– ¿De quién es esta ropa?
Ulrich no pestañeó.
– ¿De quién?
Bajó la cabeza.
– ¿Lo viste huir? ¿Iba de paisano?
Afirmó sin mirar a Franz.
– ¿Iba con una mujer? ¿Antes de huir te ordenó dar aviso a la fuerza de defensa de la proximidad de los americanos? ¿Antes de huir les dijo a los niños como tú que la gloria de la patria exigía que ustedes dieran la batalla final? ¿Que ustedes derramaran su sangre?
Ulrich afirmó y lloró con una mueca y por fin lloró sin contención y se arrojó en brazos de Franz, con ese llanto de coraje frustrado y de incomprensión que Franz quiso corresponder con otro llanto, interno, seco, que le provocaría esa imagen de los jefes en fuga con sus mujeres y su dinero y sus objetos de arte y de los niños y los viejos con las pequeñas granadas de mano representando la última defensa, el acto inútil y si él lo supo entonces, más tarde lo sabrían todos, siempre lo supieron todos y por eso meses después, vestido con ese traje robado, demasiado pequeño para él, ese viejo traje dominguero, gris con rayas blancas, sin botones, gastado en los codos y las asentaderas y las valencianas que soltaban sus hilos grises, al caminar perdido por los campos muertos donde los transportes inservibles y las bazukas enmohecidas se hundían en el lodo del invierno y dormían bajo el heno olvidado, por las ciudades muertas donde las cáscaras negras de las catedrales se levantaban aún, presidiendo el rumor de los pies descalzos y el correteo silencioso de los mendigos y las prostitutas, en busca del camino de regreso a Praga, sin saber nada, sin enterarse de nada, obsesionado sólo con el regreso y la búsqueda de algo cierto, aunque fuese una lápida en el cementerio judío, ya no se detuvo a mirar los cuerpos en los bosques, ni a inquirir sobre los propósitos de esas familias que entraban a los parques con sus mejores ropas y un banco de cocina y luego eran encontradas colgando de los árboles. No quiso ver o enterarse y sólo sintió que el único patriotismo digno de una medalla era el patriotismo de hundirse en la tierra y servir de carretera o sembrado o abono y perderse bajo las ruedas de los camiones y los tractores, para siempre.
– Ven. Tenemos que salir de aquí.
Deja esa maleta. Ulrich negó; dijo que los americanos ya habían tomado la aldea. Franz dijo que era mejor entregarse, vestidos así. Tomó al muchacho de la mano y bajaron del altillo a la vieja forja y salieron al campo del verano, a las lomas lejanas por donde avanzaba el rumor de los cañones, a la tierra cubierta de tréboles y margaritas, al sol que quería seguir siendo esa imagen de felicidad que sus padres quisieron defender con todo esto, con todo lo que podría negarla. El campo abierto transformó al niño. Apretó la mano de Franz y le dijo que en la aldea les darían de comer. Empezó a hablar de sus amigos y a imaginarse cómo les había ido a ellos, que también fueron mandados al campo a defender la carretera o el puente o a dar aviso a la fuerza de defensa y quizás ahora todos, como él, irían de regreso, si era cierto que la guerra había terminado; eso decían unos campesinos viejos hace un rato, cuando él regresaba al granero con la maleta: que la guerra había terminado pero muchos aún no se enteraban y seguían luchando, porque antes les habían dicho y repetido que aunque oyeran decir que la guerra había terminado todos debían seguir luchando hasta que no quedara un alemán vivo: el enemigo no debería encontrar un solo alemán vivo, repitió el muchacho y los dos caminan apoyados uno contra otro, abrazados, rumbo a la aldea y en el cerebro de Franz empieza a penetrar la única noción que, escondido en el granero, no se le había ocurrido: que así, repentinamente, todo pudo haber terminado, con una declaración, y que, sin embargo, nada era restituible. Como su propio cuerpo, ahora que, bajo el sol, podía sentirlo íntegro, carecía de algo, de una tensión difícil de localizar, de esa vibración