Me los fui fichando, poco detrás de ustedes, cuando ascendieron a paso lento por el camino de piedra que, casi verticalmente, conduce del pie de la pirámide a la capilla española de la cima. La pirámide cubierta de tierra, de pirules desgreñados, de abrojos que arañan la terracería casi desapareada bajo la cual yace la mole de piedra: las siete pirámides contenidas una dentro de la otra, la primera recubierta por la segunda y la segunda por la tercera hasta llegar a la séptima, lo que fue el Gran Cu de Cholula. Cada cincuenta y dos años, una nueva pirámide cubría la anterior, al cumplirse el ciclo indígena que exigía, como homenaje a lo nuevo, la desaparición de lo viejo. Y ustedes subían a la cima de la pirámide de pirámides, la que encontraron los españoles. Un paisaje dulce y llano nos rodeaba, un panorama con centenares de iglesias distribuidas sobre el gran valle circular, encerrado entre los puntos cardinales del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl nevados al occidente, las enormes faldas de la Malinche al oriente, los macizos de la Sierra Madre al sur, la lejana estrella blanca del Pico de Orizaba al norte: el valle, plano, punteado de árboles de copa redonda y cuadrados verdes y cúpulas de azulejo, brillaba bajo el sol, entre la calina que alejaba o disfrazaba los grandes conos volcánicos. Una Umbría rodeada de fuego y humo y hielo.
Llegaron sin aliento al mirador que rodea la capilla de yeso amarillo levantada sobre la plataforma trunca de la pirámide, la última respuesta de España al mundo subterráneo de piedra y monstruos sagrados, oculto bajo esta iglesia del Rosario y la tierra acumulada de más de cuatro siglos. Entraron al pequeño santuario, vigilado por cuatro cipreses delgados en el atrio. Al fondo de la nave, bajo una campana de cristal, la Virgen de los Remedios, una muñeca diminuta con falda ampona, es sostenida por la media luna que remeda los cuernos del toro; la miraron y salieron. Se detuvieron en el mirador y fue Isabel la primera en darse cuenta de que a sus pies se levantaba una fachada fin de siglo, de ladrillo amarillo y rojo, un pórtico neoclásico con balaustradas de piedra y rejas altas, detrás del cual se sucedían los patios con palmeras plantadas en el centro y estrechos caminos de grava entre las palmeras y las habitaciones de puertas y ventanas enrejadas.
– ¿Qué son? -preguntó Isabel-. ¿Qué son?
Los hombres que se paseaban por los patios y corredores, empequeñecidos por la altura del mirador en la cima de la pirámide: los hombres rapados, vestidos con casacas y pantalones grises, muchos de ellos descalzos, que se paseaban con las cabezas bajas, a veces acompañados de otros hombres vestidos de blanco. Se sentaban en las bancas de piedra de los patios con las manos ocultándoles las orejas, o se rascaban las costillas y las cabezas rasuradas, o se frotaban los ojos, o miraban al cielo con la boca abierta, o se sentaban junto al pasto y acercaban el pie descalzo a la cara para hurgarse las uñas.
– Es el manicomio de Cholula -dijo Javier.
Las palomas pasaron volando sobre los patios. Un recluido manejaba un radio transistor, haciendo pasar la aguja del cuadrante con rapidez de las voces a la música y por fin la detuvo en una estación y un dúo cantaba un corrido del Norte y el aire acercaba y alejaba las palabras, Valentín como era hombre de nada les dio razón…
Parecía que otros se iban a acercar a éste. Era una ilusión. Lo rondaron sin curiosidad y se alejaron. Uno de ellos, un rapado con los ojos verdes, arrastraba un cordón sobre la grava y la música del transistor ascendía, apagada, hasta el mirador de la iglesia, éstas son las mañanitas de un hombre valiente que fue Valentín. Tú apoyaste los codos sobre la balaustrada amarilla. Los rostros no se levantaban hacia ustedes. Un grupo de hombres morenos, vestidos de gris, se sentó sobre una banca y uno de ellos tenía un portaviandas junto a las rodillas y empezó a separar las escudillas de porcelana y a distribuirlas entre sus compañeros. Todos sabemos -ellos, ustedes, yo- que están vacías. Si hemos de morir más tarde, pues moriremos temprano.
