suponiendo que aquí no se tratase solamente de sus relaciones con la viuda del capitán, e imaginando que él hubiera cometido un verdadero delito, o al menos una falta contraria a su honor (de lo que le juzgo absolutamente incapaz), aun en ese caso, repito, sólo procediendo con él con lo que yo llamaría una generosa ternura, se lograría saberlo todo, ya que es hombre muy sensible. Antes de cinco días, créame, se traicionará, se deshará en lágrimas y confesará de plano... sobre todo si se obra con una mezcla de nobleza y de habilidad, si la vigilancia de su familia y la de usted se ejercen, digamos, sobre cada uno de sus pasos. ¡Por Dios, bondadoso príncipe —exclamó con calor Lebediev—, yo no afirmo positivamente que él haya...! ¡Como he dicho antes, estoy dispuesto a verter ahora mismo toda mi sangre por él! Pero convendrá usted que el desorden, la embriaguez, la viuda del capitán... todo eso, reunido, puede conducir muy lejos al general.
Michkin se incorporó.
—Con un objeto así estoy dispuesto, desde luego, a unir mis esfuerzos a los suyos; pero le confieso, Lebediev, que experimento una perplejidad tremenda... Dígame: ¿cree de verdad...? En una palabra, ¿no me ha dicho usted mismo que sospechaba de Ferdychenko?
El funcionario volvió a juntar las manos.
—¿De quién puedo sospechar, si no? ¿De quién, sincero príncipe? —replicó, con almibarada sonrisa. Michkin arrugó el entrecejo.
—Un error aquí, Lukian Timofievich, sería terrible. Ese Ferdychenko... No quiero hablar mal de él, pero ese Ferdychenko... ¿Quién sabe? Acaso él... Quiero decir que acaso fuera más capaz de eso que... otro.
Lebediev abrió los ojos y aguzó los oídos. Michkin, con el entrecejo cada vez más arrugado, comenzó a pasear de un lado a otro de la terraza, evitando la mirada de su interlocutor.
—Mire —dijo, con creciente turbación—, se me ha dicho que el señor Ferdychenko era hombre ante el que acaso no conviniese hablar mucho, al que no estuviera de más vigilar... ¿Comprende? Se lo digo para hacerle notar que acaso pueda ser más capaz que otro... para que no surjan confusiones. Porque lo esencial es esto, ¿entiende?
—¿Quién le ha dicho eso acerca de Ferdychenko? —preguntó Lebediev con viveza.
—Se me ha confiado en secreto... pero no lo creo. Me disgusta verme en la precisión de decírselo, y le aseguro que personalmente lo juzgo absurdo y no lo creo. ¡Qué tontería he cometido!
—Escuche, príncipe —repuso Lebediev, muy agitado—: aquí lo importante no es la noticia concerniente a Ferdychenko, aunque sea importante de por sí. Lo esencial es conocer cómo ha llegado a oídos de usted.
Mientras hablaba, Lebediev corría tras el príncipe, se esforzaba en alcanzarle y en cerrarle el paso. Continuó:
—Ahora, príncipe, escuche una cosa, más. Cuando he ido a casa de Vilkin con el general, éste, después de contarme la anécdota del incendio, me insinuó, con voz, naturalmente, llena de indignación, que Ferdychenko era hombre de quien no cabía fiarse. Pero las palabras de mi amigo resultaban tan poco concordes, que no puede dejar de hacerle ciertas preguntas contra mi propio deseo. Y las respuestas me demostraron que todo ello era invención de Su Excelencia. En todo caso, hasta eso acredita su buen natural, ya que sus mentiras nacen de que no sabe refrenar su emoción. Ahora bien, si mentía, de lo que estoy seguro, ¿cómo ha llegado lo mismo a conocimiento de usted? Comprenda, príncipe, que el general inventó esa historia bajo la inspiración del momento. Por lo tanto, ¿cómo puede usted saberla? Eso es lo importante, lo importantísimo y, por decirlo así...