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– ¿Quieres quedarte sola? -preguntó.

– Si lo quisiera no te hubiera dicho que entraras -dijo ella.

Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.

Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto: “Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no”. Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.

– Vete ahora -dijo.

Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.

– Ya no -le dijo-: huelo a vieja.

Lo oyó salir en la oscuridad, oyó sus pasos en las escaleras, lo oyó dejar de ser hasta el día siguiente. Fermina Daza encendió otro cigarrillo, y mientras lo fumaba vio al doctor Juvenal Urbino con su atuendo de lino intachable, su rigor profesional, su simpatía deslumbrante, su amor oficial, que le hizo una seña de adiós con su sombrero blanco desde otro buque del pasado. “Los hombres somos unos pobres siervos de los prejuicios -le había dicho él alguna vez-. En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que valga.” Fermina Daza siguió inmóvil hasta la madrugada, pensando en Florentino Ariza, no como el centinela desolado del parquecito de Los Evangelios cuyo recuerdo no le suscitaba ya ni una lucecita de nostalgia, sino como era entonces, decrépito y rengo, pero real: el hombre que estuvo siempre al alcance de su mano, y no supo reconocerlo. Mientras el buque la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por dónde empezar otra vez al día siguiente. Lo supo. Fermina Daza dio instrucciones al camarero de que la dejara dormir a su gusto, y cuando despertó había en la mesa de noche un florero con una rosa blanca, fresca, todavía sudada de rocío, y con ella una carta de Florentino Ariza con tantos pliegos como alcanzó a escribir desde que se despidió de ella. Era una carta tranquila, que no trataba más que expresar el estado de ánimo que lo embargaba desde la noche anterior: tan lírica como las otras, tan retórica como todas, pero estaba sustentada por la realidad. Fermina Daza la leyó con una cierta vergüenza consigo misma por los galopes descarados de su corazón. Terminaba con el pedido de que avisara al camarero cuando estuviera lista, pues el capitán los esperaba en el puesto de mando para mostrarles el funcionamiento del buque.

Estuvo lista a las once, bañada y olorosa a jabón de flores, con un traje de viuda muy sencillo de etamina gris, y recuperada por completo de la tormenta de la noche. Ordenó un desayuno sobrio al camarero de blanco impecable, que estaba al servicio personal del capitán, pero no mandó el recado de que vinieran a buscarla. Subió sola, deslumbrada por el cielo sin nubes, y encontró a Florentino Ariza conversando con el capitán en el puesto de mando. Le pareció distinto, no sólo por que ella lo veía entonces con otros ojos, sino porque en realidad había cambiado. En lugar de los atuendos fúnebres de toda la vida llevaba unos zapatos blancos muy cómodos, pantalón y camisa de hilo con cuello abierto y manga corta y su monograma bordado en el bolsillo del pecho. Llevaba además una gorra escocesa, también blanca, y un dispositivo de lentes oscuros superpuesto a sus eternos espejuelos de miope. Era evidente que todo era de primer uso y acabado de comprar a propósito para el viaje, salvo el cinturón de cuero marrón, muy usado, que Fermina Daza notó al primer golpe de vista como una mosca en la sopa. Al verlo así, vestido para ella de un modo tan ostensible, no pudo impedir el rubor de fuego que le subió a la cara. Se ofuscó al saludarlo, y él se ofuscó más con la ofuscación de ella. La conciencia de que se comportaban como novios los ofuscó más aún, y la conciencia de que ambos estaban ofuscados acabó de ofuscarlos hasta el punto de que el capitán Samaritano lo advirtió con un trémolo de compasión. Los sacó del apuro explicándoles el manejo de los mandos y el mecanismo general del buque durante dos horas. Navegaban muy despacio por un no sin orillas que se dispersaba entre playones áridos hasta el horizonte. Pero al contrario de las aguas turbias de la desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un delta poblado de islas de arena.

– Es lo poco que nos va quedando del río -le dijo el capitán.

Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena, uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas; los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer.

El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le parecían señoras condenadas por algún extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que les dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo prohibían. Un cazador de Carolina del Norte, con su documentación en regla, había desobedecido sus órdenes y le había destrozado la cabeza a una madre de manatí con un disparo certero de su SpringfÍeld, y la cría había quedado enloquecida de dolor llorando a gritos sobre el cuerpo tendido. El capitán había hecho subir al huérfano para hacerse cargo de él, y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver de la madre asesinada. Estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas, y a punto de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces hubiera ocasión. Sin embargo, aquel había sido un episodio histórico: el manatí huérfano, que creció y vivió muchos años en el parque de animales raros de San Nicolás de las Barrancas, fue el último que se vio en el río.

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