– Cada vez que paso por ese playón -dijo- le ruego a Dios que aquel gringo se vuelva a embarcar en mi buque, para volver a dejarlo.
Fermina Daza, que no le tenía simpatía, se conmovió de tal modo con aquel gigante tierno, que desde esa mañana lo puso en un lugar privilegiado de su corazón. Hizo bien: el viaje apenas comenzaba, y ya tendría ocasiones de sobra para darse cuenta de que no se había equivocado.
Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron en los puestos de mando hasta la hora del almuerzo, poco después de que pasaron frente a la población de Calamar, que apenas unos años antes tenía una fiesta perpetua, y ahora era un puerto en ruinas de calles desoladas. El único ser que se vio desde el buque, fue una mujer vestida de blanco que hacía señas con un pañuelo. Fermina Daza no entendió por qué no la recogían, si parecía tan afligida, pero el capitán le explicó que era la aparición de una ahogada que hacía señas de engaño para desviar los buques hacia los peligrosos remolinos de la otra orilla. Pasaron tan cerca de ella que Fermina Daza la vio con todos sus detalles, nítida bajo el sol, y no dudó de que en realidad no existiera, pero su cara le pareció conocida.
Fue un día largo y caluroso. Fermina Daza volvió al camarote después del almuerzo, para su siesta inevitable, pero no durmió bien por el dolor del oído, que se le hizo más intenso cuando el buque intercambió los saludos de rigor con otro de la C.F.C. con el que se cruzó unas leguas arriba de Barranca Vieja. Florentino Ariza descabezó un sueño instantáneo sentado en el salón principal, donde la mayoría de los pasajeros sin camarote dormían como a media noche, y soñó con Rosalba, muy cerca del lugar en que la había visto embarcarse. Viajaba sola, con su atuendo de momposina del siglo anterior, y era ella y no el niño la que dormía la siesta dentro de la jaula de mimbre colgada en el alero. Fue un sueño a la vez tan enigmático y divertido, que siguió con su regusto toda la tarde, mientras jugaba dominó con el capitán y dos pasajeros amigos.
El calor cesaba a la caída del sol, y el buque revivía. Los pasajeros emergían como de un letargo, recién bañados y con ropas limpias, y ocupaban las poltronas de mimbre del salón a la espera de la cena, que era anunciada a las cinco en punto por un mesero que recorría la cubierta de un extremo al otro haciendo sonar entre aplausos de burlas una campana de sacristán. Mientras comían, empezaba la banda con música de fandango, y el baile seguía de largo hasta la media noche.
Fermina Daza no quiso cenar por la molestia del oído, y presenció el primer embarque de leña para las calderas, en una barranca pelada donde no había nada más que los troncos amontonados, y un hombre muy viejo que atendía el negocio. No parecía haber nadie más a muchas leguas. Para Fermina Daza fue una escala lenta y aburrida, impensable en los transatlánticos de Europa, y había tanto calor que se hacía sentir aun dentro del mirador refrigerado. Pero cuando el buque zarpó de nuevo soplaba un viento fresco oloroso a entrañas de la selva, y la música se hizo más alegre. En la población de Sitio Nuevo había una sola luz en una sola ventana de una sola casa, y en la oficina del puerto no hicieron la señal convenida de que había carga o pasajeros para el buque, de modo que éste pasó sin saludar.
Fermina Daza había estado toda la tarde preguntándose de qué recursos iba a valerse Florentino Ariza para verla sin tocar en el camarote, y hacia las ocho no pudo soportar más las ansias de estar con él. Salió al corredor con la esperanza de encontrarlo de un modo que pareciera casual, y no tuvo que andar mucho: Florentino Ariza estaba sentado en un escaño del corredor, callado y triste como en el parquecito de Los Evangelios, y preguntándose desde hacía más de dos horas cómo iba a hacer para verla. Ambos hicieron el mismo gesto de sorpresa que ambos sabían fingido, y recorrieron juntos la cubierta de primera clase atiborrada de gente joven: la mayoría estudiantes bulliciosos que se agotaban con una cierta ansiedad en la última parranda de las vacaciones. En la cantina, Florentino Ariza y Fermina Daza se tomaron un refresco de botella sentados como estudiantes frente al mostrador, y ella se vio de pronto en una situación temida. Dijo: “¡Qué horror!”. Florentino Ariza le preguntó en qué estaba pensando que le causaba semejante impresión.
