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Empezaba a dormirse, cuando el contador del buque lo despertó a las cinco en el puerto de Zambrano para entregarle un telegrama urgente. Estaba firmado por Leona Cassiani, con fecha del día anterior, y todo su horror cabía en una línea: América Vicuña muerta ayer motivos inexplicables. A las once de la mañana conoció los pormenores a través de una conferencia telegráfica con Leona Cassiani, en la que él mismo operó el equipo transmisor como no había vuelto a hacerlo desde sus años de telegrafista. América Vicuña, presa de una depresión mortal por haber sido reprobada en los exámenes finales, se había bebido un frasco de láudano que se robó en la enfermería del colegio. Florentino Ariza sabía en el fondo de su alma que aquella noticia estaba incompleta. Pero no: América Vicuña no había dejado ninguna nota explicativa que permitiera culpar a nadie de su determinación. La familia estaba llegando en ese momento desde Puerto Padre, avisada por Leona Cassiani, y el entierro sería esa tarde a las cinco. Florentino Ariza respiró. Lo único que podía hacer para seguir vivo era no permitirse el suplicio de aquel recuerdo. Lo borró de la memoria, aunque de vez en cuando en el resto de sus años iba a sentirlo revivir de pronto, sin que viniera a cuento, como la punzada instantánea de una cicatriz antigua.

Los días siguientes fueron calurosos e interminables. El río se volvió turbio y se fue haciendo cada vez más estrecho, y en vez de la maraña de árboles colosales que había asombrado a Florentino Ariza en su primer viaje, había llanuras calcinadas, desechos de selvas enteras devoradas por las calderas de los buques, escombros de pueblos abandonados de Dios, cuyas calles continuaban inundadas aun en las épocas más crueles de la sequía. Por la noche no los despertaban los cantos de sirenas de los manatíes en los playones, sino la tufarada nauseabunda de los muertos que pasaban flotando hacia el mar. Pues ya no había guerras ni pestes pero los cuerpos hinchados seguían pasando. El capitán fue sobrio por una vez: “Tenemos órdenes de decir a los pasajeros que son ahogados accidentales”. En lugar de la algarabía de los loros y el escándalo de los micos invisibles que en otro tiempo aumentaban el bochorno del medio día, sólo quedaba el vasto silencio de la tierra arrasada.

Había tan pocos lugares donde leñatear, y estaban tan separados entre sí, que el Nueva Fidelidad se quedó sin combustible al cuarto día de viaje. Permaneció amarrado casi una semana, mientras sus cuadrillas se internaban por pantanos de cenizas en busca de los últimos árboles desperdigados. No había otros: los leñadores habían abandonado sus veredas huyendo de la ferocidad de los señores de la tierra, huyendo del cólera invisible, huyendo de las guerras larvadas que los gobiernos se empeñaban en ocultar con decretos de distracción. Mientras tanto, los pasajeros, aburridos, hacían torneos de natación, organizaban expediciones de caza, regresaban con iguanas vivas que abrían en canal y volvían a coser con agujas de enfardelar después de sacarles los racimos de huevos, traslúcidos y blandos, que ponían a secar en sartales en las barandas del buque. Las prostitutas pobres de los pueblos vecinos siguieron la traza de las expediciones, improvisaron tiendas de campaña en la barranca de la orilla, llevaron música y cantina, y plantaron la parranda frente al buque varado.

Desde mucho antes de ser presidente de C.F.C., Florentino Ariza recibía informes alarmantes del estado del río, pero apenas si los leía. Tranquilizaba a sus socios: “No se preocupen, cuando la leña se acabe ya habrá buques de petróleo”. Nunca se tomó el trabajo de pensarlo, obnubilado por la pasión de Fermina Daza, y cuando se dio cuenta de la verdad ya no había nada que hacer, como no fuera llevar otro río nuevo. Por la noche, aun en las épocas de mejores aguas, había que amarrar para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras. Un viajero inglés de principios del siglo xix, refiriéndose al viaje combinado en canoa y en mula, que podía durar hasta cincuenta jornadas, había escrito: “Este es uno de los peregrinajes más malos e incómodos que un ser humano pueda realizar”. Esto había dejado de ser cierto los primeros ochenta años de la navegación a vapor, y luego había vuelto a serlo para siempre, cuando los caimanes se comieron la última mariposa, y se acabaron los manatíes matemales, se acabaron los loros, los micos, los pueblos: se acabó todo.

