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Birouk se acomodó tranquilamente de codos en la mesa. Seguía lloviendo. Yo esperaba ansioso el fin de semejante escena.

De repente, el paisano se incorporó, con un esfuerzo supremo, y gritó: —¡Ah, tigre sediento de sangre! ¿Crees que no vas a morir, lobo rabioso?

—¿Estás borracho? —dijo el guardabosque.

—Sí, estoy borracho, ¿he bebido por cuenta tuya, devorador de hombres? ¡Sí, quédate mi caballo, tú te irás también! ¡Tigre!... Está bien, ¡pega!

El guardabosque se había puesto en pie.

—¡Pega de una vez! —gritó furioso el paisano.

La pequeña Aulita se había levantado y estaba delante del desgraciado.

—Ahora, silencio —dijo el guarda. Y caminando tomó al ladrón por los hombros como si lo fuese a sacudir con violencia.

Corrí en defensa del infeliz.

—¡No te muevas, señor! —me gritó Birouk.

Pero nada me intimidó y ya tenía cerrados los puños, cuando con gran sorpresa mía, Birouk desató la cuerda que ataba los brazos del ladrón; luego, agarrándolo por el cuello, abrió la puerta y lo lanzó fuera.

—¡Vete al diablo con tu caballo!

Silencioso, el guarda entró de nuevo en la isba.

—Bien —dije a Birouk—, me has asombrado; eres un buen hombre.

—Dejemos eso, amo —rezongó—, y no lo cuentes a nadie. Puesto que ya no llueve, ahora puedo acompañarte.

—¡Ah, cómo corre! —dije escuchando el ruido de un carro que pasaba.

Una hora después me despedía de Birouk en la linde del bosque.

III LA MUERTE

Vecino de campaña tengo a un propietario joven, cazador infatigable, pero de una destreza algo novicia.

Fui a verlo, en una hermosa mañana de julio, y le propuse salir a cazar gallos silvestres.

—Es lo mejor que se me podría proponer —dijo—. Acepto, sin embargo, con la condición de que iremos a Zucha después de pasar por mi posesión. Verá usted mis entinares, donde estamos haciendo cortas.

Consentí. En seguida hizo ensillar su yegua, vistió un traje verde cuyos botones de metal figuraban cabezas de jabalí, se proveyó de un morral, un frasco de pólvora trabajado en plata, y un fusil francés que acababa de adquirir.

Después de mirarse tres o cuatro veces en el espejo, partimos con Esperanza, como se llamaba un excelente perro de caza.

Seguía a mi vecino su "déciatski", hombrecillo rechoncho, cara cuadrada, espaldas anchas y espesas. Nos acompañaba también un intendente, individuo delgaducho y alto, de rostro estrecho, cuello de jirafa, rubio, miope; y afligido, además, por el nombre de Gottlieb von der Kock.

Mi amigo no tenía de siempre la posesión de esa tierra, sino heredada de una tía, la consejera Kardon Kartaef. Mujer tan obesa, que en los últimos tiempos de su vida le fue imposible caminar.

Llegados a la posesión, marchamos a través del soto.

—Esperadme aquí —dijo mi amigo Ardalion a los que nos acompañaban.

El alemán fue a sentarse a la sombra y abrió un libro sentimental de Juana Schopenhauer, y el "déciatski" permaneció montado y allí le vimos, al volver, pues no había cambiado de sitio.

Dimos varias vueltas y rodeos sin descubrir cosa alguna, hasta que Ardalion Mikailych me invitó a cruzar al entinar.

—Con mucho gusto —le respondí—, porque presiento que hoy no cazará nada.

Volvimos luego al prado donde habíamos dejado a nuestros compañeros. Cerró el alemán su libro y mediante muchos esfuerzos pudo ahorcajarse sobre su yegua, reacia y mañosa; a la menor contrariedad tiraba coces, y no valía más, por otra parte, que el caballo del "déciatski"; éste no llegó a dominar su cabalgadura sino a fuerza de mucha espuela y latigazos.

No me era desconocido el lugar. Durante mi infancia le visitaba con mi preceptor, Desiderio Fleury.

Este bosque de Chapliguina no era muy considerable. Pero los árboles habían alcanzado una altura prodigiosa: doscientas o trescientas encinas alternaban con fresnos gigantes. Sus grandes copas negruzcas se recortaban con la nitidez de los avellanos y de los serbales; sus últimas ramas remataban en un ramo de hojas verdes y allí planeaban gavilanes y mochuelos.

En la profundidad de este follaje espeso, otrora el mirlo silbaba alegremente, las urracas golpeaban con el pico la corteza de los árboles; las currucas diminutas gorjeaban en las ramas bajas, verdes y frescas, sin temor a las liebres que furtivamente atravesaban los setos. Una ardilla, a veces, asomándose, lucía su pelaje rojo amarillento y su cola empenachada.

Entre las helechos había lirios que mezclaban su aroma al de las violetas, cerca de las fresas coloradas y perfumadas.

Chapliguina me gustaba, por la delicia de su reposo hasta en los más fuertes calores; una atmósfera transparente nos envolvía con su embalsamada frescura. Horas de encanto había yo pasado en este bosque, horas de poesía y de ensueño. Por eso fue grande mi pena cuando ocurrieron los desastres causados por el invierno de 1840.

Mis viejos amigos, los grandes árboles, las encinas y hayas, estaban 'caídos en tierra; estos príncipes, reyes de la naturaleza, se pudrían como cadáveres de viles animales. Otros, heridos por el rayo, perdían su corteza. Aún conservaban algunos vestigios de juventud, pero ninguno tenía su pasada magnificencia.

Lo que me parecía más extraño es que ya no hubiese sombra en el bosque de Chapliguina. Estos nuevos titanes, víctimas de la cólera celeste, me llenaban de compasión. Hasta les atribuía sentimientos. Repentinamente acudieron a mi memoria los siguientes versos de Kaltsof: Di qué te has hecho, voz ideal, fuerza orgullosa, virtud real.

¿Adónde ha ido, hacia qué nube, tu fuerte savia que siempre sube?

—¿Cómo —pregunté a Ardalion— no se cortaron estos árboles en 1841 o 1842? Han perdido ahora la mitad de su valor.

—Debiera usted haberle hecho esta observación a mi tía —me respondió—. Muchas veces le ofrecieron comprarle esta madera, pero rehusó siempre.

—"¡Mein Gott, mein Gott!" —exclamaba el alemán—. mán—. ¡Qué lástima! ¡Qué pena!

Explicó el joven teutón, en un lenguaje más o menos incomprensible, todo el sentimiento que le inspiraban los árboles muertos. Por lo que toca al "déciatski", su indiferencia era absoluta, y se divertía en escalar los viejos troncos agusanados. íbamos a llegar al sitio donde se hacía la corta, cuando se levantaron gritos y cruzaron confusos rumores. Un joven, de pronto, pálido, el traje deshecho, salió de la espesura, a pocos pasos de nosotros.

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