Por fin, al rayar el día cuarto de octubre, cruzamos el puente de piedra sobre el Miño y entramos en Portomarín, feudo de mi Orden, cuyos estandartes y gonfalones ondeaban en todos los edificios principales de la ciudad. Era como estar en Rodas, me dije con el pecho henchido de alegría. Mi espíritu anhelaba ardientemente un merecido descanso dentro de los familiares muros de la fortaleza, lo más parecido a mi casa de la isla que había visto durante los últimos años.
Fuimos recibidos por cuatro freixos sirvientes que se hicieron cargo inmediatamente de la silenciosa Sara y del abatido Jonás, mientras yo era conducido por largos pasillos a presencia del prior de la casa, don Pero Nunes, que, al parecer, esperaba mi llegada desde hacía varios días. Me sentía mareado por la falta de sueño y desfallecido de hambre, pero la entrevista que me aguardaba era mucho más importante que un cálido lecho y una deliciosa comida; me consolé pensando que al menos Sara y el muchacho habían puesto fin a sus penalidades, y que, en breve, estaría de nuevo con ellos. Aunque ¿por cuánto tiempo?, me pregunté afligido. Ahora que todo había terminado, ¿tendría que separarme de la hechicera y el chico…?
Al fondo de una caldeada estancia, apoyado en la repisa de una gran chimenea que iluminaba sobradamente el inmenso salón, don Pero Nunes, prior de Portomarín, esperaba mi entrada para levantar la cabeza y echarme una minuciosa ojeada. Iba ataviado con el camisón de dormir -se notaba que le habían sacado con premura de la cama- y cubierto por un largo manto blanco de gruesa lana, y en sus ojos, al contrario que en los míos, brillaba la agitación y el ansia.
– ¡Freixo Galcerán de Born! -exclamó viniendo hacia mí con los brazos extendidos. Su voz era grave y poderosa, impropia de un cuerpo tan estilizado y de unas maneras tan elegantes, mucho más apropiada para gritar órdenes a bordo de una nao que para dirigir los rezos en un priorato hospitalario. No supe distinguir si el aroma de perfume que llegaba hasta mí nariz venia de las telas y tapices de la sala o del camisón de don Pero-. ¡Freixo Galcerán de Born! -repitió emocionado-. Estábamos avisados de vuestra posible llegada. Se han recibido las más rigurosas instrucciones al respecto en todas las encomiendas y fortalezas que hay desde los Pirineos hasta Compostela. ¿Qué tenéis vos, freixo, para levantar esta polvareda?
– ¿No os han explicado nada, prior? ¿Qué es lo que sabéis?
– Me temo, caballero -dijo cambiando el tono de suave a dominante-, que soy yo quien hace las preguntas y vos quien las responde. Pero tomad asiento, por favor. Lamento mi descortesía. Debéis tener hambre, ¿no es cierto? Contadme qué es lo que está ocurriendo mientras nos sirven un buen desayuno.
– En cualquier otra circunstancia, prior -me disculpé-, no dudaría un instante en satisfacer vuestra demanda, pues como caballero y como hospitalario os debo completa obediencia, pero en este caso, micer, os ruego, con todo el respeto del mundo, que primero me expliquéis vos lo que os han dicho y cuáles son las órdenes que habéis recibido respecto a mí.
Don Pero gruñó y me echó una mirada torva, pero la naturaleza del caso debió aconsejarle prudencia y moderación.
– Sólo sé, freixo, que debo comunicar vuestra aparición en esta casa en el mismo momento en que se produzca, enviando dos caballeros a la ciudad de León con los caballos más veloces de nuestras cuadras. Allí, al parecer, aguardan ansiosamente noticias sobre vos. Mientras tanto debo prestaros toda la asistencia que preciséis -suspiró-. Ahora os toca a vos.
– Si nuestros superiores no os han contado nada, sire, perdonad a este pobre y cansado caballero por su obstinado silencio, pero no puedo deciros más.
