Dos días después, sin embargo, recibió una carta de Fermina Daza en la cual le suplicaba no llamarla más. Sus razones eran válidas. Había tan pocos teléfonos en la ciudad, que la comunicación se hacía a través de una operadora que conocía a todos los abonados, su vida y sus milagros, y no importaba si no estaban en casa: los encontraba donde estuvieran. A cambio de tanta eficacia, se mantenía enterada de las conversaciones, descubría los secretos de la vida privada, los dramas mejor guardados, y no era raro que intercediera en un diálogo para introducir su punto de vista o apaciguar los ánimos. Por otra parte, en el curso de aquel año se había fundado La justicia, un diario vespertino cuya finalidad única era fustigar a las familias de apellidos largos, con nombres propios y sin consideraciones de ninguna índole, como represalia del propietario porque sus hijos no habían sido admitidos en el Club Social. A pesar de la limpieza de su vida, Fermina Daza se cuidaba entonces más que nunca de cuanto hablaba o hacía, aun con sus amistades íntimas. De modo que siguió ligada a Florentino Ariza por el hilo anacrónico de las cartas. La correspondencia de ida y vuelta llegó a ser tan frecuente e intensa, que él se olvidó de su pierna, del castigo de la cama, se olvidó de todo, y se consagró por completo a escribir en una mesita portátil de las que usaban en los hospitales para la comida de los enfermos.
Volvieron a tutearse, volvieron a intercambiar comentarios sobre sus vidas como en las cartas de antes, pero Florentino Ariza trató de ir otra vez con demasiada prisa: escribió el nombre de ella con puntadas de alfiler en los pétalos de una camelia, y se la mandó en una carta. Dos días después la recibió de vuelta sin ningún comentario. Fermina Daza no podía evitarlo: todo aquello le parecían cosas de niños. Más aún cuando Florentino Ariza insistió en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de Los Evangelios, los escondites de las cartas en el camino de la escuela, las clases de bordado bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una pregunta que parecía casual en medio de otros comentarios triviales: “¿Por qué te empeñas en hablar de lo que no existe?”. Más tarde le reprochó la terquedad estéril de no dejarse envejecer con naturalidad. Esa era, según ella, la causa de su precipitación y sus descalabros constantes en la evocación del pasado. No entendía cómo un hombre capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le habían dado para sobrellevar la viudez, se enredaba de aquel modo infantil cuando trataba de aplicarlas a su propia vida.
Los papeles se invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pues nunca fue tan buen alumno como ella. La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo, los deseos locos de verla, todo le demostraba que sus temores de la caída habían sido más certeros y trágicos de lo que había previsto. Por primera vez empezó a pensar de un modo racional en la realidad de la muerte.
Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le aplicaba las lavativas, le ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las úlceras de la espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad le causara otros males peores. Los sábados y domingos la relevaba América Vicuña, que en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había prometido mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía fluvial, en parte para amordazar la conciencia, y sobre todo para no enfrentarse a los reproches que ella no encontraba cómo hacer, ni a las explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se imaginó cuánto sufría ella en sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él, en su vida sin él, porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial del colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber de acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por un sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con ella, por un temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso. Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte.
No sólo las dos mujeres que se ocupaban de él, sino el mismo Florentino Ariza, se sorprendían de cuánto había cambiado. Apenas diez años antes había asaltado a una de sus criadas detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos tiempo que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros de zafra, los obligaron a casarse. No parecía posible que fuera el mismo hombre, aquel que manoseaban al derecho y al revés dos mujeres que hacía apenas unos meses lo hacían temblar de amor, que lo jabonaban por arriba y por debajo, lo secaban con toallas de algodón egipcio y le daban masajes de cuerpo entero, sin que soltara un suspiro de turbación. Cada quien tenía una explicación distinta para su inapetencia. Leona Cassiani pensaba que eran los preludios de la muerte. América Vicuña le atribuía un origen oculto cuya traza no acertaba a desentrañar. Sólo él sabía la verdad, y tenía nombre propio. De todos modos era injusto: más padecían ellas sirviéndole que él siendo tan bien servido.
Sólo tres martes le bastaron a Fermina Daza para darse cuenta de la falta que le hacían las visitas de Florentino Ariza. Lo pasaba muy bien con las amigas asiduas, mejor aún a medida que el tiempo la alejaba de las costumbres del esposo. Lucrecia del Real del Obispo había ido a Panamá a hacerse ver de un dolor de oído que no cedía con nada, y regresó muy aliviada al cabo de un mes, pero oyendo menos que antes con una trompetita que se ponía en la oreja. Fermina Daza era la amiga que toleraba mejor sus confusiones de preguntas y respuestas, y esto estimulaba tanto a Lucrecia que casi no había día en que no apareciera por allí a cualquier hora. Pero Fermina Daza no pudo sustituir con nadie la tardes sedantes de Florentino Ariza.
La memoria del pasado no redimía el futuro, como él se empeñaba en creer. Al contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel alboroto febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de revelárselo a él ni por correo ni en persona, ni le alcanzaba el corazón para decirle qué falsos le sonaban los sentimentalismos de sus cartas después de haber conocido el prodigio de consolación de sus meditaciones escritas, cómo lo devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba a su causa la insistencia maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas de antaño ni ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir que las tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él, tan solitarias e irrepetibles sin él.
En uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las caballerizas la radiola que su esposo le regaló en alguno de sus aniversarios, y que ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó a la ciudad. En las sombras de su duelo había resuelto no volver a usarla, pues una viuda de sus apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin ofender la memoria del muerto, así fuera en la intimidad. Pero después del tercer martes de abandono la hizo llevar de nuevo a la sala, no para disfrutar de las canciones sentimentales de la emisora de Riobamba, como antes, sino para llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas de Santiago de Cuba. Fue un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder el hábito de la lectura que su esposo le había inculcado con tanta aplicación desde el viaje de bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta el extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.