de arco tendido que en vano buscara dentro o fuera de él, en el nuevo orden de células y escamas y arterias y nervios y venas y pilosidades y glóbulos y córneas con que avanzaba, abrazado a este niño, por la ribera de un río dormido. Se detuvo y le pidió a Ulrich un poco de agua. El muchacho apartó los mechones de pelo rubio de la frente y destapó la cantimplora. Rió; la volteó; estaba vacía. Volvió a reír y empezó a correr, difícilmente, con la rodilla dolorosa por la pendiente de vilanos hacia el río; se detuvo a medio descenso, agitó el brazo, saludando a Franz, rodeado del vuelo de los vilanos desprendidos por su carrera, que se levantaban como ínfimas mariposas blancas. Ulrich llegó a la orilla y se hincó con la cantimplora a llenarla. Sonaron los disparos de rifle, secos, sin respuesta; Ulrich gritó y cayó de bruces en el río y ya no se movió. Y por primera vez en toda la guerra Franz gritó también, se detuvo allá arriba, buscó un auxilio engañoso y corrió entre los vilanos, hacia el cuerpo de Ulrich, corrió convocando algo, urgiendo a la tierra que pisaba, a los vilanos desprendidos por la brisa, al sol mismo, que le regalaran a ese niño un poco de la vida indiferente que todo eso quería proclamar y también los dos soldados avanzaban hacia ellos cuando Franz se hincó junto al cuerpo de Ulrich y levantó su cabeza del río y le besó la sien y la mejilla y los dos soldados norteamericanos llegaron con sus botas cortas hundidas en el lodo y uno se hincó también y meneó el casco y dijo:
– Goddamit. Just a kid.
y el otro, de pie, cortó cartucho y dijo:
– We were just practicin’. It was just target practice. How the hell did I know I could hit him at that range?
y con el mango del rifle pegó sobre el hombro de Franz y añadió:
– Sorry, Buster. The war’s over. Come on with us.
Franz cayó llorando sobre la espalda de Ulrich.
– En el asilo de Charenton -dijo Javier cuando todos ustedes dieron la espalda al manicomio de Cholula- estaban encerrados no sólo los enfermos mentales. También los libertinos y los pródigos.
– Miren-. Isabel miró el patio por última vez.
Un loco alegre quería amarrarse los zapatos y se reía de su intento.
– ¡Qué horror! ¡Miren qué dientes pela!
Franz recorrió con un dedo la piedra de la balaustrada, recogiendo el polvo: -Así es la gente cuando la encierran. Se agarra de cualquier cosa para sentirse contenta. Generalmente las cosas que les provocan alegría no son muy alegres en sí. Sólo son novedosas, rompen la monotonía.
– Es algo más -dijo Javier, acodado de nuevo-. Miren la furia de su alegría. Es como una traición a su tristeza habitual. Es como si quisiera matar su alegría…
– Es que saben que es breve -dijiste, dragona-. Vámonos. Por favor. Vámonos.
– Vamos dentro de la pirámide -dijo Isabel, pasándose las manos por el pelo sedoso y largo.
– Quizás allí la locura sea peor -dijiste, ah mi angustiosa.
Descendieron levantando el polvo del costado pino de la pirámide.
– Daban funciones…-murmuró Javier.
– ¿Qué?
– En Charenton los locos eran ofrecidos como espectáculo a los burgueses de París-. Javier caminaba con la cabeza inclinada hacia adelante y las manos clavadas en los bolsillos del pantalón. -Y los burgueses regresaban a sus casas con la conciencia tranquila. Ellas no eran así-. Te miró, dragona. -¿Quién puede escribir y temer que no hace lo mismo? Qué indecencia, presentar el horror sólo para que un banquero diga, gracias Dios mío, porque no soy como los monstruos que acabo de ver… El pobre autor puede creer de buena fe que es capaz de escandalizar a los burgueses. Vaya risa. Después de La edad de oro, los burgueses se inventaron su mecanismo interno de defensa. ¿Ustedes creen que Tennessee Williams los escandaliza? No. Sólo los conforta, como los locos de Charenton.
Desde la plaza, llegó la música de los danzones ofrecidos a las señoritas de la localidad. Franz dijo, como si no hubiese escuchado a Javier: