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Abrazaste la almohada sobre la cama del cuarto del hotel en Cholula.

– Vamos al apartamento. Te ruego que me lleves a tu apartamento, el mismo que yo he recorrido tantas veces con la vista y el tacto. Ya he cumplido. He llegado sola. Lo he esperado. Le he hecho creer que soy otra. No me importa nada. No me importa recibir la pasión en nombre de una desconocida, pero recibirla yo, aunque todas las palabras y todos los actos me nieguen.

Lo abrazaste en el taxi, dragona. Encontraste sus labios y subiste por el pecho al cuello, a la oreja, a la mejilla, a los ojos, bajaste a los labios. Un beso largo, en silencio, sólo uno. Todo se veía por el espejo.

– No oí nada. No vi nada. Estaba caliente. Pero el chofer rompió todo. Nunca recordaré de qué habló. Pero me destruyó.

El taxi no giró en la glorieta de Rin y Niza. Siguió hasta el Caballito y luego por toda la Avenida Juárez. Javier lo detuvo en la esquina de Bellas Artes.

– No me llevaba al apartamento… nuestro, su, como gustara… La pasión se iba a perder. No quise bajar. Quería ir al apartamento. Quería tenerlo desnudo encima de mí, nada más. Quería quitarme las ligas ridículas, las medias ridículas, el ridículo disfraz de la calle y coger y coger. No me dejó. Me tomó de la muñeca, me hizo descender. Caminar por una calle desierta. Yo detrás de él. Con la pasión huyendo de mí y era una pasión que no había sentido en años. ¿Qué quería Javier entonces? Antes me dijo que no había agotado las sorpresas. ¿Qué me importaba eso? Quería mi costumbre otra vez, lo sabía entonces y ahora lo sé, la costumbre antes de ser costumbre; cuando se acostaba más conmigo, más que nunca después y sin embargo la costumbre no era costumbre.

Y me lo contaste cuando yo lo había visto, dragona, esa noche en tu apartamento con Javier medio traviato en la sala y yo con mi retazo macizo cocinándote la papaya. Si te enfriaste, yo no me enteré, palabra.

Se detuvo frente a una cantina, antes de llegar a la Plaza Garibaldi. Entramos -lo seguí- a ese antro lleno de humo.

Oloroso a meados y cerveza, seguro.

– ¿Qué quería? Dos tequilas. Dos más. Palabras. Palabras. Y eso… eso. Tirarle pepitas a la cara a un mariachi que tocaba la trompeta. Le arrojó las pepitas a la cara. Esperó sin moverse a que ese hombre gordo y moreno dejara la trompeta sobre una mesa, se quitara el sombrero y se acercara a tomarlo de las solapas, a golpearlo a la vista de todos…

¿Musculoso y grácil como una pantera? Qué va. Yo lo vi, gordo, fofo, un mariachón bien nilo, pero con muchos Sopletes y sus bigotes a la mechingué.

– Todos hicieron círculo. Rieron y gritaron.

Sastres, mi dragona: pégale, dale, zúmbale, chíngalo, en la torre, calabaza, por el culo, por el chicloso, por el mande usted, al quebracho, al ninfo jotarás, calamoros, güey, patéale los aguacates, rebánalo, párchalo, échale un capirucho, mójale el barbón, dale pa’ sus tunas, ya mételo en su camisa de madera, al hígado.

– Yo no me moví. Supe que estaba allí como testigo. Ver a Javier con la sangre corriéndole por la nariz y las encías. Los golpes al pecho que le sacaban el aire y lo doblaban sobre sí mismo. La cabeza despeinada, el cabello embarrado sobre la frente y las sienes. Los ojos cerrados. Las lágrimas que le corrían por las mejillas.

Javier tirado en el suelo, entre las colillas, las corcholatas, las escupideras volcadas. Eso debías ver, sifón. Eso debías saber antes del amor. Esa lástima, dragona. Eso debías aceptar. Eso debías recoger del suelo y abrazar y conducir al frío de la madrugada en la calle de Aquiles Serdán. Eso debías limpiar, suavemente, con tu pañuelo. Eso prefirió él.

– No me comprenden. Ya te lo dije. Es imposible hacer nada en México. No hay crítica, no hay información, todo se basa en simpatías o antipatías. No tengo una capilla como Vasco Montero. Vé, Ligeia, vé lo que escriben aquí, aquí del cuento…

La pequeña edición, envuelta en papel manila, ocupó su lugar en el estante bajo del librero. Allí acumuló polvo. Sifón. No volvió a publicar otro libro.

– Ven, Javier, vamos a casa.

Lo subiste al mismo taxi, que esperaba a la salida del cabaret. Te levantaste de la cama y saliste del cuarto sin encender la luz y caminaste por el pasillo del hotel hacia el cuarto de Franz.

