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Pantaleone, en cambio, iba en triunfo. Un inmenso orgullo le había invadido de repente. ¡Jamás general victorioso, al regreso de una batalla ganada, paseó en torno suyo miradas más altivas y más satisfechas! La conducta de Sanin durante el duelo le había llenado de entusiasmo. Hacía de él un héroe, sin querer oír sus amonestaciones ni aun sus ruegos. ¡Le comparaba con un monumento de mármol o de bronce, con la estatua del comendador en el Don Juan! En cuanto a sí mismo, confesaba haber sentido alguna turbación.

—Pero yo soy un artista, una naturaleza nerviosa —decía—, al paso que usted... ¡Usted es hijo de las nieves y de los peñascos de granito!

Sanin ya no sabía cómo calmar la excitación del artista.

Casi en el mismo sitio del camino donde dos horas antes habían encontrado a Emilio, nuestros viajeros le vieron salir de un salto de detrás de un árbol, gritando y triscando de gozo, agitando la gorra por encima de la cabeza. Corrió hacia el coche, y a pique de caerse debajo de las ruedas, sin aguardar a que parasen los caballos, saltó por encima de la portezuela, cayó sobre Sanin y se agarró a él exclamando:

—¿Está usted vivo? ¿No está usted herido? Perdóneme que no le obedeciera y que no haya vuelto a Francfort... ¡No podía! Le he esperado aquí. ¡Cuénteme usted lo sucedido! ¿Le ha muerto usted?

Pantaleone, radiante de satisfacción, le refirió con un flujo de palabras todos los detalles del duelo, y no perdió la ocasión de hablar del monumento de bronce y de la estatua del comendador. Hasta se levantó y separando las piernas para conservar el equilibrio, se cruzó de brazos, sacando el pecho y mirando desdeñosamente por encima del hombro, para representar con exactitud “el comendador Sanin”.

Emilio escuchaba arrobado, ya interrumpiendo el relato con una exclamación, ya levantándose de un modo brusco y arrojándose al cuello de su heroico amigo para abrazarle.

Las ruedas del carruaje resonaron en el empedrado de Francfort y concluyeron por detenerse delante de la fonda donde vivía Sanin. Seguido de sus dos compañeros de camino, había llegado al primer tramo de la escalera, cuando vio a una mujer cubierta con un velo salir con rapidez de un pequeño corredor oscuro; detúvose delante de él, pareció vacilar un instante, exhaló un largo suspiro, bajó corriendo la escalera y desapareció en la calle, con gran asombro del camarero, quien aseguró que “aquella dama esperaba desde hacía más de una hora la vuelta del señor extranjero”.

Por corta que fuese la aparición, Sanin tuvo tiempo de reconocer a Gemma: había conocido sus ojos bajo el tupido velo de gasa negra.

—¡Conque lo sabía FraüleinGemma! dijo, en alemán y con voz enojada, a Emilio y a Pantaleone, que le seguían paso a paso. Emilio se puso encarnado y se turbó

—Me vi en el caso de decírselo todo por fuerza tartamudeó—: ella lo había adivinado, y yo no pude... Pero, ahora ya no importa — añadió con viveza—; todo ha concluido lo mejor posible, y ella le ha visto a usted sano y salvo.

Sanin se volvió a un lado.

—¡Qué parlanchines son ustedes! —dijo con mal humor, entrando en su cuarto y sentándose.

—No se enfade usted, se lo ruego —dijo Emilio con voz suplicante.

—Pues bien, ¡pase! no me enfadaré. —(Sanin no tenía verdaderas ganas de incomodarse; y en último término, ¿podía desear con sinceridad que Gemma no supiese absolutamente nada?)—. Bueno, concluyan ustedes de abrazarme. Ahora, váyanse ustedes. Quiero quedarme sólo. Me voy a dormir: estoy fatigado.

—¡Excelente idea! —exclamó Pantaleone—. Necesita usted descanso. ¡Bien se lo merece usted, nobile signore! Vámonos de puntillas. Emilio, quedito, ¡Chiss...!

Al decir Sanin que tenía ganas de dormir, deseaba sencillamente desembarazarse de sus compañeros. Pero cuando se quedó solo, sintió realmente gran cansancio en todos los miembros; apenas había cerrado los ojos la noche anterior: Por eso, en cuanto se hubo echado en la cama, se durmió con un sueño profundo.

XXIII

Durmió varias horas seguidas sin despertarse. Luego se puso a soñar que se batía otra vez en duelo, pero ahora con HerrKlüber por adversario, y que Pantaleone, empingorotado encima de un pinabete y en forma de guacamayo, repetía haciendo chascar su pico: Una... due... e tre. ¡Una... due... e tre!

¡Uno, dos, tres! oyó aún, pero tan claramente, que abrió los ojos y levantó la cabeza... Llamaban a la puerta.

—¡Adelante!

Era el camarero, quien le anunció que una dama deseaba con vivas instancias verle al momento.

“¡Gemma! “, pensó con prontitud.

Pero la dama no resultó ser Gemma, sino su madre, Frau Lenore. Apenas hubo entrado, se dejó caer en una silla y se puso a llorar.

—¿Qué tiene usted, mi buena y querida señora Roselli? —dijo Sanin sentándose a su lado y acariciándole con dulzura las manos—. ¿Qué hay? Sosiéguese usted, se lo suplico.

—¡Ah, HerrDemetrio, soy muy desgraciada, desgraciadísima!

—¿Desgraciada usted?

—¡Ah, sí! ¿Cómo había de figurármelo? De repente, como el trueno en un cielo sereno...

Apenas podía respirar.

—Pero ¿qué pasa? ¡Explíquese usted! ¿Quiere usted un vaso de agua?

—No, gracias.

FrauLenore se enjugó los ojos con el pañuelo y se puso a llorar más fuerte que nunca.

—Lo sé todo... ¡todo! Es decir... ¿cómo todo?

—¡Todo lo que hoy ha sucedido! Y la causa... ¡la conozco también! Se ha conducido usted como un hombre de honor... pero ¡qué desdichado concurso de circunstancias! ¡Razón tenía yo para no ver con buenos ojos ese paseo a Soden... sobrada razón! —(Fray Lenore no había manifestado nada semejante el día del paseo, pero ahora le parecía en realidad que “todo” lo había presentido)—. He venido en su busca porque es usted un hombre de honor, un amigo; aun cuando sólo hace cinco días que le vi por primera vez... Pero ¡estoy sola, sola en el mundo! Mi hija...

Las lágrimas ahogaron la voz de FrauLenore. Sanin no sabía qué pensar.

—¿Su hija de usted? —repitió.

—Mi hija Genuna... —(Estas palabras salieron como un gemido por debajo del pañuelo empapado en lágrimas)— Genuna me ha declarado hoy que no quiere casarse con M. Klüber, y que es preciso que yo se lo participe a él.

Sanin tuvo un ligero sobresalto: no se esperaba eso.

—No hablo de la vergüenza—continuó FrauLenora—, porque eso de que una prometida rehúse casarse con su futuro es una cosa que no se ha visto jamás; pero para nosotros ¡es la ruina, HerrDemetrio!

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