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Sanin se esforzó por consolarla hablándole de sus hijos, en los cuales veía revivir su juventud. Hasta trató de embromarla, diciendo que buscaba el me dio de obligar a que le echasen piropos. Pero ella le impuso silencio con tono serio; y por primera vez adquirió él el convencimiento de que nada puede consolar ni distraer de la pena causada por la proximidad de la vejez; hay que esperar a que esa pena se calme por sí misma. Sanin propuso a FrauLenore jugar al tresette; no hubiera podido imaginar nada mejor. Consintió al punto y pareció aclararse su negro humor.

Sanin jugó con ella antes y después de la comida. También Pantaleone tomó parte en el juego. ¡Nunca le había caído tan abajo el copete sobre la frente, nunca se le había hundido tan adentro de la corbata la barbilla! Todos sus movimientos indicaban una importancia tan reconcentrada, que al mirarle preguntábase cualquiera:

“¿Qué secreto podrá ser el que con tanta firmeza guarda ese hombre?”

Pero segretezza, segretezza.

Durante todo el transcurso de aquel día se esforzó por manifestar a Sanin la más extremosa consideración; en la mesa le servía el primero, antes que a las damas, con aire solemne y resuelto; durante la partida de naipes, le cedió su vez y no se permitió obligarle a plantarse; por último, declaró en redondo, sin venir a pelo, que la nación rusa era la más magnánima, la más brava y la más atrevida del mundo. “¡Anda, viejo comido! “, dijo Sanin para sus adentros.

Si la disposición de ánimo de la señora Roselli le asombraba, no menos le sorprendía el modo de conducirse Gemma con él. Y no porque le evitase... antes por el contrario, nunca se sentaba muy lejos de él, y le oía hablar mirándole; sino que, decididamente, no quiso entablar con él conversación, y en cuanto Sanin le dirigía la palabra, levantábase ella con dulzura y se alejaba algunos instantes; volvía después y se colocaba en algún rincón, donde permanecía inmóvil como quien medita o, más bien, como quien duda. Por fin, la misma FrauLenore notó lo extraño de sus maneras y le preguntó en dos ocasiones qué tenía.

—No es nada —respondió Gemma—. Ya sabes que algunas veces soy así.

—Es verdad —dijo la madre.

De ese modo transcurrió aquel día, ni animado, ni lánguidamente, ni alegre, ni triste. Si Gemma se hubiese conducido de otro modo, ¿quién puede asegurar que Sanin no hubiese cedido a la tentación de fachendear un poco? Quizá se hubiera abandonado sencillamente a la tristeza, en el momento de una separación que podía ser eterna... Pero falto de posibilidad para hablar con Gemma, tuvo que limitarse antes de tomar café por la noche, a tocar acordes, en tono menor, durante un cuarto de hora, en el piano.

Emilio volvió tarde, y para evitar toda pregunta relativa a HerrKlüber se acostó en seguida. Llegó el momento de irse Sanin.

Al decir adiós a Gemma, acordóse de la separación de Lensky y Olga, en Eugenio Oneguín. Le apretó con mucha fuerza la mano y trató de verle de frente la cara: pero ella se volvió un poco y retiró los dedos.

XX

El cielo estaba del todo estrellado cuando salió Sanin. ¡Y qué de estrellas por todas partes, grandes, pequeñas, amarillas, azules, rojas, blancas, que centelleaban e irradiaban cruzando sus resplandores intermitentes! No había luna en el cielo; pero no por eso se veían menos bien los objetos en aquella semioscuridad transparente y sin sombras. Sanin llegó al cabo de la calle... No tenía gana de volverse tan temprano a la fonda, sentía la necesidad de tomar el aire. Volvió pies atrás, y antes de llegar a la casa donde estaba la confitería de Roselli, se abrió bruscamente una de las ventanas de la planta baja que daba a la calle. En el rectángulo oscuro que dibujaba (no había luz en el cuarto) apareció una forma femenina, y oyó que le llamaban:

—¡Señor Demetrio!

Precipitóse hacia la ventana... Era Gemma, puesta de codos en el alféizar e inclinada adelante.

—Señor Demetrio dijo en voz baja—, durante todo el día he querido darle a usted una cosa...; pero no me he atrevido. Ahora, al verle a usted de una manera tan inesperada, he dicho para mí que probablemente estaba escrito...

Sin que su voluntad interviniese para nada en ello, Gemma se detuvo en esta palabra. Le impidió proseguir una cosa extraordinaria que ocurrió e n aquel momento.

En medio de una tranquilidad profunda y bajo un cielo completamente sin nubes, alzóse de pronto un ventarrón tan fuerte que la misma tierra tembló bajo sus pies; la tenue claridad de las estrellas estremecióse y onduló, la atmósfera pareció rodar sobre sí mismo. Un torbellino, no frío, sino cálido y casi ardiente descargó sobre los árboles y el tejado de la casa, chocó contra las fachadas de toda la calle, se llevó con rapidez el sombrero de Sanin, retorció y enmarañó los negros rizos del cabello de Gemma. Sanin tenía la cabeza al nivel de la repisa de la ventana; involuntariamente se encaramó a ella, y Gemma, cogiéndole con ambas manos por los hombros, cayó de pecho sobre el rostro de él. Todo aquel desorden, aquella batahola y aquel estruendo duraron apenas un minuto... Luego huyó tumultuosamente aquel torbellino, cual una bandada de enormes aves... y restablecióse la más profunda tranquilidad.

Sanin levantó la cabeza y vio encima de sí unos grandes ojos, tan magníficos y terribles, una cara tan pasmosamente hermosa con su expresión de turbación y de espanto, que sintió desmayársele el alma: oprimió contra los labios un fino rizo de cabellos que se había soltado hasta el pecho de ella, y no pudo decir más que dos palabras: —¡Oh, Gemma!

—¿Qué ha sucedido? ¿Un relámpago? —preguntó ésta, abriendo muchísimo los ojos y sin retirar los desnudos brazos de encima de los hombros de Sanin.

—¡Gemma! —repitió él.

Estremecióse ella, miró tras de sí a la estancia, y con rápido ademán, sacándose del corsé una rosa marchita, se la echó a Sanin. —Querría darle a usted esa flor... Sanin reconoció la rosa que había reconquistado la víspera... Pero la ventana se había cerrado ya, y no había ninguna forma blanca visible detrás de las vidrieras oscuras.

Sanin regresó a la fonda sin sombrero; ni siquiera notaba que se le había perdido.

XXI

No se durmió hasta el alba. Nada tiene esto de particular: con la racha de aquel cálido torbellino que tan repentinamente había pasado sobre ellos, había sentido también de repente, no que Gemma era hermosa y que la admiraba él, porque esto ya lo sabía, sino que estaba casi... que estaba, sin casi, enamorado. Aquel amor le había envuelto de pronto, como el torbellino de la víspera. ¡Y ahora ese duelo estúpido! Fúnebres presentimientos le asaltaron. Aun suponiendo que no quedase muerto, ¿qué podía ser de su amor hacia aquella joven prometida esposa de otro? Ese “otro” era poco de temer: conformes. Gemma podía amar a Sanin y quizá le amase ya... Pero, aun así, ¿qué podía resultar de todo aquello? ¡Qué importa! Cuando se trata de una hermosura semejante...

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