El hombre del portaviandas agitó los brazos. Debió decir algo, pero allá arriba no se escuchó. El transistor sí. El loco hizo un gesto con la mano, cerrando el puño pero dejando el pulgar libre y apuntando hacia el suelo, como un Nerón que está mandando a los gladiadores a empujar margaritas.
– Está pidiendo sal -dijo Javier, que de niño no comprendía estos gestos. Miró a Franz, pero en la mirada del otro no había nada. En todo caso, esa solemnidad que algunos adoptan cuando observan lo que la fama pública ha denominado de interés, y hasta de interés científico. Sí, dragona, velos de lejos, porque si te identificas, si te acercas… Ven a mis brazos, Betele, apriétame fuerte. Prende la luz. La luz, por favor. No me asustes, Betele. Véngase prieto a mis brazos. Un recluso se bajó los pantalones y otro se arrodilló detrás de él y el enfermero corrió, vestido de blanco, a separarlos y se escuchó una campana, madre mía de Guadalupe, y el médico pasó entre los locos mientras otro enfermero leía en voz alta una lista, por tu religión me van a matar. Javier miró a Franz. Y Franz le devolvió la mirada.
El granero está vacío pero las sombras le parecen suficientes para ocultarse; se dice, sentado con las piernas abiertas en el suelo del altillo de madera, que precisamente la ausencia de trigo, paja, caballos, asegura que nadie vendrá más a esta ruina rodeada de un campo de verano; ni siquiera herraduras quedan; queda sólo un soplete de cuero junto a un fogón apagado y también los fierros, los martillos, los clavos han desaparecido y Franz, después, se coloca en cuatro patas y empieza a recoger cabos, astillas apenas de las pajuelas rotas, el mínimo residuo escondido, a veces, entre los intersticios de las tablas gruesas que forman este altillo donde la única realidad es el hambre, un hambre que adopta las formas de ese campo exterior donde quisiera estar, pues el sol se convierte en hermano de la abundancia, y la abundancia es apenas una visión de la modestia, de la vida limitada, severa y sin sobresaltos que ahora regresa a su cerebro claro, de puntas afiladas, como si el hambre hubiese limpiado las células nerviosas de un exceso, de una gordura y ahora, desnudos, esos foquillos blancos del pensamiento le devolviesen una imagen perdida y recuperada de bienestar mínimo, en su casa de Praga, al lado de sus padres, los alemanes sudetes que -sólo ahora, quizás nunca más, quizás para siempre, lo entiende- querían y creían defender ese orden, esa estabilidad, ese bienestar. A gatas en la oscuridad del granero, mientras recoge lo que puede, siente el nacimiento de esa risa casi hormonal, salida de los testículos, de la semilla, que lo conforta sólo porque le permite darse cuenta de que, aun en esta situación, o acaso por ella, su mente puede agudizarse como un alfiler y comprender y aceptar eso, y reír con ello, ahora, aquí, en cuatro patas y buscando pajuelas olvidadas, vestido con un uniforme manchado y desgarrado y unas botas empasteladas de lodo, ahora puede reír y pensar que lo que sus padres deseaban era lo que iba a ser destruido con el apoyo de sus padres. Dejó de reír, con las pajas reunidas en el puño. Los imaginó con tal nitidez. Esa pareja que pasó de la adolescencia a la ancianidad, que nunca pudo comprender aquella matanza, aquellos desplazamientos de fortunas y fronteras, aquella inflación monetaria y que luego se consoló, meneando la cabeza y diciendo, primero: “Estudió arquitectura. Es de nuestra clase”, y luego: “Ha construido los autobahn y ha impuesto el orden”, y por fin: “Nos ha devuelto el orgullo”. Volvió a recargarse contra la pared de madera y mantuvo las pajas en el puño y con la otra mano sacó del parche de la túnica ese documento y trató de sonreír. Lo extendió frente a él y, nuevamente, rasgó una tira del papel arrugado, ennegrecido, vació las pajas dentro de él, lo enrolló y con la saliva lo ligó mientras buscaba en las bolsas del pantalón la caja de cerillas que, eso sí, habían resistido la humedad, el fuego y el lodo. Excelente manufactura, aun en estas condiciones. Eficacia. Fumó lentamente, con una mueca y toses repetidas pero contento de que este sucedáneo disfrazaba el hambre, distraía los jugos gástricos y la presencia central del