– ¡Ah, cuánto lo lamento! -protestó, disimulando su enfado y poniéndose en pie despectivamente-. La casa está a vuestra disposición, freixo. Os incorporaréis a las prácticas religiosas y ejerceréis cualquiera de las funciones que mejor os acomode.
– Soy físico en el hospital de Rodas.
– ¡Oh, Rodas! Bien, pues os dejo a cargo de nuestro pequeño hospital hasta que lleguen los emisarios de León. ¿Deseáis alguna cosa en particular?
– El muchacho y la mujer…
– Judía, ¿no es cierto? -inquirió con desdén.
– En efecto, frey, es judía. Pues bien, tanto ella, como el chico y yo estamos en grave peligro.
– Ya lo suponía -se jactó.
– Nuestra presencia no debe ser delatada bajo ningún concepto.
– Bien, en ese caso, os adjudicaremos una vivienda que hay en el molino de una granja cercana a la que nunca va nadie y que se encuentra muy bien protegida por esta fortaleza. ¿Estáis de acuerdo?
– Os lo agradezco, prior.
– Sea, pues. Hasta la vista, freixo Galcerán.
Y así me despidió, con un gesto displicente, sin ofrecerme el desayuno prometido y quitándome de en medio como quien aparta una mosca engorrosa.
Aquella tarde, cuando despertamos, Sara y yo inspeccionamos nuestro refugio mientras Jonás seguía durmiendo profundamente. Por la mañana, antes de dejarnos caer en los jergones, le había administrado un poco de opio para que descansara de verdad después de tantos días de dolor insoportable. Por fortuna, su respiración era acompasada y su pulso tranquilo.
La torre del molino estaba en medio de un pastizal desierto y su estado ruinoso denotaba los muchos años de abandono que pesaban sobre él. Era una construcción sencilla, de madera, levantada en torno a un grueso mástil central que sobresalía por el tejado. En el piso superior estaban nuestros jergones, y en el inferior, donde nos encontrábamos Sara y yo en esos momentos, se hallaba el viejo mecanismo de arrastre, desbaratado y sin piedras de moler. Grandes telarañas colgaban de las esquinas del techo y, al descubrir a uno de esos laboriosos y benéficos insectos, la hechicera hizo un mohín de satisfacción:
– ¿Sabéis que las arañas son un buen agüero y que si se ve una araña por la tarde o por la noche pronostica que se cumplirá un deseo…? -dijo al tiempo que cogía mi mano y tiraba de mi hacia el exterior.
Fuera brillaba el pálido sol de media tarde y el aire era puro, de manera que nos sentamos en un rincón del edificio para saborear el placer de la tregua y la quietud del lugar. Ya no teníamos que huir, ni escondernos, ni viajar de noche o escapar de los fratres milites; sólo debíamos permanecer allí sentados tranquilamente, disfrutando de la libertad.
– Así que habéis llegado a casa, por fin… -dejó escapar con tono neutro.
– Os dije que era un monje del Hospital, ¿recordáis?
– ¡Un montesino! ¡Eso fue lo que me dijisteis que erais!
– No quise ofenderos con aquella mentira, Sara, pero tenía órdenes de no identificarme como hospitalario.
Su rostro se contrajo en una mueca despectiva.
– A fin de cuentas, ¿qué más da? Sois un monje soldado, un caballero de la Orden más poderosa que existe en estos momentos, y además sois honesto, fiel a vuestros votos y a la tarea que se os ha encomendado. Con seguridad, seréis también un gran físico.
– Desgraciadamente, soy más conocido por mi habilidad para este tipo de extrañas misiones que por mis capacidades como médico. Todos me conocen como el Perquisitore.
– Pues es una lástima, Perquisitore -dijo con triste acento-, que no seáis un simple caballero o un sencillo cirujano barbero.
Enmudecimos los dos durante un tiempo, apesadumbrados por aquello que yo no podría ser nunca, por lo que ambos no podríamos ser jamás. Las palabras de Sara me transmitían los anhelos que yo mismo sentía como puñales en mi interior, pero no podía responder a ellos porque hubiera sido como aceptar un compromiso que no podía contraer. Y, sin embargo, la amaba.