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El doctor Urbino Daza correspondía a su imagen pública: era de recursos escasos, de maneras torpes, y sufría de unos sobresaltos súbitos, ya fueran de alegría o de disgusto, y de unos rubores inoportunos que hacían temer por su fortaleza mental. Pero era sin lugar a dudas, y se le notaba demasiado a primera vista, lo que Florentino Ariza temía más que se dijera de él: un hombre bueno. Su mujer, en cambio, era vivaz y con una chispa plebeya, oportuna y certera, que le daba un toque más humano a su elegancia. No podía desearse una pareja mejor para jugar a las cartas, y la insaciable necesidad de amor de Florentino Ariza quedó colmada con la ilusión de sentirse en familia.

Una noche, cuando salían juntos de la casa, el doctor Urbino Daza le pidió que almorzara con él: “Mañana, a las doce y media en punto, en el Club Social”. Era un manjar exquisito con un vino envenenado: el Club Social se reservaba el derecho de admisión por motivos diversos, y uno de los más importantes era la condición de hijo natural. El tío León XII había tenido experiencias irritantes en ese sentido, y el mismo Florentino Ariza había sufrido la vergüenza de que lo hicieran salir cuando ya estaba sentado a la mesa, por invitación de un socio fundador. Éste, a quien Florentino Ariza le hacía favores difíciles en el comercio fluvial, no tuvo más recurso que llevarlo a comer a otra parte.

– Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos -le dijo.

No obstante, Florentino Ariza corrió el riesgo con el doctor Urbino Daza, y fue recibido con un tratamiento especial, aunque no le pidieron firmar el libro de oro de los invitados notables. El almuerzo fue breve, de los dos solos, y transcurrió en tono menor. Los temores que inquietaban a Florentino Ariza desde la tarde anterior en relación con aquel encuentro, se disiparon con la copa de oporto del aperitivo. El doctor Urbino Daza quería hablarle de su madre. Por lo mucho que le dijo, Florentino Ariza se dio cuenta de que ella le había hablado de él. Y algo todavía más sorprendente: le había mentido en favor suyo. Le contó que eran amigos desde niños, que jugaban juntos desde que ella llegó de San Juan de la Ciénaga, que era él quien le había iniciado en sus primeras lecturas, por lo cual le guardaba una vieja gratitud. Le había dicho además que a menudo, cuando ella salía de la escuela, pasaba muchas horas con Tránsito Ariza haciendo prodigios de bordado en la mercería, pues era una maestra notable, y que si no había seguido viendo a Florentino Ariza con la misma frecuencia no había sido por su gusto sino por la divergencia de sus vidas.

Antes de llegar al fondo de sus propósitos, el doctor Urbino Daza hizo algunas divagaciones sobre la vejez. Pensaba que el mundo iría más rápido sin el estorbo de los ancianos. Dijo: “La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”. Preveía un futuro más humanitario, y por lo mismo más civilizado, en que los seres humanos fueran aislados en ciudades marginales desde las que no pudieran valerse de sí mismos, para evitarles la vergüenza, los sufrimientos, la soledad espantosa de la vejez. Desde el punto de vista médico, según él, el límite podían ser los sesenta años. Pero mientras se llegaba a ese grado de caridad, la única solución eran los asilos, donde los ancianos se consolaban los unos a los otros, se identificaban en sus gustos y sus aversiones, en sus resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias naturales con las generaciones siguientes. Dijo: “Los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Pues bien: el doctor Urbino Daza quería agradecerle a Florentino Ariza la buena compañía que le daba a su madre en la soledad de la viudez, le suplicaba que siguiera haciéndolo para bien de ambos y comodidad de todos, y que tuviera paciencia con sus humores seniles. Florentino Ariza se sintió aliviado con la solución de la entrevista. “Esté tranquilo -le dijo-. Soy cuatro años mayor que ella, y no sólo ahora, sino desde antes, mucho antes que usted naciera.” Luego cedió a la tentación de desahogarse con una puntada de ironía.

– En la sociedad del futuro -concluyó-, usted tendría que ir ahora al camposanto, a llevarnos a ella y a mí un ramo de anturios para el almuerzo.