estómago, permitiéndole, con la mano libre, acariciar sus facciones e intentar un recuerdo de su propio rostro que ahora se comunicaba, a través de las yemas sensibles, como la máscara de una catedral, la faz de un santo gótico, o, más bien, de un estilita del desierto que hubiese renunciado, no sólo a la consolación de la carne, sino a la razón del espíritu: un anacoreta idiota, que lo mismo vegetaría, en un trance sin significación, en la columna solitaria como en medio de la alegre sordidez picaresca de una aldea de rufianes. Porque era inútil que la piel se pegara de esa manera a los huesos, a los pómulos ríspidos con la barba de siete días, al frontal surcado de lodo, al mentón por donde escurría, ahora, una ligera baba, la saliva del hambre insatisfecha, de la gastritis excitada por un cigarrillo de paja. La lucidez, obsequio del hambre, también le impedía dormir y, una vez consumido el delgado cigarrillo, le obligó a entretenerse husmeando, reteniendo esa segunda alimentación que pueden ser los olores secuestrados por un granero que también sirvió de establo y herrería y que ahora, con los ojos cerrados, Franz recuperaba, inventando la atmósfera perdida del fuego de carbón y su humo seco, fósil, terreo, que podría envolverlo dulcemente, con lentitud, con el recuerdo de algún bosque podrido, descompuesto poco a poco, como la memoria de los sudores nerviosos de un caballo, el olor a excremento, a fertilizante, a otra putrefacción, el olor que retienen los fierros aceitados y quemados, el aroma leve de la avena y la alfalfa, la fermentación del lúpulo, le confirmaba, escondido aquí, en la única certeza válida para este momento: el mundo es creado por la percepción. No, no lo creía siempre, sólo ahora, pero ahora, también, no tenía cómo expresar la oposición a esa certeza y cada acto suyo, desde la retirada -rió: la fuga- era sólo una ilustración, a pesar de ser suyo, sólo suyo; sí supo, lúcido, que era a la vez suyo y ajeno, representativo, y que podía, debía, no le quedaba más remedio que jugar ese papel en el que la mano izquierda hace una cosa y la derecha otra, la cabeza piensa una y el corazón otra, la acción realiza una y el temperamento otra. Levantó la cabeza y apartó la espalda de la pared. Otra tos. Se llevó la mano a la funda vacía de la pistola que arrojó al río antes, cuando disparó por última vez, con ese gesto de falso heroísmo, de renuncia, de miedo, de fatalidad y de anhelo del fin que tardaba en llegar. Y detrás de la tos, algo se arrastra y algo gime; no, no así, en la percepción inmediata que este nuevo claustro, imprevisto, jamás imaginable antes de llegar a él, nunca proyectado por el exceso o la normalidad de su vida hasta el momento de entrar a él, encontrar su refugio y convertirlo, desde ese momento -y para el resto de su tiempo: refugio doloroso de tablones y oscuridades frías, de pajuelas perdidas y fuelles olvidados, que es lo único que sabemos recordar- en su santuario personal: tenía que creer que aquí nadie lo descubriría. Se arrojó boca abajo, sin defensa, o sin más defensa que la lucidez del hambre y la soledad. Desde el altillo, la oscuridad lo protegía y lo invalidaba: no era visto, pero no podía ver. Y en esa espera de que algo o alguien que tosía y se arrastraba llegara al segmento de luz de verano que dejaba pasar la ventana lateral del granero, encima del fogón apagado, pudo sentirse solo ahora que alguien se acercaba a él: solo por primera vez en tantos años, solo y sin órdenes, solo y por primera vez capaz de detenerse un instante, así, boca abajo, y decirse que nadie puede culpar a otro, sólo hay culpa propia, y se sintió aliviado de haberlo pensado, y sólo pensando, quizás, porque tenía hambre y estaba, él también, solo, ahora que allá abajo ese cuerpo fue tocado por la luz de la que también huía eso, ese uniforme gris, reconocible, y esa gorra que pretendía ser militar y nunca pareció sino lo que era: una gorra de escolapio que ahora cayó para revelar la cabeza rubia, el pelo -entonces sonrió- suelto y sedoso como las hebras del maíz que, acaso, guardó una vez, en otra ocasión más feliz, este granero. La percepción le dijo en seguida: es un niño. ¿Pero la realidad significa la verdad? Ahora que se