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Dio algunas vueltas por el cuarto, se sentó delante de la mesa, cogió un pliego de papel, escribió algunas líneas y las borró enseguida. Parecíale que volvía a ver en aquella ventana a oscuras, bajo la claridad de las estrellas, la figura de Gemma, ondulante entre aquel cálido torbellino, que volvía a ver sus marmóreos brazos parecidos a los de las diosas del Olimpo; sentía su peso vivo encima de sus hombros... Enseguida cogió la rosa que ella le había echado y se figuró que sus pétalos, medio marchitos, exhalaban un aroma más sutil que el de las otras rosas.

—¿Y si fuese a quedar muerto o estropeado?

No volvió a la cama, sino que se durmió vestido sobre el diván. Alguien le tocó en el hombro.

Abrió los ojos y vio a Pantaleone.

—¡Duerme como Alejandro de Macedonia la víspera del combate de Babilonia! exclamó el viejo pobre hombre.

—¿Qué hora es? preguntó Sanin.

—Las siete menos cuarto... Desde aquí hay dos horas de carruaje hasta Hanau, y es preciso que lleguemos ahí los primeros: los rusos se anticipan siempre a sus enemigos. He alquilado el mejor coche de Francfort.

Sanin comenzó a arreglarse, y dijo: —¿Y las pistolas?

Ese ferrofuto tedescolas llevará, como también un cirujano. Pantaleone se las echaba de plantacheta, como la víspera. Pero cuando se hubo sentado en el coche con Sanin, cuando el cochero hizo restallar la fusta y los caballos partieron a galope, prodújose un cambio repentino en el ex cantante amigo de los dragones de Padua. Sintióse turbado, le entró miedo: diríase que algo se derrumbaba dentro de él, como un muro mal construido.

—Pero qué hacemos, gran Dios, Santísima Madonna! —exclamó de pronto con voz lacrimosa, tirándose de los pelos—. ¡Qué hago yo, viejo imbécil, viejo loco, frenético!

Sanin, asombrado al principio, echóse a reír; y cogiendo ligeramente por la cintura a Pantaleone, le recordó el proverbio: Cuando se ha echado el vino, hay que beberlo.

—Sí, sí —respondió el viejo—, participemos del cáliz, pero eso no impide que sea yo un insensato. ¡Sí, un insensato! Todo estaba tan tranquilo, tan agradable, y de pronto ¡patatrás, tralará!

—Como en un tullíde orquesta —añadió Sanin, con una risa forzada—. Pero usted no tiene la culpa.

—¡Ya lo sé que no tengo la culpa! ¡Pues no faltaba más! Sino que... aquel proceder incalificable... ¡Diavolo, diavolo!repitió suspirando y sacudiendo las melenas.

Y el coche rodaba, rodaba sin parar.

Hacía una magnífica mañana. Las calles de Francfort, que empezaban a animarse apenas, tenían un aspecto limpio y hospitalario; las ventanas de las casas brillaban y relucían como papel dorado; y no bien hubo salido el coche a las afueras, cuando del cielo, pálido aún, bajaron los trinos sonoros de las alondras. De pronto, por un recodo del camino apareció tras de un gran álamo blanco una forma humana, dio unos pasos adelante y se detuvo. Miró Sanin... ¡Santo Dios, era Emilio!

—¿Sabía, pues, alguna cosa? preguntó Sanin a Pantaleone.

—¡Cuándo le decía a usted que soy un loco! —exclamó desesperadamente y casi con un grito de dolor el infeliz italiano—. ¡Ese malhadado muchacho me dio tormento toda la noche; y, a la postre, esta mañana se lo he dicho todo!

—¡Vaya con su segretezza! pensó Sanin.

El carruaje había alcanzado a Emilio, pálido, tan pálido como el día de su desmayo, se acercó con paso incierto. Apenas podía tenerse de pie.

—¿Qué hace usted aquí? — le preguntó con severidad Sanin—. ¿Por qué no está usted en casa?

—Permítame... permítame que vaya con usted tartamudeó Emilio con voz trémula, juntando las manos y castañeteándole los dientes como en un acceso de calentura—. ¡No estorbaré! Pero ¡lléveme! ¡Oh, lléveme usted consigo!

—Si me tiene usted el menor aprecio, el menor cariño —respondió Sanin—, vuélvase enseguida a su casa o al almacén de Klüber, no diga nada a nadie, y espere usted mi regreso.

—¡Su regreso! —dijo Emilio con voz parecida a un gemido—. Pero, ¿y si usted...?

—Emilio —interrumpió Sanin, señalándole el cochero con la vista—; ¡tenga usted cuidado! Emilio, se lo suplico, váyase a casa. Óigame, amigo mío. Dice usted que me quiere; pues bien, váyase, se lo ruego.

Y le alargó la mano. Precipitóse Emilio hacia él sollozando, apretó aquella mano contra sus labios, y apartándose del camino, huyó a campo traviesa en dirección a Francfort.

—¡Noble corazón también! murmuró Pantaleone.

Pero Sanin le miró con aire de reconvención. El viejo se arrinconó en el ángulo del coche, comprendiendo su falta. Además, su asombro iba creciendo por minutos: ¿era verdaderamente él quien iba a ser testigo de un duelo, quien había encargado los caballos, tomado todas las disposiciones y abandonado su apacible morada antes de las seis de la mañana? A la vez, empezaban a dolerle los gotosos pies.

Sanin se creyó en el deber de consolarle, halló precisamente lo que convenía decirle.

—¿Dónde está su antiguo valor respetable signorCippatola? ¿L’antico valor?Irguióse il signorCippatola y sacudió las melenas.

—¿L’antico valor?—dijo con voz de bajo—. ¡Non é ancora spento, l’antico valor!(Aún no se ha extinguido el antiguo valor.)

Tomó un aire digno, habló de su carrera, de la Ópera, de García, y llegó a Hanau con guapeza. ¡Lo que somos...! No hay nada en la tierra tan fuerte... ni tan débil como la palabra.

XXII

El bosquecillo que debía ser teatro del duelo se encontraba a un cuarto de milla de Hanau. Sanin y Pantaleone llegaron los primeros, como había dicho éste: dejaron el carruaje en un lindero del bosque y se dirigieron más allá, bajo la sombra de una espesura frondosa. Aguardaron como una hora...

Aquella espera no tuvo nada de penosa para Sanin; paseábamos de arriba abajo por el sendero, escuchando el canto de las aves, siguiendo con la vista el vuelo de las libélulas: y, como la mayoría los rusos en semejante circunstancia se esforzaba por no pensar absolutamente en nada. Sólo una vez hízose una triste reflexión al ver en su camino un tilo joven, roto acaso por la borrasca de la víspera. El árbol estaba muriéndose; todas sus hojas colgaban, marchitas ya... “¿Qué significa esto? ¿Un presagio?”. Esta idea cruzó por su mente como un relámpago fugaz; pero se puso a silbar una piececilla, y saltando por encima del mismo tilo, prosiguió su marcha. Pantaleone rezongaba, gañía, maldecía de los alemanes y se frotaba, cuándo las espaldas, cuándo las rodillas. Hasta bostezaba de agitación nerviosa, lo cual daba a su carita avellanada la expresión más graciosa del mundo. Al mirarle, costábale a Sanin no poco trabajo no soltar la carcajada.

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