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Parecía no haber nadie en las inmediaciones, así que empujamos las maderas y nos colamos dentro. El interior estaba húmedo y caliente. Algunos animales se alertaron por nuestra presencia y relincharon y piafaron inquietos. Pero, por fortuna, no apareció ni un alma para comprobar qué estaba pasando.

Una linterna situada estratégicamente en el guadarnés nos indicó el buen camino y de este modo, siguiendo señales parecidas, nos introdujimos hasta la cámara privada del Papa por una puerta oculta en la pared que venía a dar a la parte posterior de un pesado tapiz de damasco. Una chimenea encendida caldeaba la estancia, ocupada en su centro por una enorme cama con dosel en cuyos cortinajes estaban bordados los escudos pontificios y, sobre una sencilla mesa de madera, tres vasos de oro y una jarra de plata llena de vino nos indicaron que nuestra presencia era esperada y que debíamos aguardar la llegada de nuestro anfitriónn.

– Lo raro es… -comentó frey Robert en un susurro; yo le sacaba una cabeza en altura, así que apenas me miraba cuando me dirigía la palabra-, que se pueda dejar tan vacío un palacio episcopal sin que a nadie se le ocurra hacer preguntas.

– Escuchad -dije yo-. Están todos en el piso inferior. ¿No oís, sire, los cantos del Matutinale bajo vuestros pies? El Papa ha debido convocar al rezo a todo el personal para dejarnos expedita la entrada.

– Tenéis razón. Este Papa es astuto como un zorro… ¿Sabíais que, a pesar de su avanzada edad, en menos de un año ha tomado con firmeza las riendas de la Curia y ha llenado las vacías arcas del Tesoro Apostólico? Se habla ya de millones de florines de oro…

– He pasado casi un año y medio encerrado en un cenobio mauricense -me disculpé por mi ignorancia-, y no sé mucho acerca de las cosas que han pasado en el mundo.

– Pues, veréis, es opinión general que los Padres conciliares decidieron cortar por lo sano y quedarse con el mal menor después de dos años encerrados en cónclave sin tomar ninguna decisión. No obstante, a pesar de haber sido designado por aburrimiento, Juan XXII ha resultado una excelente elección: tiene un poderoso carácter, muy osado y tenaz, y está resolviendo, uno a uno, todos los problemas que tenía la Iglesia hasta su llegada.

Mientras frey Robert me exponía con evidente admiración las espectaculares proezas del nuevo Papa, observé que, al poco, los rezos llegaban a su fin y que fuera de la estancia se empezaban a escuchar los pasos sigilosos y las voces ahogadas de los sirvientes. No tuvimos que esperar mucho para ver cómo se abría la puerta y cómo su santidad Juan XXII hacía acto de presencia en el dormitorio precedido por un afanoso y solícito cubicularius.

Juan XXII, en el mundo Jacques d‘Euse, era un hombrecillo menudo de aspecto insignificante que se movía con suavidad y elegancia, como si ejecutara una danza misteriosa cuya música sólo él pudiera escuchar. Tenía los ojos pequeños y redondos, muy juntos, y todo su rostro se afilaba hacia el pico del mentón -orejas, nariz, labios-para darle el extraño aspecto de una peligrosa ave rapaz. Vestía una capa magna de color púrpura cuya cola se arrastraba y se movía como un perro tras su amo. Al quitarse la birreta, su noble y pequeña cabeza apareció monda y redonda como una pelota. Frey Robert y yo, a pesar de nuestros hábitos franciscanos, hincamos rodilla en tierra con gesto militar y abatimos nuestras testas a la espera de su bendición, una bendición que se demoró hasta el agotamiento porque, mientras nosotros permanecíamos de hinojos, Su Santidad se acomodó en un sillón de brocado, se dejó arreglar cuidadosamente las vestiduras por el cubicularius y se bebió un buen vaso de vino caliente sin prestar atención a nuestra presencia. Luego carraspeó y nos ofreció, por fin, el bellísimo anillo pastoral, hecho de un solo y enorme rubí, para que lo besáramos.

– Pax vobiscum… -murmuró rutinariamente.

– Et cum spiritu tuo -respondimos frey Robert y yo como un solo hombre.

