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Se aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De vez en cuando oía las noticias para saber lo que pasaba en el mundo, y en las pocas ocasiones en que se quedaba sola en la casa escuchaba con el volumen muy bajo, remotos y nítidos, los merengues de Santo Doomingo y las plenas de Puerto Rico. Una noche, en una estación desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y tanta claridad como si estuviera en la casa vecina, oyó una noticia desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su luna de miel en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes de remo por el botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que llevaban: catorce dólares. Su impresión fue mucho mayor cuando Lucrecia del Real le contó el relato completo publicado en un periódico local. La policía había descubierto que los ancianos muertos a garrotazos, ella de setenta y ocho años y él de ochenta y cuatro, eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones juntos desde hacía cuarenta años, pero ambos tenían sus matrimonios respectivos, estables y felices, y con familias numerosas. Fermina Daza, que nunca había llorado con los novelones radiales, tuvo que reprimir el nudo de lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente, Florentino Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la noticia.

No eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La justicia reveló a todo lo ancho de la primera plana y con fotos de los protagonistas, los supuestos amores ocultos del doctor Juvenal Urbino y Lucrecia del Real del Obispo. Se especulaba sobre los pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y sobre la complacencia del esposo, entregado a desafueros de sodomía con los negros de su ingenio azucarero. El relato publicado con enormes letras de madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de un cataclismo en la desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea cierta: Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de solteros y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En todo caso, no parecía que la publicación estuviera dirigida a mancillar el nombre del doctor Juvenal Urbino, cuya memoria gozaba del respeto unánime, sino a perjudicar al marido de Lucrecia del Real, elegido presidente del Club Social la semana anterior. El escándalo fue sofocado en pocas horas. Pero Lucrecia del Real no volvió a visitar a Fermina Daza, y ésta lo interpretó como un reconocimiento de la culpa.

Muy pronto quedó claro, sin embargo, que tampoco Fermina Daza estaba a salvo de los riesgos de su clase. La justicia se ensañó contra ella por su único flanco débil: los negocios del padre. Cuando éste tuvo que desterrarse a la fuerza, ella conoció un solo episodio de sus comercios turbios, tal como se lo contó Gala Placidia. Más tarde, cuando el doctor Urbino se lo confirmó después de la entrevista con el gobernador, quedó convencida de que su padre había sido víctima de una infamia. El hecho fue que dos agentes del gobierno se habían presentado con una orden de requisa en la casa del parque de Los Evangelios, la registraron de arriba abajo sin encontrar lo que buscaban, y al final ordenaron abrir el ropero con puertas de espejo de la antigua alcoba de Fermina Daza. Gala Placidia, sola en la casa y sin modos de prevenir a nadie, se negó a abrirlo con la excusa de que no tenía las llaves. Entonces uno de los agentes rompió el espejo de las puertas con la culata del revólver, y descubrió que entre el cristal y la madera había un espacio atiborrado de billetes falsos de cien dólares. Esta fue la culminación de una cadena de pistas que conducían hasta Lorenzo Daza como el eslabón último de una vasta operación internacional. Era un fraude maestro, pues los billetes tenían las marcas de agua del papel original: habían borrado billetes de un dólar por un procedimiento químico que parecía cosa de magia, y habían impreso en su lugar billetes de a cien. Lorenzo Daza alegó que el ropero había sido comprado mucho después del matrimonio de la hija, y que debió llegar a la casa con los billetes escondidos, pero la policía comprobó que estaba allí desde que Fermina Daza iba al colegio. Nadie sino él mismo hubiera podido esconder la falsa fortuna detrás de los espejos. Eso fue lo único que el doctor Urbino le contó a su esposa cuando se comprometió con el gobernador a mandar al suegro de regreso a su tierra para tapar el escándalo. Pero el diario contaba mucho más.

Contaba que durante una de las tantas guerras civiles del siglo anterior, Lorenzo Daza había sido intermediario entre el gobierno del presidente liberal Aquileo Parra y un tal Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, que estuvo demorado aquí varios meses en la tripulación del mercante Saint Antoine, de bandera francesa, tratando de definir un confuso negocio de armas. Korzeniowski, que más tarde se haría célebre en el mundo con el nombre de Joseph Conrad, hizo contacto no se sabía cómo con Lorenzo Daza, quien le compró el cargamento de armas por cuenta del gobierno, con sus credenciales y sus recibos en regla, y pagado en oro de ley. Según la versión del periódico, Lorenzo Daza dio por desaparecidas las armas en un asalto improbable, y las volvió a vender por el doble de su precio real a los conservadores en guerra contra el gobierno.

También contaba La Justicia que Lorenzo Daza compró a muy bajo precio un cargamento de botas sobrantes del ejército inglés, por los tiempos en que el general Rafael Reyes fundó la Marina de Guerra, y con esa sola operación dobló su fortuna en seis meses. Según el diario, cuando el cargamento llegó a este puerto, Lorenzo Daza se negó a recibirlo porque sólo venían las botas del pie derecho, pero fue el único concurrente cuando la aduana lo sacó a remate de acuerdo con las leyes vigentes, y lo compró por una suma simbólica de cien pesos. Por esos mismos días, un cómplice suyo compró en iguales condiciones el cargamento de botas izquierdas, que había llegado por la aduana de Riohacha. Una vez puestas en orden, Lorenzo Daza se valió de su parentesco político con los Urbino de la Calle, y le vendió las botas a la nueva Marina de Guerra con una ganancia del dos mil por ciento.

La información de la justicia terminaba diciendo que Lorenzo Daza no abandonó a San Juan de la Ciénaga a fines del siglo anterior en busca de mejores aires para el porvenir de su hija, como a él le gustaba decir, sino por haber sido sorprendido en la próspera industria de mezclar tabaco de importación con papel picado, y de un modo tan hábil, que ni los fumadores refinados notaban el engaño. También se revelaban sus vínculos con una empresa clandestina internacional, cuya actividad más fructífera a fines del siglo anterior había sido la introducción ilegal de chinos desde Panamá. En cambio, el sospechoso negocio de mulas, que tanto había dañado su reputación, parecía ser el único honesto que había tenido jamás.

Cuando Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por primera vez con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la casa de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El doctor Urbino Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su exilio, le había hablado de la consternación que le causaron a su madre las dos publicaciones de La justicia. La primera le provocó una rabia tan insensata por la infidelidad del marido y la traición de la amiga, que renunció a la costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada mes, porque la sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios que quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir, con quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido al menos un hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación sobre Lorenzo Daza no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación misma, o el descubrimiento tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero una de las dos, o ambas, la habían aniquilado. El cabello color de acero limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía entonces de hilachas amarillas de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el brillo de antaño ni con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le notaba en cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar, encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez en póblico y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que ella misma liaba, como le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios que se encontraban en el comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para enrollarlos. Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había devuelto el carácter cerril de los veinte años.

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