incorporó, apoyándose penosamente contra el fogón, vio algo más que un niño: un inocente que, habiendo huido de la luz de los campos y de los rumores de cañón que, al oriente y al occidente, venían acercándose a ellos día con día, porque la luz lo revelaba, había entrado a este granero a esconderse y sin embargo seguía detenido dentro del margen de luz, la franja arrojada por la ventana; Franz gritó desde el altillo, le gritó que no se quedara allí, bruto, ahora que, de pie, el muchacho revelaba ese uniforme grueso y mal hecho de los últimos reclutas, los de pantalón corto y espinillas en la nariz, y el muchacho giró sobre sí mismo y el sol también cegó los ojos azules y las manos inermes, perdidas, que buscaban con desesperación de donde asirse; volvió a caer con una mueca y las dos manos apretando la rodilla. Franz descendió a recogerlo, a salvarlo de esa zona de luz donde el muchacho cayó con una mueca involuntaria y lo tomó entre los brazos para regresar al altillo y hacía siglos, todos los siglos de estos días finales, que no tocaba la carne de otro ser, que no la abrazaba, sin quererlo, porque ahora su mano izquierda no sabe lo que hace la derecha, ni su pensamiento camina de acuerdo con su corazón, y tiene que aprovechar, sudoroso, débil, con la voz irritada que sale de su garganta roja y seca y pedregosa, ahora que puede tener en brazos este cuerpo y ascender con él al escondite, con este cuerpo que huele al sudor joven, aún infantil, de los niños mal lavados de los internados, cuando en el calor y los juegos de la vacación se forman surcos de sudor y tierra negra en las axilas lisas, y el pelo rubio y lacio le cae sobre la frente como si acabara de ganar una carrera y su fatiga debe ser, no de una herida, sino de un día de deportes, tiene que aprovechar para reconocerlo y disculparlo y decirle en voz baja que él, ese niño, no es culpable de nada, sólo obedeció, como él, Franz, sólo obedeció y todos lo dijeron, ¿no?, los oficiales, porque él era un oficial, un arquitecto adscrito al ejército, que no había culpa en servir al ejército, el ejército era anterior a todo, era la nación misma, y el ejército debía ganar la guerra para liquidar al partido y a los jefes, sí, y este niño no podía ser culpable. Lo recostó en el altillo; el muchacho traía una cantimplora colgándole de la espalda. Pasó la correa sobre la cabeza, la destapó y la acercó a los labios. El muchacho trató de abrir los ojos, se llevó una mano al hombro y lo miró. Miró el uniforme. Luego los ojos. Tomó la mano de Franz y dijo, confuso, atropellado, que estaba contento de haberlo encontrado; era el único oficial que encontró después de medio día de recorrer el campo; tenía que cumplir una orden; ¿cuál orden?, le preguntó Franz; me mandaron a avisarle a la fuerza de defensa que los americanos están a doce kilómetros nada más; me dieron estas granadas de mano -volvió a tocarse el hombro y las granaderas de lona que colgaban sobre su pecho; Franz se las arrancó y dijo que ya no había tal fuerza de defensa, ni eso siquiera y le pidió que escuchara, que escuchara bien y los dos, en silencio, el muchacho recostado, Franz de hinojos frente a él, oyeron los cañones cercanos, al este y al oeste; le dijo al muchacho que regresara a su casa; ¿dónde vivía?; ¿en la aldea?; ¿a seis kilómetros de distancia?; debía regresar; pero el muchacho imploró con la mirada y Franz se preguntó qué podían hacer juntos y se dijo que el muchacho debía regresar a su aldea y quitarse ese uniforme; ¿qué edad tienes?; acabo de cumplir doce; entonces quítate el uniforme. Lo desabotonó rápidamente, arrojó a un lado la casaca de lana y el muchacho -me llamo Ulrich, dijo, limpiándose la nariz con la mano abierta- quedó en camiseta y Franz se dijo que debía regresar a su casa pero no se lo dijo a Ulrich, su corazón decía una cosa y su cabeza otra distinta: ¿qué te pasó en la pierna? Ulrich rió y se acarició la rodilla: no es nada, caí en una zanja, qué bruto, soy muy bueno en la bicicleta y apenas salí corriendo solo por el campo caí en una zanja y me torcí algo. Pero si su mirada tenía esa confianza, era porque esperaba del hombre una orden inmediata y por eso la conversación era tan rápida y segura, porque ya se estableció el