El doctor Urbino Daza no había reparado hasta entonces en la inconveniencia de su profecía, y se metió por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo. Pero Florentino Ariza lo ayudó a salir. Estaba radiante, pues sabía que tarde o temprano iba a tener un encuentro como aquel con el doctor Urbino Daza, para cumplir con un requisito social ineludible: la petición formal de la mano de su madre. El almuerzo fue muy alentador, no sólo por el motivo mismo, sino porque le demostró qué fácil y bien recibida iba a ser aquella petición inexorable. Si hubiera contado con el consentimiento de Fermina Daza, ninguna ocasión hubiera sido más propicia. Más aún: después de lo que habían hablado en aquel almuerzo histórico, el formalismo de la solicitud salía sobrando.

Florentino Ariza subía y bajaba las escaleras con un cuidado especial, aun siendo joven, porque siempre había pensado que la vejez empezaba con una primera caída sin importancia, y la muerte seguía con la segunda. Más peligrosa que todas las escaleras le parecía la de sus oficinas, por empinada y de espacios estrechos, y desde mucho antes que tuviera que forzarse para no arrastrar los pies la subía mirando bien los peldaños y agarrado del barandal con ambas manos. Muchas veces le sugirieron cambiarla por otra escalera menos arriesgada, pero la decisión quedaba siempre para el mes entrante, porque a él le parecía una concesión a la vejez. A medida que pasaban los años demoraba más para subir, no porque le costara más trabajo, como él se apresuraba a explicar, sino porque cada vez subía con más cuidado. Sin embargo, la tarde en que regresó del almuerzo con el doctor Urbino Daza, después de la copa de oporto del aperitivo y medio vaso de vino tinto con la comida, y sobre todo después de la conversación triunfal, trató de alcanzar el tercer peldaño con un paso de baile tan juvenil que se dobló el tobillo izquierdo, cayó de espaldas, y no se mató de milagro. En el momento en que caía tuvo bastante lucidez para pensar que no iba a morir de aquel tropiezo, porque no era posible en la lógica de la vida que dos hombres que habían amado tanto durante tantos años a la misma mujer, pudieran morir del mismo modo con sólo un año de diferencia. Tuvo razón. Le pusieron una coraza de yeso desde el pie hasta la pantorrilla, y lo obligaron a permanecer inmóvil en la cama, pero siguió más vivo que antes de la caída. Cuando el médico le ordenó los sesenta días de invalidez, no pudo creer en tanta desdicha.

– No me haga esto, doctor -le imploró-. Dos meses de los míos son como diez años de los suyos.

Varias veces trató de levantarse cargando la pierna de estatua con las dos manos, y siempre lo venció la realidad. Pero cuando por fin volvió a caminar con el tobillo todavía dolorido y la espalda en carne viva, tuvo motivos de sobra para creer que el destino había premiado su perseverancia con una caída providencial.

Su día peor fue el primer lunes. El dolor había cedido, y el pronóstico médico era muy alentador, pero él se negaba a aceptar el fatalismo de no ver a Fermina Daza la tarde siguiente, por primera vez en cuatro meses. No obstante, después de una siesta de resignación se sometió a la realidad y le escribió una esquela de excusa. La escribió a mano, en papel perfumado y con tinta luminosa para leer en la oscuridad, y dramatizó sin pudores la gravedad del percance tratando de suscitar su compasión. Ella le contestó dos días más tarde, muy conmovida, muy amable, pero sin una palabra de más ni de menos, como en los grandes días del amor. Él atrapó al vuelo la ocasión y le volvió a escribir. Cuando ella le contestó por segunda vez, él decidió ir mucho más lejos que en las conversaciones cifradas de los martes, y se hizo instalar un teléfono junto a la cama con el pretexto de vigilar el curso diario de la empresa. Pidió a la operadora central que lo comunicara con el número de tres cifras que sabía de memoria desde que llamó por primera vez. La voz de timbres apagados, tensa por el misterio de la distancia, la voz amada contestó, reconoció la otra voz, y se despidió después de tres frases convencionales de saludo. Florentino Ariza quedó desconsolado por su indiferencia: estaban otra vez en el principio.

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