– No hay problema -reía el capitán-, dentro de unos años vendremos por el cauce seco en automóviles de lujo.

Fermina Daza y Florentino Ariza estuvieron protegidos los tres primeros días por la suave primavera del mirador cerrado, pero cuando racionaron la leña y empezó a fallar el sistema de refrigeración, el Camarote Presidencial se convirtió en una cafetera de vapor. Ella sobrevivía a las noches con el viento fluvial que entraba por las ventanas abiertas, y espantaba los mosquitos con una toalla, pues la bomba de insecticida era inútil estando el buque varado. El dolor del oído se había vuelto insoportable, y una mañana al despertar cesó de pronto y por completo, como el canto de una chicharra reventada. Pero hasta la noche no cayó en la cuenta de que había perdido la audición del oído izquierdo, cuando Florentino Ariza le habló de ese lado, y ella tuvo que volver la cabeza para oír lo que decía. No se lo contó a nadie, resignada de que fuera uno más de los tantos defectos irremediables de la edad.

Con todo, la demora del buque había sido para ellos un percance providencial. Florentino Ariza lo había leído alguna vez: “El amor se hace más grande y noble en la calamidad”. La humedad del Camarote Presidencial los sumergió en un letargo irreal en el cual era más fácil amarse sin preguntas. Vivían horas inimaginables cogidos de la mano en las poltronas de la baranda, se besaban despacio, gozaban la embriaguez de las caricias sin el estorbo de la exasperación. La tercera noche de sopor ella lo esperó con una botella de anisado, del que bebía a escondidas con la pandilla de la prima Hildebranda, y más tarde, ya casada y con hijos, encerrada con las amigas de su mundo prestado. Necesitaba un poco de aturdimiento para no pensar en su suerte con demasiada lucidez, pero Florentino Ariza creyó que era para darse valor en el paso final. Animado por esa ilusión se atrevió a explorar con la yema de los dedos su cuello marchito, el pecho acorazado de varillas metálicas, las caderas de huesos carcomidos, los muslos de venada vieja. Ella lo aceptó complacida con los ojos cerrados, pero sin estremecimientos, fumando y bebiendo a sorbos espaciados. Al final, cuando las caricias se deslizaron por su vientre, tenía ya bastante anís en el corazón.

– Si hemos de hacer pendejadas, hagámoslas -dijo-, pero que sea como la gente grande.

Lo llevó al dormitorio y empezó a desvestirse sin falsos pudores con las luces encendidas. Florentino Ariza se tendió bocarriba en la cama, tratando de recobrar el dominio, otra vez sin saber qué hacer con la piel del tigre que había matado. Ella le dijo: “No mires”. Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso.

– Porque no te va a gustar -dijo ella.

Entonces él la miró, y la vio desnuda hasta la cintura, tal como la había imaginado. Tenía los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un pellejo pálido y frío como el de una rana. Ella se tapó el pecho con la blusa que acababa de quitarse, y apagó la luz. Entonces él se incorporó y empezó a desvestirse en la oscuridad, tirando sobre ella cada pieza que se quitaba, y ella se las devolvía muerta de risa.

Permanecieron acostados bocarriba un largo rato, él más y más aturdido a medida que lo abandonaba la embriaguez, y ella tranquila, casi abúlica, pero rogando a Dios que no le diera por reír sin sentido, como siempre que se le iba la mano con el anís. Conversaron para entretener el tiempo. Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la casualidad inverosímil de estar desnudos en el camarote oscuro de un buque varado, cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte. Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual, y él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz:

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