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Kamilla servía los knedlik cubiertos de una espesa salsa de mostaza y Maher, entre bocado y bocado, describía y rememoraba, como si él mismo hubiese entrado a una sala feudal en la que, en un solo círculo, se reunían la viola, el rabel, la cítola, el laúd, el mediocaño, el salterio, el arpa, el tambor, las trompetas, los cornos, el címbalo, las campanas, el adufe, la flauta bohemia y los flajos de saus, la fístula y la flauta pandeana, la corneta alemana y las diversas gaitas medievales: la cornemuse, la chevrette y la muse de blef. Y Hanna, sonriendo, seguía el texto de Guillaume de Machaut mientras Maher lo repetía de memoria y terminaba con las palabras: “Y ciertamente, me parece que semejante melodía nunca fue vista o escuchada…”

Siguieron viéndose todos los viernes en los conciertos nocturnos del Palacio de Waldjstein, sentados sobre las sillas plegadizas frente a la sala terrena con los ornamentos de stucco y los frescos mitológicos iluminados por reflectores y ellos escuchaban el Requiem alemán de Brahms cada vez más cerca, primero rozándose los hombros, después tomados de las manos, más tarde con el brazo de Franz sobre los hombros de Hanna.

– ¿No tienes frío?

– No, no. Así estoy muy bien.

Concédeles descanso eterno, Señor, y que la luz perpetua los ilumine. Dos conjuntos de cellos. Divididos por las violas sombrías. El coro en su tono más bajo. Lamento. Pero la voz humana da ya cierta alegría a la tristeza de los instrumentos. Doble tono de las voces. Bajo en los hombres. Alto, más alegre, en las mujeres. Los sonidos brillantes de los violines, los clarinetes y las flautas han sido omitidos. Lamento de los cellos que alargan sus cuerdas para tocar a los otros cellos pero son interrumpidos, separados, por las violas tristes. El anuncio de todo el color tonal del Requiem de Brahms. No se desciende a la tristeza. Se asciende a ella, es un grito sin grito, un lamento ascendente que contiene y esconde su aullido secreto.

– ¿Dónde vives?

– En una pensión. Mis padres viven en Zvolen. Antes iba a verlos durante las vacaciones. Pero hay tantas cosas que hacer en Praga en el verano. Creo que comprenden. ¿Y tú?

Avanza la fila melancólica y resignada de los dolientes. Cargan al muerto. Nos llevan al descanso. Los dolientes recuerdan. El arpa irrumpe y rememora. Su tono es el del recuerdo. El recuerdo de la vida dentro de la tristeza. La tensión crece. Los hombres y las mujeres en contrapunto soportan su dolor, lo elevan. Pero el órgano los arrastra nuevamente hacia abajo, les impide recordar, les obliga a estar en la marcha fúnebre dominada por las voces masculinas. Las mujeres repiten la voz de los hombres en un tono que trata de recapturar la vida que huye.

– Me mandarán a Alemania el otoño que viene.

– Ah.

Violas en un combate el dolor. La memoria trata de abrirse paso. Es el filo de la navaja entre la vida y la muerte. Pero no las separa. Se funde. Se confunde. En el coro conjunto, memoria, vida y muerte son una. Y se expresan en la solemnidad de una aceptación digna, sin llanto. La voz más baja y lenta del coro. Sólo las mujeres cantan así. Entran los hombres, con un acento prolongado en sus voces. La marcha se reanuda. El corno anuncia que se habían detenido y los impulsa a seguir la ruta hacia el lugar del reposo. Caminan lentamente, las voces ascienden, para crear la ilusión de una prisa que quiere liquidar el acto del dolor mientras los cuerpos desean prolongarlo.

– No. Los domingos no hay nadie en la pensión. Todas salen de día de campo. Sobre todo ahora, en el verano.

– Hanna.

El arpa los invita. Descansemos. Recordemos. Un instante. Un reposo. Detengámonos a recordar. La marcha sigue. La muerte ya está aquí. La memoria no puede sustituir los movimientos rítmicos de un corazón, el sudor de una mano, el parpadeo de unos ojos. Los violines y las violas, en su altura más quebradiza, acompañan a los grupos dolientes, se multiplican, al fin asisten a la conversión inconsciente de la marcha en danza.

– ¡Hanna! ¡Detente! ¡Hanna! ¡Espérame! ¿Qué te pasa?

– No, no te fijes; no es nada; no, estoy contenta, de veras; no creas; es que me fatigó la carrera. Sígueme. ¡Alcánzame!

– ¡Hanna!