– Incorporaos, caballeros del Hospital. Tomad asiento.

El cubicularius nos obsequió con sendas copas de vino caliente que sujetamos ávidamente entre las manos, y nos dispusimos a escuchar lo que el Santo Padre quería decirnos.

– Vos debéis ser Galcerán de Born -comenzó el Santo Padre-, al que llaman el Perquisitore.

– Sí, Santidad.

– Debéis sentiros orgulloso, caballero de Born -su voz era acre y aguda, y mientras hablaba tamborileaba con los dedos sobre los brazos de su sillón-, vuestro senescal de Rodas habla maravillas de vos. A Nuestra demanda de ayuda respondió que tenía el hombre perfecto para la delicada misión que vamos a encomendaros. Dijo, para que lo sepáis, que, además de un monje devoto, erais un hombre de grandes recursos y de muchos ardides, con una reconocida capacidad para descubrir la verdad, y que no sólo gozabais de una gran reputación como médico sabio, responsable y competente, sino que, además, sabíais investigar y resolver los problemas como ninguna otra persona era capaz de hacerlo. ¿Es eso cierto, sire Galcerán?

– No diría yo tanto, Santidad… -murmuré abrumado-. Pero es verdad que he participado con cierto éxito en el esclarecimiento de algunos enigmas. Ya sabéis que, al fin y al cabo, los hombres son hombres aunque el Espíritu vele por la salvación de sus almas.

El Papa hizo un gesto de aburrimiento y se recogió los faldones de la capa. Pensé que había hablado demasiado y me dije que no despegaría más los labios hasta que no me fuera expresamente solicitado.

– Pues bien, sire Galcerán, en vuestras capacidades confío para poder tomar una importante decisión que puede alterar el curso de mi reinado. Por supuesto, nada de lo que se diga hoy aquí puede salir de entre estas cuatro paredes. Apelo a vuestro voto de obediencia.

– Freire Galcerán de Born no hablará, Santidad -confirmó frey Robert.

El Papa asintió repetidamente con la cabeza.

– Que así sea. Supongo -empezó- que estaréis enterado de los desagradables sucesos que llevaron a mi antecesor, Clemente, a disolver la peligrosa Orden del Temple, ¿no es cierto? -inquirió mirándome a los ojos.

Durante un instante fugaz, un gesto de incrédula sorpresa y de profundo desagrado cruzó mi semblante pero, apercibiéndome de ello, dominé rápidamente la contracción que se iniciaba en los músculos de mi cara. ¿Acaso la misión que Su Santidad pensaba encomendarme estaba relacionada con los templarios? Vivediós que, si así era, acababa de meterme en la boca del lobo.

Había oído tantas veces la historia y conocía tan a fondo los terribles detalles que la acompañaban, que todo aquel cúmulo de circunstancias se me agolpó en la cabeza mientras seguía bajo la fría e inquisitiva mirada de Juan XXII.

Tres años atrás, el 19 de marzo de 1314, Jacques de Molay, gran maestre de la extinta Orden Templaria, y Geoffroy de Charney, preceptor de Normandía, morían en la hoguera reos de perjurio y herejía. Ése fue el trágico colofón de siete años de persecuciones y torturas que pusieron fin a la Orden militar más poderosa de la cristiandad. Durante dos siglos, los templarios habían sido los dueños de más de la mitad de los territorios de Europa y habían estado en posesión de tal cantidad de riquezas que nadie, jamás, había podido cuantificar el limite de su erario. El Temple era, de facto, el principal banquero de los grandes señores y de los principales reinos cristianos de Occidente y en sus manos estaba, desde la época de Luis IX el Santo, el Tesoro Real de Francia. Según se decía, y con razón, éste había sido, precisamente, el motivo de su desgracia, pues el nieto de san Luis, Felipe IV el Bello, agobiado por la constante falta de dinero y humillado por su vasallaje económico, había encargado a su guardasellos y hombre de confianza, Guillermo de Nogaret, la tarea de crear lentamente las condiciones favorables para el desmembramiento y definitiva desaparición de la Orden Templaria, cuyas primeras detenciones habían sido llevadas a cabo en octubre de 1307.

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