orden, la jerarquía y el muchacho estaba a salvo porque tenía de quién recibir órdenes y Franz lo supo y le explicó: tengo que deshacerme del uniforme y encontrar un traje de paisano; y Ulrich no dudó y Franz había temido que reflexionara, que le preguntara algo, ¿ya terminó la guerra?, ¿por qué quiere quitarse el uniforme?, ¿va a desertar? y Franz ya no podía explicar una vez más, ahora a un niño, después de convencerse a sí mismo: todo es inútil y no hay escape y yo necesito un traje de paisano pronto, pero Ulrich no dudó, lo miró con una sonrisa en los ojos y le dijo que él había visto, ayer en la noche, a una pareja en motocicleta esconder una maleta en un bosque, dejarla y tomar la motocicleta y salir muy veloces. Vé, murmuró Franz, vé por ella; yo no puedo; ¿cómo está tu rodilla? Ulrich levantó la cabeza, como si la pregunta le ofendiera, y se puso de pie y Franz no quiso ver si se arrastraba o si logró ocultar el dolor y salir, casi marchando, del granero; no quiso escuchar el ritmo de las pisadas y se había olvidado de preguntar por comida, de pedirle que trajera algo de comer, si sabía dónde encontrarlo… Pudo dormir, como si el encuentro con el niño lo hubiese aliviado de una enfermedad enemiga del sueño; pudo dormir al mediodía, con la túnica de Ulrich como almohada, con su olor de sudores infantiles, aún no contagiados, bajo su cara. Afuera debe haber sólo un desierto donde cazan los espectros, afuera… Él te contó ese sueno, dragona, esta tarde otra vez y primero la primera vez que se acostaron juntos y tú se lo creíste porque sólo crees los sueños que son interpretados dentro de los sueños; sí, has leído a ese Clásico y sabes que, as with a dream interpreted by one still sleeping, the interpretation is only the next room of the dream; Howard Nemerov es grande, dragona, es un poeta que me llega por donde menos lo espero y gracias a él entiendo por qué Franz mira a Javier mientras ustedes descienden de la basílica por el sendero empinado y sueña, despierto, el sueño más hondo de su vida, quizás una realidad en la que Ulrich, al regresar con la ropa de civil, conduce a Franz de la mano a esa aldea alemana en la que, en una misma plaza abierta, de tierra ocre, rodeada de edificios medievales, de altos techos de dos aguas, ojivas, atrios y enseñas, la realidad se dibuja primero como un grabado de los monogramistas: un paisaje vertical, sin perspectiva, que en su primer plano único, sin fondo, abarca por igual a caballeros y rocas, árboles y lagos, barcos y castillos: es sólo el telón que, al abrirse, revela los juegos sensuales del Messiter mit den Brandollen: este entremés revela a los amantes sorprendidos y a las mujeres bañándose mientras los guardianes de las buenas costumbres les predican y uno de ellos se aprovecha para alzar en vilo a una mujer desnuda y encima de ellos vuelan, monstruosas, las bestias de Martin Schongauer: las cabras con alas y cabezas de aves rapiegas y el tercer telón se aparta para revelar, al fin, la fusión esperada de ese arte increado que resuelve la tensión entre la vida popular y la leyenda cristiana: juegos infantiles, carnaval contra cuaresma, y Franz entra al escenario de la mano de su joven Lazarillo, el muchacho rubio, rengo, que aquí creció y conoce todos los secretos de la aldea: el secreto de la sensualidad prometida, pues sea carnaval, cuaresma o ronda, hartazgo, supresión o anhelo, todo se resuelve en aproximaciones, presencias o alejamiento frente a esa sensualidad que primero exorciza un rey de burlas, Momo con un ojo azul y el otro café, coronado por un basurero de mimbre, que muestra el cetro de una caña con dos peces muertos y es tirado por un monje archivista y una mujer y seguido por los niños con matracas que en la imagen superpuesta domina el proscenio con su juego de aros pero aquí, al fondo, sigue a este triste Rey Momo de batón gris y derrengada cofia blanca que con su mirada triste de dos colores, su nariz puntiaguda y su barba mal afeitada preside los fastos del mutilado que se balancea sobre las nalgas mientras el encapuchado le arroja monedas, del villano que carga un mono a sus espaldas, dentro de un cesto, de los ciegos de cuencas vaciadas y del niño enfermo, envuelto en sus ropones