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Apenas vislumbradas las primeras casas de Puente la Reina, llamé la atención a Jonás acerca de la torre de la iglesia que teníamos delante: aunque comenzaba con una contundente forma cuadrada, su final era una hermosa y delicada cúpula octogonal. El muchacho me sonrió con complicidad. Luego supimos que se trataba de la parroquia del barrio de Murugarren, la iglesia de Nuestra Señora dels Orzs [24], propiedad de los templarios hasta la disolución de la Orden. Al parecer, el rey García VI había hecho entrega de la villa a los Caballeros del Temple en 1142, con la condición de que acogieran a los peregrinos propter Amorem Dei. Esa tradición de hospitalidad seguía profundamente arraigada y viva en el lugar.

Aunque todos los peregrinos que, como nosotros, entraban en la ciudad se detenían en la parroquia de Nuestra Señora dels Orzs para rezar, Jonás y yo continuamos internándonos por las rúas peregrinas. Teníamos hambre y deseábamos descansar, así que dejamos para más tarde los rezos y las visitas obligadas y nos encaminamos hacia el otro lado del pueblo, hacia la hospedería de peregrinos, ubicada junto a uno de los dos hospitales con los que contaba la ciudad. Pasamos por delante de la iglesia de Santiago, que lucía una hermosa portada de ejecución mozárabe, y atravesamos la rúa Mayor, flanqueada por multitud de palacios y de casas con linaje -los escudos nobles podían verse sobre los portalones-. Al final de esta calle se encontraba el famoso puente que daba nombre y fama a la ciudad.

Jamás, ni en mis muchos años de vida ni en mis muchos viajes, había visto un puente de tanto mérito, tan donairoso y ligero como el de Puente la Reina. Parecía surgir de su base como por encantamiento y su imagen estaba tan perfectamente reflejada en el agua, que no se podía distinguir en qué lugar empezaba el puente real y en qué lugar el especular. Seis arcos de medio punto y cinco pilares atenuados por pequeños arcos servían para mantener la piedra flotando en el aire y facilitar el paso sobre el río Arga a los peregrinos jacobeos. Fue la reina doña Mayor, esposa de Sancho Garcés III, rey de Navarra, quien mandó levantar el hermoso puente. Pero ¿quién fue el pontífice? [25] Aunque yo jamás llegara a conocer su identidad, seguro que se trataba de un maestro iniciado. Y la sagaz perspicacia de Jonás no me defraudó.

– Lo que no comprendo -dijo con el ceño fruncido y tono aciago-, es por qué han construido esta pontana con forma de empinada colina, de manera que tenemos que ir ascendiendo hasta la cúspide sin ver nada de lo que nos espera al otro lado. ¡Con lo cansados que estamos!

– Este hermoso puente a dos vertientes es un símbolo más de los muchos que estamos encontrando en el Camino. Deberías analizar con detalle su estructura y darle una oportunidad al mensaje.

– ¿Queréis decir que pudiendo construir un cómodo puente de trazado horizontal, levantaron a propósito esta horrible rampa, castigo de caminantes?

– Bueno, sí…, ésa sería más o menos la idea.

– ¡No puedo comprenderlo de ninguna manera!

Suspiré. Este hijo mío no tenía término medio: o bien demostraba una inteligencia deslumbrante y la curiosidad de un sabio, o bien, ante las más insignificantes incomodidades físicas, se volvía zoquete y lerdo como una bestia de carga.

En la hospedería comimos hasta hartarnos asadura de cabrito con garbanzos y calabaza dulce y dormimos una buena siesta sobre cómodos jergones. A media tarde estábamos listos para visitar la ciudad.

– Creo que va a llover -comentó el muchacho, al salir a la calle, mirando el cielo cubierto de nubes.

– Quizá, pero precisamente por eso debemos acelerar el paso.

– Quisiera comentaros una cosa, sire.

– ¿Qué es ello? -pregunté distraído mientras subíamos de nuevo el extraordinario puente.

– ¿Recordáis al conde aquel que os amenazó en Saint-Gilles?

Me detuve en seco en la cúspide. A nuestros pies, la ciudad parecía ahogarse bajo la nublada luz.