– De veras, es sólo el viento; siempre me pasa lo mismo. Me saca las lágrimas. ¡Alcánzame! ¡Ven!

Las voces de las mujeres que se separan del cortejo y mueven, ondulan los brazos en alto. La sordina adelgaza y abrillanta el poder de todos los instrumentos. Una alegría espectral conduce, con los ojos cerrados, a los seres del rito funeral. La danza y el cortejo avanzan parejos. Se reconocen. Por un breve instante estalla la alegría. Y al suspenderse, no regresa el tono del dolor. Es otro. Natural. Casi cotidiano. Que los distrae. Que contrasta con el dolor auténtico, como auténtica fue la alegría. Es una fiesta. Todo acto en el que estamos juntos es festivo. Nacimiento. Bodas. Muerte. Fiestas. Todo lo que nos reúne. Todo lo que nos arranca de nosotros mismos. Baile. Duelo. Borrachera. Guerra. Fiesta.

– Te amo.

– Habrá tiempo, Hanna, tiempo de sobra. Te lo prometo.

– No hables. Ven.

Una fuga brillante, espectral, alegre, dolorosa. El órgano detiene todo el movimiento. Por un instante tan breve. Sólo un instante. Esto es todo. La danza de la muerte es himno de alegría. Escucha. No dejes de escuchar. Johannes Brahms. Trabajó diez años en esta columna de voces y tonos. Esta guirnalda sin tacto. Ein Deutsches Requiem. Encontró el título en un cuaderno olvidado de su maestro, Robert Schumann. Casi un pizicatto. Muere. Termina. Los danzantes regresan al cortejo. Silencio de las voces. El corno. La marcha. El lamento. Una intención de recapturar la danza.

– ¿Por qué?

– Es como aprender a recordarte.

El cortejo ha creado su propia memoria. Primero del cadáver que carga sobre sus hombros. Ahora memoria de sí mismo ya, memoria de su trayecto, su lamento, su danza: hasta el presente es memoria. La orquesta empieza a recoger todos los hilos sueltos. Las voces a reunirse, primero dispersas. Repasan todos los elementos de su reciente existencia y estallan en esa extraña jubilación de trompetas. Solicitud de resurrección. Voluntad de revivir. Los cornos que fueron tristes son alegres en la gran doble fuga de rostros levantados a la luz, de voces liberadas que sin embargo presienten ese corno otra vez sombrío. Que advierte el deseo. Que niega lo deseado.

– No. Así no, Franz; Franz, así no quiero.

– Perdóname.

– No, ¿por qué perdonar? Los deseos nunca son malos.

– Dicen que basta la intención para condenarse.

– ¿Sí? ¡Qué risa! No, es como la música. Sólo cuando la ejecutas y la escuchas es música, ¿verdad? Te quiero, Franz; pero también quiero tiempo para quererte…

Reposo. Aceptación. Serenidad. Gusto. Una última, rápida afirmación. Antes de admitir y resignarse de nuevo. Nadie lo entenderá. Johannes Brahms. Estrenó la obra, después de diez años de trabajo, en la catedral de Bremen. El río Weser y sus brumas entretejidas, amarillas, y su espejo de aceite y gasolina. Una catedral del siglo xi. Ruda. Limpia. Un puro esqueleto de piedra. Hierro. Buques. Textiles. Tabaco. Azúcar. Bremerhaven.

– Estuve en Alemania de niño.

– Yo nunca he ido a Alemania.

Un reposo. Viene. Viene. Solitaria. La voz del hombre. De un hombre solo. Que canta por encima de todos. Mein Herz. Desde su corazón. Canta con su corazón abierto. Canta el lamento. “Pasó como una sombra”. El coro repite el dolor. Lejos. Sólo repite lo que el hombre solitario dice. Y empieza a crecer a instancias de su guía. La voz solitaria conduce al coro, lo lleva a la cima del desgaste, lo agota. El coro se desploma. El hombre lo rescata. Le da nuevas palabras. “Mi vida”. Mi vida es vuestra vida.

– No. No tengo de qué quejarme.

– ¿Vas a esperarme? Dime que sí.

El conjunto orquestal, ligero, apartado, sin tonos excesivos, traspone la melodía de un instrumento a otro. El hombre domina la escena. Voz de lamento y voz de liberación. Voz desesperada y voz de fe. Crea un oasis en la muerte. Convoca los metales brillantes. Pide el olvido de toda circunstancia, aun la de esta muerte que los reúne, para ser. Para ser. No entenderán. Nadie entenderá. Para ser. Requiem.

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