—¿Qué te ocurre? —preguntó Milkailych—. ¿Adónde corres así?
—¡Ah, señor, qué cosa más espantosa!
—Pero ¿qué pasa? ¡Habla, pues!
—El árbol, mi amo, el árbol aplastó a Máximo.
—¿Cómo?... ¿El capataz, el adjudicatario de los trabajos?...
—Sí, padre; estábamos ocupados en cortar un fresno. Máximo nos observaba y nos exhortaba, cuando la sed le hizo acercarse al pozo. En ese momento mismo el árbol cedió, le gritamos al capataz para que se apartase, pero ya era tarde. Dios sabe por qué cayó el árbol con tanta rapidez.
—¿Murió enseguida?
—No, padre; pero tiene las piernas y los brazos quebrados. Corro a llamar al médico Selivestrich.
Ardalion le ordenó que volase a la ciudad y volviese con un médico.
En el sitio referido hallamos al pobre Máximo en tierra; le rodeaban algunos campesinos. No se quejaba, pero no era difícil advertir la dificultad de su respiración. En sus ojos había una mirada de asombro, un rictus en sus labios amoratados. La penumbra de un tilo envolvía su cara con cierto tinte mortuorio. Pudo, al fin, reconocer a Ardalion. Penosamente habló — ¡Ah, padre!... Enviad a buscar al sacerdote. Dios me ha castigado... Hoy domingo trabajé con mis hombres. Por eso estoy castigado. No tengo ni brazos ni piernas... Veo venir la muerte... Si me queda dinero, que se lo den a mi mujer, después de pagar mis deudas. Siento que todo ha concluido, perdonadme.
—Dios te perdona —dijeron los campesinos mientras el moribundo se agitaba convulsivamente.
Hizo un esfuerzo y recayó.
—No hay que dejarle morir —observó Ardalion—. Que tomen la estera del carro y le lleven al hospital.
—Ayer —murmuró el moribundo— di el dinero a Jéfime..., para la compra de un caballo; hay que dar el caballo a mi heredera...
Se le prometió que así se haría.
La muerte se lo llevaba, sus miembros se encogieron, después pareció encogerse.
—Ha muerto —dijeron algunos campesinos.
Silenciosamente nos apartamos y salimos al campo.
La muerte del pobre capataz me hizo, reflexionar.
Tiene el campesino ruso una manera característica de morir. No puede decirse que sea indiferencia en el momento supremo, y, sin embargo, el campesino encara la muerte como un simple trámite, como una formalidad inevitable.
Hace algunos años, un campesino hubo de morir quemado en el incendio de una granja. Un burgués le salvó de morir allí. Fui a verle en su cabaña. Todo era sombrío y el aire viciado, malsano.
—¿Dónde está el enfermo? —pregunté.
—Aquí, padre —me dijo una vieja campesina con la cantilena común a las mujeres afligidas.
Me acerqué al paciente; estaba cubierto con su manta y respiraba con dificultad.
—Y bien, hermano, ¿cómo va eso?
Al oírme, el enfermo ensayó un movimiento, aunque sus numerosas llagas le ocasionaban sufrimientos horribles.
—No te muevas — le dije—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy mal, como veis; en artículo de la muerte.
—¿No deseas nada?
Silencio.
—¿Necesitas té?
—No, gracias.
Me aparté; me senté en un banco.
Allí estuve una hora en medio del silencio de la "isba". En un ángulo, detrás de una mesa, y bajo el sitio de los iconos, había una chicuela de cinco años, más o menos. Mordisqueaba una corteza de pan.
En el primer cuarto la cuñada del paciente picaba repollos para la provisión de invierno. — ¡Eh, Auxinia! —llamó el moribundo. —¿Qué?
—Dame "kwass".
Se lo llevó la campesina y todo volvió al silencio. —¿Le administraron los sacramentos? —aventuré a media voz.
—Sí, amo, antes de que llegarais.
—Vamos —dije—, todo está arreglado; el enfermo aguarda la muerte, no espera otra cosa.
Salí de la "isba", cuyo olor me sofocaba.
Otra vez se me ocurrió ir a casa de un llamado Kapitan, cirujano en el hospital de Krasnagorié, que había sido con frecuencia mi compañero de caza.
Dicho hospital estaba establecido en un ala del antiguo castillo señorial. Su fundadora fue la señora del lugar. Había reglamentado todo, hasta los menores detalles del establecimiento, y hecho inscribir encima de la puerta: "Hospital de Krasnagorié". Un elegante libro estaba destinado a registrar los nombres de los enfermos. En la primera página, uno de los numerosos parásitos que vivían al abrigo de la caritativa señora, había escrito los versos que siguen: En tan lindo paraje, donde reina alegría, alzaron este templo la belleza y la fe; admirad, habitantes de Krasnagorié, de los señores vuestros la tierna simpatía.
Otro había escrito: Y yo también, ¡amo la naturaleza!
Y su firma Juan Kubiliatnikof.
El hermano Kapitan adquirió seis camas y se consagró enteramente a los enfermos pobres. Se le confió el cuidado de dos individuos, de los cuales, uno, Pablo, había sido grabador; padecía ausencias de espíritu, que para él significaban desagradables trastornos; y la otra era una anciana, de nombre Milikitrisa o Manos Secas. Encargada de la cocina, preparaba remedios, tisanas y, en algunas ocasiones, ayudaba al viejo Pablo a calmar a los enfermos demasiado agitados por la fiebre. Generalmente, el grabador, sombrío y taciturno, canturreaba una romanza en que había cierto asunto de Venus y de su belleza, etc. Además, tenía una manía curiosa: pedir permiso a todo el mundo para casarse con una tal Melania, muerta y enterrada desde hacía mucho tiempo. Manos Secas le reprendía amistosamente y procuraba tranquilizarle, haciéndole cuidar los pavos.
Mientras hablaba entró en el patio un carro de cuatro ruedas conducido por un campesino cuyo "armiak" nuevo dejaba recuadrarse las anchas espaldas; el caballo era fuerte y pesado como lo son en los molinos.
—¡Ah! ¡Buen día, Vasíli Dimitrich! —gritó el frater Kapitan desde la ventana—. Muy bien venido.
Y me advirtió: —Es el molinero de Leonbovchinsk.
Descendió el campesino del carro, con dificultad, y una vez en la habitación del frater se persignó piadosamente al ver un crucifijo.
—Y bien, Vasili, ¿qué ocurre? Tiene usted mal aspecto.
—Sí, Kapitan, no ando bien.
—¿Qué le sucede a usted?