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– Pero ¿de verdad no lo oís?

– No, de verdad que no.

– Pues cada vez es más fuerte, como si nos fuéramos acercando a algo que emite un zumbido.

– ¡Yo si lo oigo! -anunció Jonás con alegría.

– ¡Bueno, menos mal!

– ¡Es un canto! -explicó el chico-. Una salmodia, una suerte de canturreo. ¿No lo escucháis, sire?

– No -gruñí. Seguimos avanzando y, al pasar por delante de una bocamina marcada con la señal triple, percibí por fin el sonido. Era, efectivamente, un canto llano monocorde, un De profundis entonado por un formidable coro de voces masculinas. Ésa era la razón, me dije, de no haber encontrado ni un solo templario desde que escapamos del calabozo: se hallaban todos reunidos al final de aquel pasadizo que acabábamos de emprender, celebrando un Oficio Divino. Nunca, en toda mi larga vida, había tenido ocasión de escuchar a tan nutrido grupo de hombres cantando al unísono y el sentimiento que ello me despertaba era de profunda exaltación, de intenso arrebato, como si la melopea pulsara mis nervios a modo de cuerdas de salterio. El sonido se volvía más y más fuerte conforme nos íbamos acercando, y, al doblar un recodo de la galería, atisbamos también un brillante resplandor. Jonás hizo el gesto de taparse los oídos con las manos, ensordecido por el estruendo del canto -considerablemente acentuado por la acústica de las bóvedas-, pero en ese momento, al finalizar una leve subida en el tono, las voces guardaron silencio de pronto. Un leve retumbo quedó flotando en el aire húmedo y caliente.

Con un gesto imperioso de la mano ordené el máximo sigilo. Acababa de vislumbrar una sombra en el resplandor, un leve movimiento en la luz que procedía del fondo del corredor. Sara y Jonás se pegaron a la roca con cara de espanto. No cabía ninguna duda de que había alguien ahí delante, y era preciso que no nos descubriera. Les indiqué mediante señas que permanecieran inmóviles donde estaban y yo seguí avanzando calladamente, con pasos quedos y conteniendo la respiración. El pasillo se estrechaba como un embudo hasta adquirir proporciones humanas y en su extremo final, frente a una balaustradilla que daba al vacío, vi la espalda de un templario con la cabeza sometida al yelmo y cubierto por el largo manto blanco con la gran cruz bermeja de extremos ensanchados. Parecía estar de guardia y permanecía muy atento a lo que sucedía más allá del barandal. Intentando no ser descubierto, retrocedí con cautela, caminando hacia atrás sin perderle de vista, pero aquel día la diosa Fortuna no estaba de mí parte y un maldito guijarro, pequeño como el diente de un ratón, se incrustó entre las correas de mi sandalia clavándose en mí carne y haciéndome perder el equilibrio. Braceé y oscilé tan silenciosamente como pude, pero la palma de mi mano buscó el apoyo en la piedra y se oyó un chasquido seco. El templario se volvió, supongo que esperando no encontrar nada y, al yerme, sus ojos se desorbitaron y su cara barbuda empalideció. Incrédulo, tardó unos instantes vitales en reaccionar, en decidir qué debía hacer, y, aunque se recuperó rápido, mucho más rápido fue el impulso de mi brazo lanzando con ferocidad el scalpru, que fue a incrustarse limpiamente en su garganta, bajo la nuez, impidiéndole emitir cualquier sonido y segándole la vida. Sus pupilas se tornaron vidriosas e inició el absurdo gesto de bajar la cabeza para mirar el extremo del arma que llevaba en el gaznate, pero no pudo: un río de sangre empezó a manar de la herida y su corpachón se tambaleó. Hubiera caído al suelo como un odre de vino de no haberlo sostenido yo por la cintura.

Después de comprobar que aquel descomulgado estaba bien muerto, le quité rápidamente la capa y me la dejé caer por los hombros y me cubrí la cabeza con el yelmo cilíndrico, pasando a ocupar su lugar en la balaustrada.