a media calle mientras la falsa madre recibe las limosnas y Ulrich, apoyado en su muleta, asciende velozmente, a trancas, a los techos de la aldea para mostrarle la otra plaza, la de los juegos alegres de los niños con los odres inflados, el manteo, el salto del burro y sobre los barriles, los caballos de madera y el columpio de manos. Franz se resiste, por más que Ulrich, desconsolado, indique hacia la larga mesa al aire libre donde una vieja amasa panes; Franz regresa la vista, detenido en el ensamble de los techos, a los jabalíes, los peces, los cerdos: mira al gordo con calzas rojas y jubón azul que se ha sentado con los muslos abiertos sobre el barril de cerveza y con una pica en la mano atraviesa por la boca muerta la cabeza del jabalí, seguido por los locos del carnaval, enmascarados, máscaras de algodón liso en las que la forma oculta del rostro apunta en sombras blancas. Franz ríe y codea a Ulrich y le dice, a carcajadas, pegando con las manos sobre las rodillas, que esos ancianos enanos son niños con máscaras, niños con ojeras de carbón y narices de zanahoria, seguidos de una corte de bufones que tocan la mandolina y se han inventado una falsa barriga de algodón bajo la túnica blanca y se han colgado un racimo de cebollas al cuello. Ulrich jala la manga de Franz: de este lado del techo, los niños hacen pompas de jabón y curan a los pájaros lisiados. Fabrican muñecas y corretean disfrazados, sí, aquí también, con mantas sobre las cabezas. Franz no le hace caso; ríe: pasa un gordo con un pastel lleno de cuervos en una cazuela sobre la cabeza y detrás de él, otro que lleva, también sobre la cabeza, una mesa con panes redondos y, sí, ese enano vestido de monarca, con su capa de armiño y su turbante oriental, es un niño, Ulrich, un niño, como ese diablo de espalda roja y caperuza y listas azules y blancas en los costados; Ulrich se desprende de la mano de Franz y lo mira con impaciencia y Franz celebra la aparición del falso Cristo, greñudo, doblado sobre sí mismo, con una mueca rufianesca, que es arrastrado fuera de una tienda de lonas remendadas y quizás haga el milagro, quizás devuelva la salud al baldado que, con las piernas al aire, se arrastra de barriga por la plaza del carnaval en lucha con la cuaresma, apoyando las manos en pequeños troncos y seguido por el festín de mutilados con muletas que pululan alrededor de los puestos de huevos, panes, peces; que se acercan a los barriles y a las fogatas lejanas mientras de la alta y gris catedral emergen las beatas y las monjas negras que dan la espalda al carnaval y Ulrich arroja la muleta al aire y se desliza, como por una resbaladilla, a lo largo del techo de pizarras rojas y cae, con una pirueta salvaje, en medio de los corros y le saca la lengua a Franz pero Franz ríe porque sabe que el niño representa para él ese baile de cabriolas con el jubón amarillo y la caperuza escarlata y los cascabeles de oro y el trinche negro con el que va recogiendo el pan y los peces y las máscaras de papier maché que les harán falta para salvarse. Corre hacia la barda del jardín, donde los otros niños están montados, parados de cabezas, saltando por el camino abierto entre dos filas de niñas con las piernas recogidas. Corre entre el grupo que juega a la gallina ciega; entre los combates a caballazos; entre las competencias de zancos. Se escabulle de los palos de ciego. Tira del pelo de otros niños y se encaja la caperuza hasta la nariz frente al mago que esconde un tesoro bajo las cáscaras de nuez y reta con el sortilegio de la adivinanza. Hace equilibrios y contorsiones sobre un amarradero de caballos. Se trepa como cochinito a las espaldas de los brujos. Levanta todavía más las faldas que ya vuelan, giran, de las doncellas, como si quisiera esconderse allí. Sube a los árboles. Arroja una lona sobre un grupo alborozado. Gira dos trompos sobre sus palmas abiertas, los muestra, los ofrece a Franz, encaramado allá, con el viento en las orejas, en el alto techo y ya es el jefe, todos lo siguen, todos lo imitarán, haga maromas, trague arenques, arrójese al río, despéñese entre las rocas. Se aleja. Ulrich se aleja seguido de centenares de niños pálidos o rechonchos, de niñas con cofias blancas, de perros y saltimbanquis