FrauLenore convirtió cuidadosamente su pañuelo en un pequeño, pequeñísimo tapón muy duro, como si quisiera encerrar en él todo su dolor.
—¿No podemos vivir de lo que nos produce la tienda, HerrDemetrio? Klüber es muy rico y se enriquecerá aún más. ¿Y por qué romper con él? ¿Porque no ha defendido a su novia? Admitamos que eso no esté bien hecho por su parte; pero, después de todo, es un paisano, no ha hecho estudios en la Universidad, y en su calidad de comerciante serio debía menospreciar esa calaverada tonta de un oficialillo desconocido. ¿Y qué ofensa ve usted en eso, HerrDemetrio?
—Dispense usted, FrauLenore, pero a quien condena usted es a mí...
—A usted no le condeno, no le condeno de ningún modo. ¡En usted eso es otro asunto! Usted es ruso, usted es un militar... Dispense usted, pero no lo soy, ni por asomos... Es usted un extranjero, un viajero, y le estoy muy agradecida —continuó FrauLenore sin escuchar a Sanin.
Estaba jadeante, abría y cerraba las manos; luego desplegó el pañuelo y se sonó; nada más que por la manera de expresar su dolor podía verse que no había nacido bajo el cielo del Norte. Y continuó:
—¿Cómo realizaría HerrKlüber sus negocios en la tienda si se batiese con los compradores? ¡Eso no puede imaginarse! ¿Y ahora es preciso que yo le despida? Pero, ¿de qué viviremos? En otro tiempo sólo nosotros hacíamos pasta de malvavisco y almendrado de alfónsigos, y venían a comprarnos mucho a casa; pero ahora, ¡todo el mundo hace pasta de malvavisco en la suya! Píenselo usted; se hablará bastante de su duelo en la ciudad... ¿Pueden ocultarse esas cosas? ¡Y ahí tiene usted roto el matrimonio! ¡Eso es un chasco, una verdadera campanada, un escándalo! Gemma es una excelente hija, me quiere mucho; pero es una terca, una republicana; desafía a la opinión de los demás. ¡Sólo usted puede persuadirla!
El asombro de Sanin aumentó.
—¿Yo, FrauLenore?
—Sí; sólo usted... Usted sólo. Por eso he venido a verle: no se me ha podido ocurrir nada mejor. ¡Es usted tan sabio, es usted un joven tan bueno! Ha tomado usted su defensa; creerá lo que usted le diga. “Debe” creerlo; porque usted ha arriesgado su vida por ella. ¡Persuádala usted, yo no puedo más! ¡Pruébele usted que sería la causa de la perdición de todos nosotros y de ella misma! ¡Y ha salvado usted a mi hijo; sálveme también a mi hija! Dios le ha enviado a usted aquí. Estoy dispuesta a pedírselo a usted de rodillas...
FrauLenore estaba ya media levantada del asiento para caer a los pies de Sanin. Éste la contuvo.
—¡FrauLenore! En nombre del cielo, ¿qué hace usted? Ella le agarró convulsivamente las manos, diciendo:
—¿Me lo promete usted?
—FrauLenore, fíjese usted: ¿a asunto de qué iría yo...?
—¿Me lo promete usted? ¿No quiere usted que me caiga muerta ante sus ojos, aquí mismo?
Sanin ya no sabía lo que le pasaba. Era la primera vez en su vida que tenía que habérselas con un carácter italiano sobreexcitado.
—¡Haré todo lo que usted quiera! —exclamó—. Hablaré a FraüleinGenuna... FrauLenore dio un grito de alegría.
—Pero, verdaderamente prosiguió Sanin—, no sé de ningún modo qué resultado...
—¡Ah, no se niegue usted, no se niegue usted! —dijo FrauLenore con voz suplicante—. ¡Ya me lo ha prometido usted! De seguro que resultará una cosa excelente. En todo caso, ¡yo no puedo hacer ya nada más! ¡No me obedece!
—¿Le ha declarado a usted de una manera positiva que se niega a casarse con HerrKlüber? preguntó Sanin después de un breve silencio.
—¡Oh, ha cortado la cuestión como con un cuchillo! ¡Es el vivo retrato de su padre! ¡No se anda con paños calientes!
—¿Ella? preguntó Sanin.
—Sí... sí... Pero, aparte de eso, es un ángel. Le atenderá a usted, hará lo que usted le diga. ¿Va usted a venir? ¿Ahora mismo? ¡Oh mi querido amigo ruso! —( FrauLenore se levantó bruscamente de la silla y agarró no menos bruscamente la cabeza de Sanin, sentado, delante de ella)—. ¡Reciba usted la bendición de una madre!... y deme usted un poco de agua.
Sanin presentó un vaso de agua a la señora Roselli, y le prometió por su honor ir enseguida. La acompañó hasta la calle, y de regreso en su cuarto juntó las manos y abrió cuanto pudo los ojos.
—“¡Bueno! pensó—. ¡Ahora ha dado otra vuelta la rueda de mi vida! Gira tan veloz, que me da vértigos”.
No trató de leer dentro de sí mismo para darse cuenta de lo que pasaba. Era insensato, eso es todo.
—¡Qué día! murmuraban involuntariamente sus labios—. No se anda con paños calientes, dice su madre. ¿Y es preciso que yo le dé consejos a ella? ¿Aconsejarle el qué?
Dábale vueltas la cabeza, en efecto. Pero, por encima de ese torbellino de impresiones diversas, de sentimientos y de ideas sin concluir, flotaba la imagen de Gemma, esa imagen que se había grabado indeleble en su memoria durante esa cálida noche, cargada de electricidad en esa ventana oscura, bajo los fulgores de innumerables estrellas.
XXIV
Sanin se aproximó con irresoluto paso a la casa de la señora Roselli. Le palpitaba con fuerza el corazón, lo sentía fácilmente golpear contra sus costillas. ¿Qué iba a decir a Gemma? ¿De qué modo iba a hablarle? Entró en la casa, no por la tienda, sino por la puerta secreta. Encontró a FrauLenore en la primera piececita púsose ella muy contenta al verlo y a la vez un poco intranquila.
—Le esperaba ya —dijo en voz baja, apretándole una tras otra ambas manos entre las suyas—. Ésta en el jardín, vaya usted. Cuidadito, que con usted cuento.
Sanin se fue al jardín.
Gemma estaba sentada en un banco, al borde de un paseo de árboles, y elegía en un cestito las cerezas más maduras apartándolas en un plato. El sol estaba bajo, sobre el horizonte: eran cerca de las siete de la tarde, y en los anchos rayos oblicuos con que inundaban de luz el jardincito de la señora Roselli había más púrpura que oro. De vez en cuando se oía el cuchicheo, apenas perceptible y como perezoso, de las hojas entre sí, el breve zumbido de las abejas retrasadas arrastránse de flor en flor, y el arrullo monótono e infatigable de alguna tórtola lejana.
Gemma llevaba puesto en la cabeza el mismo sombrero que el día del paseo a Soden. Miró a Sanin por debajo del ala inclinada del sombrero y se dobló de nuevo hacia el cestito.
Sanin se aproximó a ella, acortando involuntariamente el paso... y no se le ocurrió nada mejor que decir, sino esto:
—¿Por qué elige usted esas cerezas? Gemma no se dio prisa a contestarle.