– En los pobres viejitos -dijo ella-. Los que mataron a remazos en el bote.
Ambos se fueron a dormir cuando se acabó la música, después de una larga conversación sin tropiezos en el mirador oscuro. No hubo luna, el cielo estaba encapotado, y en el horizonte estallaban relámpagos sin truenos que los iluminaban por un instante. Florentino Ariza enrolló los cigarrillos para ella, pero no se fumó más de cuatro, atormentada por el dolor que se aliviaba por momentos y se recrudecía cuando el barco bramaba al cruzarse con otro, o al pasar frente a un pueblo dormido, o cuando navegaba despacio para sondear el fondo del río. Él le contó con cuánta ansiedad la había visto siempre en los Juegos Florales, en el vuelo en globo, en el velocípedo de acróbata, y con cuánta ansiedad esperaba las fiestas públicas durante todo el año, sólo para verla. También ella lo había visto muchas veces, y nunca se hubiera imaginado que estuviera allí sólo para verla. Sin embargo, hacía apenas un año, cuando leyó sus cartas, se preguntó de pronto cómo era posible que él no hubiera competido nunca en los Juegos Florales: sin duda habría ganado. Florentino Ariza le mintió: sólo escribía para ella, versos para ella, y sólo él los leía. Entonces fue ella la que buscó su mano en la oscuridad, y no la encontró esperándola como ella había esperado la suya la noche anterior, sino que lo tomó de sorpresa. A Florentino Ariza se le heló el corazón.
– Quéraras son las mujeres -dijo.
Ella soltó una risa profunda, de paloma joven, y volvió a pensar en los ancianos del bote. Estaba escrito: aquella imagen había de perseguirla siempre. Pero esa noche podía soportarla, porque se sentía tranquila y bien, como pocas veces en la vida: limpia de toda culpa. Se hubiera quedado así hasta el amanecer, callada, con la mano de él sudando hielo en su mano, pero no pudo soportar el tormento del oído. De modo que cuando se apagó la música, y luego cesó el trajín de los pasajeros del común colgando las hamacas en el salón, ella comprendió que su dolor era más fuerte que su deseo de estar con él. Sabía que el solo decírselo a él iba a aliviarla, pero no lo hizo para no preocuparlo. Pues entonces tenía la impresión de conocerlo como si hubiera vivido con él toda la vida, y lo creía capaz de dar la orden de que el buque regresara al puerto si eso pudiera quitarle el dolor.
Florentino Ariza había previsto que esa noche ocurrirían las cosas así, y se retiró. Ya en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la mejilla izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le ofreció la otra mejilla con una coquetería que él no le había conocido de colegiala. Entonces insistió por segunda vez, y ella lo recibió en los labios, lo recibió con un temblor profundo que trató de sofocar con una risa olvidada desde su noche de bodas.
– ¡Dios mío -dijo-, qué loca soy en los buques!
Florentino Ariza se estremeció: en efecto, como ella misma lo había dicho, tenía el olor agrio de la edad. Sin embargo, mientras caminaba hacia su camarote, abriéndose paso por entre el laberinto de hamacas dormidas, se consolaba con la idea de que él debía tener el mismo olor, sólo que cuatro años más viejo, y que ella debió haberlo sentido con la misma emoción. Era el olor de los fermentos humanos, que él había percibido en sus amantes más antiguas, y que ellas habían sentido en él. La viuda de Nazaret, que no se guardaba nada, se lo dijo de un modo más crudo: “Ya olemos a gallinazo”. Ambos se lo soportaban el uno al otro, porque estaban a mano: mi olor contra el tuyo. En cambio, muchas veces se había cuidado de América Vicuña, cuyo olor de pañales le despertaba a él los instintos maternos y sin embargo lo inquietaba la idea de que ella no pudiera soportar el suyo: su olor de viejo verde. Pero todo eso pertenecía al pasado. Lo importante era que por primera vez desde aquella tarde en que la tía Escolástica dejó el misal en el mostrador de la telegrafía, Florentino Ariza no había vuelto a sentir una felicidad como la de esa noche: tan intensa que le causaba miedo.