y magos con narices de cartón y Franz alarga las manos para tocar ese rostro blando, sin cejas, de ojos adormilados, para tocar esa ala de pájaro color de plata, azul, verde, rojo pálido; para tocar los lotos, los lirios y las hierbas ribereñas, pero el paisaje se transforma, una vieja asoma y arroja un cubetazo de agua y los bolos caen sonando huecos y la cinta azul, amarrada a un palo, es agitada, solitaria, por el viento y un niño se agazapa detrás de una ventana mientras los demás se arrojan al río y una niña entra corriendo a una casa con una escoba equilibrada sobre un dedo y todos tiran los gorros y las niñitas pasan en fila cantando, con el pentagrama ensartado a una rama. Los saltimbanquis con uniformes grises y estrellas amarillas van trepando por el techo desde la plaza del carnaval y la cuaresma. Los niños se esconden en una montaña de arena; la niña se asoma por el hueco de un barril y señala a Franz con el dedo; la niña deja caer su muñeca de gengibre con ojos de ciruela pasa; los niños que fabrican ladrillos empiezan a arrojarlos hacia la figura detenida en el techo mientras los saltimbanquis avanzan en cuatro patas sobre las pizarras del tejado y un búho, desde un altillo, le guiña el ojo. Los saltimbanquis lo asaltan, le toman del cuello, los brazos, los píes, las ingles: Franz sólo puede clavar la mirada en la plaza con esas zonas de luz y de sombra que en nada afectan la pareja sordidez de los festejantes, indiferentes a una y otra, indiferentes a esa tierra seca, de ramas muertas y vasijas rotas, cáscaras de huevo, barajas viejas, huesos chupados, ostras grises y piedras que ruedan por el espado ocre mientras los saltimbanquis, entre las risas y obscenidades de los dos reyes. Momo y Cristo, y de su corte de enanos y mendigos, baldados y menestreles, monjas y mercaderes, arrastran a Franz al centro del cuadro, al pozo cuya cubeta inspecciona una vieja, una vieja que empuja a Franz cuando lo acercan a esa caída, a esa salida del combate de la carne por donde cae fuera del cuadro, mientras allá arriba, en el rectángulo de un cielo que no dejan ver las cabezas asomadas a mirar el descenso, se cierra el telón pintado, el infanticidio con los perros y los cuchillos y los guardias con armadura que degüellan a los niños sobre la nieve, en medio de los árboles truncos, los troncos fulminados, blancos, cubiertos de nieve y una orquesta toca valses vieneses… La trompeta, esparciendo un sonido maravilloso entre las tumbas de todas las regiones, reunirá a todos ante el trono. La muerte y la naturaleza se detendrán estupefactas cuando la creación se yerga de nuevo para responder ante el Juez. Y un libro escrito será proferido, que contenga todo aquello por lo cual el mundo deba ser juzgado. Y así cuando el Juez tome asiento, todo lo oculto se manifestará y nada permanecerá sin castigo. Allí estaba Ulrich, fatigado, jadeante, con la maleta entre las manos. Franz le preguntó si no lo habían visto y Ulrich negó con la cabeza y Franz le dijo que era necesario huir lentamente; los perseguidores creen que uno huye velozmente y ellos mismos redoblan la velocidad; la única manera de engañarlos es la fuga lenta. Le dijo al niño que acaba de soñar eso: una fuga muy lenta que despistaría a los perseguidores. Ulrich no contestó. Permaneció con la maleta entre las manos y después de un instante de silencio Franz se puso de rodillas, nervioso y tomó la maleta y la abrió. Levantó los ojos para interrogar al niño, pero Ulrich sabía, quizás, que en la guerra él no tendría más oportunidad de acción que ésta, ofrecida por Franz, y se mantenía en posición de firmes, mirando hacia adelante sin pestañear y también este niño, pensó Franz, saludaría después con un clic de los tacones y una inclinación de la cabeza y bebería cerveza cantando canciones sentimentales y ahora Franz no podía saber si, antes, Ulrich había abierto la maleta y conocía su contenido: un uniforme de general de la Luftwaffe, un uniforme completo, verdegris, con el cinturón negro, la botonadura de oro mate, el cuello militar de terciopelo negro, las listas de su rango y la cruz prendida al pecho desinflado: la Ritterkreuz, la insignia del valor y la lealtad escondida por ese general en un bosque.