– Y Pablo sólo viajó a los lugares donde habitaban judíos o donde la cultura judía era conocida, pues sólo allí podrían comprender sus enseñanzas. Después de la dispersión del año 70, los judíos debían comprar el derecho a vivir en las comunidades heterodoxas y así se fueron integrando las Judengasse en Alemania, judiaría en Portugal, carriera en Provenza y juiverie en Francia. La iglesia prohibía a los cristianos dedicarse al comercio, mas no a los hebreos que, recién llegados y libres de las costumbres locales, obtuvieron la perspectiva que faltaba a los habitantes locales, y tomaron las oportunidades que desconocían. El Consejo de Ravena decretó que los judíos usaran una rueda de tela amarilla para distinguirse de los cristianos; y los judíos, reunidos en el borghetto italiano, fueron los primeros burgueses y el último ghetto del occidente de Europa fue el serraglio delli hebrei o septus hebraicus de Roma, que desapareció en el año 1885.

El profesor cerró el libro y gritó:

– ¡Pivo, pivo!

Y Franz y Hanna rieron pues la sonriente y gorda Kamilla ya esperaba en la puerta con la cerveza y entraba en seguida y repartía las botas de cristal y en el gabinete de Maher olía a muselina raída y a cera frotada sobre pisos de piedra y Franz recordaba ese caserón de cinco pisos, al cual se entraba bajo una ancha arcada de la plaza, a través del portón de cedro barnizado al pasillo y, arriba, a las habitaciones del maestro, débilmente iluminadas por la luz invernal que lograba pasar por los vidrios color de miel, por los emplomados que, curiosamente, construían la efigie de Juan Huss.

Todos reían y seguían la corriente de esa discusión eterna, establecida casi desde que Hanna, por primera vez, trajo a Franz a la casa del profesor Maher y todo se volvió música contra arquitectura y la sencilla idea de Franz era que la renovación arquitectónica no era algo gratuito, sino que se debía, en primer lugar, a que los habitantes de los edificios cambiaban y la arquitectura debía estar al servicio, no de cierta idea de monumentalidad, prestigio o decorado, sino de las necesidades humanas reales. Maher, por el contrario, pensaba en términos del prestigio pasado: si un edificio moderno no lograba la integración total y la permanencia eterna de la catedral de San Vito, no valía la pena construirlo. Para Maher, el arquitecto sería siempre el maestro constructor de la Edad Media, rodeado de aprendices y oficiales a su servicio; Franz argumentaba que por desgracia eso ya no era cierto; si en algo tenía razón Gropius, era en advertir que el arquitecto había sido abandonado por los mejores artesanos, absorbidos por la industria, y ahora debía competir con el científico, el ingeniero y el investigador industrial y sólo ser un tornillo más de una empresa colectiva en la que, sin embargo, el papel del arquitecto consistía en proporcionar esa tensión entre la realidad y la ilusión que hace de un edificio, a la vez, obra de arte y de utilidad. Maher, ante la risa de Hanna, se impacientaba con estas teorías y acababa diciendo que la arquitectura podía adocenarse en el utilitarismo; al cabo, era un arte de lo concreto; él seguiría construyendo y visitando catedrales góticas de la imaginación musical abstracta. Se relamía la espuma detenida sobre los labios y añadía que sí, quizás Franz tenía razón, toda belleza abstracta nacía de algo muy concreto, de la tensión a la que el muchacho se refería.

Kamilla y Maher y a veces Hanna que gustaba de ayudarlos, hacían lo imposible por tener bien pulidos los instrumentos de trabajo del profesor que, en medio de su espiritualidad sin justificaciones, descendía a un minucioso cuidado de las cuentas y a una permanente discusión con Kamilla sobre el destino de las coronas ganadas en cinco clases diarias, catorce horas de trabajo, siete alumnos por día y tres botas de pivo al finalizar la jornada; se defendía aduciendo que la cerveza era buena para quien pasaba sus días y se ganaba el pan trabajando con los instrumentos de viento clásicos, la flauta, el oboe, el clarinete y el bajo. Franz y Hanna, tomados de la mano, sabían que la hora de la cerveza era el tiempo de las historias y que para Maher recordar el origen de sus instrumentos era como para otros hombres rememorar gestas, genealogías y amores. El oboe -decía acariciando el instrumento- nació en la corte de Luis XIV -oboe, hautbois- y cuando Lully fue nombrado superintendente de la música de cámara real, introdujo la moda italiana y poco a poco fue desplazando los conciertos del aire libre a las salas palaciegas, convirtiendo la música menos en un ruido de fondo para ceremonias públicas y más en un entretenimiento íntimo, a puerta cerrada. Los músicos de la Écurie du Roy se pusieron a tono y de esta intención de refinamiento nació el oboe, inventado por Jean Hotteterre y Michel Philidor. Nada entusiasmaba más a Maher que este recuerdo de los orígenes, y por su conversación fluían, con una caricia de la voz, los nombres del clarinete inventado por Denner en Nuremberg y descubierto por Mozart gracias a los músicos de Mannheim. El oboe de caccia y el oboe d’amore de Bach, y el instrumento árabe, el laúd, fabricado por los artesanos alemanes de Bolonia, los Maler, Hans Frei y Nikola Sconvelt, primero, y más tarde por los alemanes de Padua -Hartung-, de Venecia -Magno Dieffopruchar- y Roma -Buechenberg. ¡Esa atracción germana hacia el sol!

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