– Sí. ¿Qué pasa con él?

– Nos está siguiendo desde que cruzamos Obanos.

– Nos está siguiendo desde que salimos de Aviñón -gruñí, reanudando el paso.

– Cierto, sire, pero ahora lo hace de forma más descarada. Os lo digo porque me parece que quiere volver a hablaros.

– ¡Si quiere hablar conmigo ya sabe lo que tiene que hacer! De repente mi humor estaba igual de negro que la tarde. Ya no me interesaba visitar la ciudad. La triste verdad era que no tenía una maldita pista que me condujera al oro -excepto, quizá, el insignificante capitel de Eunate, que podía no revelar nada aparte de un error del maestro cantero- y Joffroi de Le Mans lo sabía, sabía que mis manos seguían vacías. Por eso intentaba amedrentarme. Su ostentación no era más que un apremio. Pero no necesitaba sus bravuconadas para ser plenamente consciente de mi fracaso. Un trueno espantoso retumbó en el cielo y se quedó vibrando en el aire, como si hubieran partido el universo con una piedra y los pedazos se desmoronaran.

– Está a punto de empezar a llover, sire.

– Está bien. Entremos en aquella taberna -rezongué.

Sobre la puerta, una burda talla de madera pintada, colgada de un espetón, mostraba una pequeña culebra ondulante. Debajo, en letras góticas, se podía leer: «Coluver.» [26]

– El dueño debe ser francés -comenté mientras empujaba la puerta.

– El dueño y todos sus clientes -añadió Jonás, sorprendido, cuando estuvimos dentro.

Una masa intransitable de aldeanos y peregrinos francos abarrotaba el local con un estruendo espantoso. Instintivamente, me llevé la mano a la nariz y la cubrí para evitarme el desagradable olor a cocimiento de sobaquina humana.

– ¡No hay ni una maldita mesa! -grité al muchacho con la boca pegada a su oreja.

– ¿Qué decís? -me respondió también a gritos.

– ¡Que no hay una maldita mesa!

– ¡Mirad! -chilló sin hacerme caso, señalando, al fondo, un oscuro rincón. Allí, bajo una ristra de embutidos colorados puestos a secar, un brazo desnudo y escuálido se agitaba llamándonos. En un primer momento no reconocí a su propietario, pero luego los rasgos se me fueron haciendo familiares y uní, por fin, cara y nombre. Bueno, lo de nombre es un decir. Allí estaba Nadie, el anciano del hospital de Santa Cristina, saludándonos con alborozo y ofreciéndonos ocupar un lugar a su lado en aquel largo tablero abarrotado de gente.

Nos encaminamos hacia él con gran esfuerzo, abriéndonos paso a empellones. A cada paso recibíamos los gruñidos de un montón de francos borrachos.

– ¡Mi señor Galcerán! -exclamó el viejo cuando nos tuvo a su lado-. ¡García, querido muchacho! ¡Qué alegría tan grande encontraros por aquí!

– ¿Cómo habéis llegado a Puente la Reina antes que nosotros, abuelo? -le preguntó Jonás con los ojos llenos de admiración, mientras tomábamos asiento a su lado.

– Hice parte del camino en carruaje, en compañía de unos bretones que tenían prisa por llegar a Santiago. Yo me quedé aquí, en Puente la Reina, para descansar; a mi edad ya no se pueden cometer excesos.

– Pues no os vimos.

– Ni yo tampoco os vi, y eso que os estuve buscando. Los bretones de quienes os hablo gustaban de viajar también durante la noche. Seguramente, os encontraríais en el interior de algún templo cuando nos cruzamos, o durmiendo junto a la trocha.

– Es posible -convine de mala gana, dando unos puñetazos sobre la mesa para llamar la atención de la tabernera.

– ¿Habéis visto muchas cosas hasta ahora, joven García?

– ¡Oh, si, abuelo! He visto mucho y he aprendido mucho.

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[24] Nuestra Señora de los Huertos, actual iglesia del Crucifijo.

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[25] Constructor de puentes.

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[26] Culebra, en francés.

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