—Seré su testigo —dijo Pantaleone en francés, e inclinó todo el cuerpo hacia adelante, después de lo cual puso los pies en la primera posición, como un maestro de baile—. Vengo a tomar sus instrucciones. ¿Desea usted batirse sin cuartel?
—¿Por qué sin cuartel, mi querido Pantaleone? ¡Por nada del mundo retiraría las expresiones que ayer proferí, pero no soy un bebedor de sangre!
—“Por lo demás, aguarde usted; pronto va a venir el testigo de mi adversario, y se entenderá usted con él. Quede usted convencido de que nunca olvidaré este servicio, por el cual le doy las gracias con todo mi corazón.
—¡El honor ante todo! —respondió Pantaleone, y se arrellanó en una butaca sin esperar a que Sanin le rogara que se sentase—. ¡Si ese ferrofluto spiccebubbio, ese hortera de Klüber no sabe comprender el primero de sus deberes, o si tiene miedo, tanto peor para él...! ¡Alma vil!, eso es todo. En cuanto a las condiciones del duelo, soy testigo de usted y sus intereses son sagrados para mí. Cuando vivía yo en Padua, había allí un regimiento de dragones blancos y estaba relacionado con varios oficiales... Todo su código me es familiar; y a menudo he hablado de estos asuntos con el compatriota de usted, el príncipeTarbusski... ¿Vendrá pronto ese testigo?
—Le espero de un momento a otro... y aquí viene ya —añadió, mirando por la ventana.
Pantaleone se levantó, miró la hora que era en su reloj, se arregló las melenas, y se dio prisa a meterse dentro del zapato una cinta que le salía por abajo del pantalón. Entró el subteniente, siempre tan encendido y tan turbado.
Sanin presentó uno a otro los testigos:
—Von Richter, subteniente... El señor Cippatola, artista...
El subteniente experimentó alguna sorpresa al ver al viejo..., ¡Qué hubiera dicho si alguien le hubiese cuchicheado al oído que “el artista” en cuestión practicaba también el arte culinario...! Pero Pantaleone tenía tal aire de prosopopeya, que un duelo parecía ser para él una cosa habitual y corriente. En aquella circunstancia, los recuerdos de carrera teatral vinieron probablemente en su auxilio, y representó el papel de testigo precisamente como un papel. El subteniente y él guardaron silencio un instante.
—¡Vamos, empecemos! dijo a la postre Pantaleone, jugando al descuido con su sello de comerina.
—¡Comencemos! —respondió el subteniente—. Pero... la presencia de uno de los adversarios...
—Señores, dejo a ustedes —exclamó Sanin, saludándoles, entró en su dormitorio y cerró la puerta.
Echóse en la cama y se puso a pensar en Gemma... Pero la conversación de los testigos, a pesar de estar cerrada la puerta, llegaba a sus oídos. Empleaban el idioma francés, destrozándolo ambos sin compasión, cada cual a su antojo. Pantaleone hablaba de los dragones de Padua y de il principeTarbusski; el subteniente había vuelto a lo de las exghises léchéres(ligeras excusas) y los goups te bisdolet á l’amiáple(pistoletazos de amigo). Pero el viejo no quiso oír hablar de ningún género de exghises. Con gran espanto de Sanin, se puso de pronto a hablar de una joven señorita... oune zeune damigella innoncenta qu’ella sola dans soun peti doa vale pinque toutt le zouffüssié del mondo. Yvarias veces repitió con animación: ¡E ouna onta, ouna onta! (es una vergüenza). Al principio, el subteniente no prestó a ello ninguna atención; pero después oyóse la voz del joven, haciendo observar, temblando de cólera, que no había venido a oír sentencias morales...
—A la edad de usted siempre es útil oír cosas justas —exclamó Pantaleone.
La discusión se hizo tempestuosa varias veces entre los señores testigos. Al cabo de una hora de disputas, convinieron en las condiciones siguientes: el barón von Dónhof y el señor Sanin se encontrarían al día siguiente, a las diez de la mañana, en un bosquecillo cerca de Hanau; tirarían a veinte pasos, teniendo cada uno derecho a hacer dos disparos, a una señal dada por los testigos. Serviríanse de pistolas ordinarias.
Von Richter se retiró. Pantaleone abrió la puerta del dormitorio y comunicó a Sanin el resultado de la entrevista, exclamando:
—¡Bravo ruso, bravo giovinotto, serás vencedor!
Pocos instantes después se encaminaban a la confitería Roselli.
Sanin tuvo la precaución de exigir a Pantaleone el más profundo secreto acerca del duelo. Como respuesta, el viejo alzó un dedo y repitió dos veces guiñando los ojos:
—Segretezza!
Se había rejuvenecido visiblemente y andaba con paso más firme. Todos aquellos sucesos extraordinarios, aunque poco agradables, le recordaban con viveza la época en que enviaba y recibía él mismo carteles de desafío, verdad es que en escena. Sabido es que los barítonos, en su papel, a menudo tienen ocasiones de hacer el gallito.
XIX
Emilio salió al encuentro de Sanin —le estaba acechando hacía más de una hora— y le dijo a escape, al oído, que su madre ignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso no hablar de ellos; que a él le mandaban al almacén, pero que en vez de ir allá se escondería no importa dónde. Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, se arrojó bruscamente al cuello de Sanin; le abrazó con entusiasmo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en la tienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar. Temblábanle los labios ligeramente, y sus párpados oscilaban sobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, apresuróse él a asegurar que todo había terminado, que aquel asunto no era más que una chiquillada.
—¿No ha ido a verle a usted hoy nadie? preguntó ella. Estuvo un caballero, nos explicamos, y... hemos llegado al acuerdo más satisfactorio.
Gemma se volvió a ir detrás del mostrador.
“No me cree”, pensó Sanin... Sin embargo, pasó al aposento inmediato, donde encontró a FrauLenore.
Ésta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melancólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le previno que se aburriría aquel día, pues no se hallaba capaz para ocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos e hinchados los párpados.
—¿Qué tiene usted, Frau Lenore? ¿Ha llorado usted?
—¡Chito! —dijo, indicando por señas con la cabeza la estancia ‘donde se encontraba su hija—. ¡No diga usted eso... en voz alta!
—Pero, ¿por qué ha llegado usted?
—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!
—¿No le ha dado a usted nadie ningún disgusto?
—¡Oh, no...! Me he sentido triste de pronto... He pensado en Giovanne Battista... ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todo eso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a esta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes... y llega la vejez... ¡ya la tengo encima! Brotaron las lágrimas en los ojos de FrauLenore—. Me mira usted con extrañeza—, lo veo... ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá cuán amargo es eso!