Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Oyóse al fin un ruido de ruedas por el arenoso camino.

—¡Ya están aquí! —dijo Pantaleone, quien se enderezó, no sin un rápido temblor nervioso que se apresuró a disimular, diciendo: —¡Birr, vaya una mañanita fresca que hace!

Abundante rocío bañaba aún las hierbas y las hojas, pero penetraba ya el calor en el bosque.

Bien pronto aparecieron los dos oficiales, acompañados por un hombrecillo regordete, de rostro flemático, casi dormido; era un cirujano del ejército. Llevaba en la mano una jarra de barro llena de agua, para todo evento; de su hombro derecho colgaba una cartera llena de instrumentos quirúrgicos y de vendajes. Veíasele fácilmente que tenía la mayor costumbre de esas excursiones, que formulaba uno de los orígenes de sus ingresos; cada duelo le producía ocho ducados, que los combatientes pagaban a medias. El caballero von Richter llevaba la caja de pistolas; el caballero von Dónhorf hacía molinetes con un junquillo entre los dedos, sin duda para más chic.

—Pantaleone —dijo quedo Sanin al viejo—, sí... si soy muerto, que todo es posible; coja usted un papel que hay en el bolsillo izquierdo. Ese papel contiene una flor. Désele usted a la signoraGemma. ¿Oye usted? ¿Me lo promete usted?

El viejo le miró con tristeza, e hizo con la cabeza una señal afirmativa. Pero sabe Dios si había comprendido lo que le dijo Sanin. Los adversarios y sus testigos cruzaron el saludo de costumbre. El doctor no pestañeó, y sentóse en el césped bostezando, como si se dijese: “¿Qué necesidad tengo de desplegar una cortesía caballeresca?” El caballero von Richter propuso al caballero Tschibadolaque eligiera sitio. El señor Tschibadola, a quien costaba trabajo menear la lengua, respondió: “Caballero, hágalo usted, que yo lo examinaré... “. Hubiérase dicho que “el muro” volvía a empezar a derrumbarse dentro de él.

Von Richter puso manos a la obra. Encontró en el bosque una linda praderita salpicada de flores; contó los pasos, indicó los dos puntos extremos con dos varitas cortadas a escape, sacó del estuche las armas, se agachó para meter las balas; en una palabra, trabajó con todas sus fuerzas, enjugándose sin cesar con un pañuelito blanco el rostro bañado en sudor. Pantaleone, que no le abandonaba, tenía por el contrario aspecto de tiritar. Durante el curso de esos preparativos, los dos adversarios se mantenían apartados como dos colegiales en penitencia, que están de hocico con el profesor de estudios.

Llegó el momento decisivo... Como dice el poeta ruso:

Cada cual empuñó su pistola...

Pero, al llegar aquí, el caballero von Richter hizo notar a Pantaleone que, según las reglas del duelo, antes de pronunciar el fatal “Uno, dos, tres”, correspondíale a él, como testigo de más edad, dirigir a los combatientes la ostrera exhortación para tratar de reconciliarlos; aunque esta proposición nunca surte ningún efecto, ni tiene más importancia que la de una simple formalidad, sin embargo, al cumplir con ella el caballero Cippatola se descargaría de cierta responsabilidad. Por lo demás —añadió—, pronunciar esa perorata era deber de un testigo desinteresado ( un partheüscher zenge); pero, como no habían tenido tiempo de proporcionarse uno, él, el caballero von Richter, cedía con sumo gusto ese privilegio a su “honorable colega”. Pantaleone, que había conseguido ya ocultarse detrás de unas matas para no ver al oficial causante de todo el daño; comenzó por no entender ni una palabra del discurso del caballero von Richter, tanto más cuanto que éste hablaba con las narices; luego se estremeció de pronto, dio con rapidez dos pasos adelante, y dándose convulso un puñetazo en el pecho, gañó con voz ahogada, en su lenguaje altisonante:

—A la la la... ¡Che bestialitá! ¿Deux zeum’hommes comme ca que si battono perche? ¿Che diabolo? ¡Andate a casa!

—No consiento en ninguna reconciliación —se apresuró a decir Sanin.

—Y yo tampoco —añadió su adversario.

—Entonces, grite usted... ¡una, dos, tres! —dijo von Richter al trastornado Pantaleone.

Éste se zambulló precipitadamente detrás de los jarales; y desde el fondo de ese refugio, con la cara contraída, los ojos cerrados y volviendo la cabeza, gritó de lejos hasta desgañitarse:

—¡ Una... due... e tre!

Sanin tiró el primero y erró el tiro; oyóse el choque de su bala contra un árbol. El barón von Dónhorf disparó inmediatamente después, pero al aire y con deliberado propósito. Hubo un penoso momento de silencio. Nadie se movía. Pantaleone exhaló un débil gemido.

—¿Hay que continuar? —dijo por fin Dónhorf.

—¿Por qué ha disparado usted al aire? —preguntó Sanin.

—Eso es asunto mío.

—¿Tirará usted al aire la segunda vez?

—Acaso, pero no sé nada.

—Permitan, permitan ustedes, caballeros —dijo von Richter—. Los combatientes no tienen derecho a hablar entre sí; eso es de todo punto contrario a las reglas.

—Renuncio a mi segundo disparo —dijo Sanin, tirando la pistola a tierra.

—No quiero continuar ya el duelo —exclamó Dónhorf, arrojando también su arma—. Y ahora, concluido el lance, estoy pronto a confesar que obré mal anteayer.

Hizo un movimiento y alargó vacilante la mano a Sanin, quien se acercó con presteza y se la estrechó. Ambos jóvenes se miraron, sonriéndose y se pusieron encarnados.

—¡Bravi bravi!—exclamó de repente Pantaleone; y palmoteando como un loco salió de detrás de las malezas como un huracán.

El doctor, que estaba sentado sobre un tronco de árbol caído, se levantó en seguida, derramó el jarro de agua sobre el césped, y se dirigió con perezoso andar al lindero del bosque.

—El honor queda satisfecho; el duelo está terminado pomposamente von Richter.

—¡Fuori!vociferó Pantaleone, por un recuerdo de su antiguo oficio.

Al sentarse en su coche Sanin, después de cruzar un saludo de despedida con los caballeros oficiales preciso es confesar que sintió en todo su ser, ya que no satisfacción, a lo menos una vaga impresión de alivio consecutiva a una operación bien soportada. Pero otro sentimiento se mezclaba con éste: un sentimiento análogo a la vergüenza... El duelo en el cual acababa de representar un papel, prodújole el efecto de una farsa estudiantil, de una broma de guarnición, amañada de antemano. Sanin se acordó del flemático doctor y del modo que tuvo de sonreírse, o por lo menos de fruncir la nariz, al ver a los adversarios salir del bosque casi de bracero. ¡Y más tarde, cuando Pantaleone había pagado los cuatro ducados a aquel doctor...! Decididamente, más valía no pensar en ello.

Sí, Sanin estaba un poco confuso, un poco avergonzado... Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No podía dejar impune la impertinencia de aquel oficialete, hubiera sido rebajarse al nivel de HerrKlüber. Había protegido a Genuna, la había defendido... Sea; pero, a pesar de todo, no estaba satisfecho, sentíase confuso y hasta avergonzado.

16
{"b":"142565","o":1}