Me mantuvo en pie la incredulidad y el deseo de seguir vivo. A mis pies, la más hermosa de las basílicas, rutilante de luz y esplendor, brillaba como uno de esos espejos de mujer exquisitamente engastados con piedras preciosas. Todo el templo estaba hecho de oro puro y un intenso aroma a incienso y otros perfumes se esparcía en el interior. Las dimensiones de aquella gran nave octogonal excavada en la roca superaban con mucho las de Notre-Dame de París, y ninguna de las más fastuosas mezquitas de Oriente, ni siquiera la gran mezquita de Damasco, la alcanzaba en ornato y opulencia: recubrimientos de mármol, colgaduras de terciopelo, bellísimos reposteros, largos paneles de espléndidos mosaicos con motivos del Antiguo Testamento, frescos con escenas de la Virgen, lámparas de bronce, candelabros de oro y plata, joyas, y, en el centro, sobre un entarimado cubierto de alfombras, un altar suntuoso (de unos diez palmos de altura por otros quince o más de longitud), trabajado en filigrana y cubierto por un templete junto al que sermoneaba, en pie, un freire capellán. En torno al ara, cientos de caballeros templarios, atavíados con sus mantos blancos y con las cabezas descubiertas e inclinadas en señal de respeto, permanecían hincados de hinojos y totalmente subyugados por las palabras del sacerdote, que peroraba sobre los valores necesarios para afrontar los malos tiempos y las fuerzas espirituales que debían alimentar a la Orden para llevar a cabo su misión eterna.

Desde mi puesto de observación en aquella estrecha bocamina convertida en balcón de vigilancia, la visión que se me ofrecía era la de un espacio mágico cargado de misterio, y me sentía tan confundido que tardé un poco en descubrir que el altar situado en el centro no era otra cosa que una elegante cubierta cuya única función consistía en custodiar algo mucho más valioso e importante. Todavía escuché un canto más -durante el cual Sara y Jonás se situaron silenciosamente a mi espalda-, antes de caer en la cuenta de que lo que tanta devoción inspiraba a aquellos extáticos y fascinados caballeros del Temple (que, como figuras de piedra, permanecían arrodillados sin mover ni un pliegue de sus mantos) era, ni más ni menos, que el Arca de la Alianza.

¿Cómo explicar la emoción que me supuso descubrir que allí mismo, ante mis asombrados ojos, estaba el objeto más deseado de la historia de la humanidad, el trono de Dios, el receptáculo de Su fuerza y Su poder…? Aunque lo deseaba con toda mi alma -en aras de la moderación-, no podía albergar ningún recelo sobre lo que estaba viendo:

Harás un Arca de madera de acacia -dijo Yahvé a Moisés-, dos codos y medio de largo, codo y medio de ancho y codo y medio de alto. La cubrirás de oro puro, por dentro y por fuera, y en torno de ella pondrás una moldura de oro. Fundirás para ella cuatro anillos de oro, que pondrás en los cuatro ángulos, dos de un lado, dos del otro. Harás unas barras de madera de acacia, y también las cubrirás de oro, y las pasarás por los anillos de los lados del arca para que pueda ser llevada. Las barras quedarán siempre en los anillos y no se sacarán.

En el arca pondrás el testimonio que yo te daré.

Harás asimismo una tabla de oro puro de dos codos y medio de largo y un codo y medio de ancho. Harás dos querubines de oro, de oro batido, a los dos extremos de la tabla, uno al uno, otro al otro lado de ella. Los dos querubines estarán a los dos extremos. Estarán cubriendo cada uno con sus dos alas desde arriba la tabla, de cara el uno al otro, mirando la tabla. Pondrás la tabla sobre el arca, encerrando en ella el testimonio que yo te daré. Allí me revelaré a ti, y sobre la tabla, en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto para los hijos de Israel te mandaré.

¡Así pues, era cierto que los templarios habían encontrado el Arca de la Alianza! Aquellos nueve caballeros que fundaron la Orden en Jerusalén lograron cumplir la misión encomendada por san Bernardo. Probablemente, un grupo numeroso de freires milites la escoltó en secreto muchos años atrás desde las caballerizas del templo de Salomón en Jerusalén hasta aquellas galerías subterráneas del Bierzo, permaneciendo desde entonces en aquel lugar ignoto.

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