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– Jake, Beth, salgan, ¡no me asusten!, ¿quieren oírlo? óiganlo, ¡tengo miedo, miedo, miedo, ya salgan, nos esperan a cenar!

Antes de entrar a Cuautla, al lado de la carretera, había un rótulo formado por trozos de papel plateado, agitados apenas por el viento y abrillantados por el sol que les daba la cara. Restauran! Corinto.

– Éste es el lugar del que les hablé -dijo Franz.

Tenía una fachada de vidrio y detrás una docena de mesas cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos, sillas de bejuco y una pared dividida horizontalmente por un largo estante de madera sobre el cual descansaban platos de porcelana pintados con paisajes alemanes, suizos y austríacos. Tú sabes, Lorelei, Matterhorn, Salzburgo, eso.

Entraron y un tipo rubicundo los recibió, frotándose las manos con el delantal.

– ¡Señor! ¡Señor! ¡Tanto tiempo!

Franz sonrió y el panzón los invitó a pasar, extendiendo los brazos.

– Hay choucrout; cerveza de barril; o buena carne asada, si prefieren…

Tomaron asiento y Franz ordenó choucrout, mostaza, tarros de cerveza -la cerveza por delante; se sentía fatigado de manejar-. No consultó a los demás. Javier se pasó la mano por el vientre y no dijo nada.

– La salchicha te va a caer de la patada -le dijo Isabel a Javier.

– No eres mi médico -le contestó Javier sin mirarla, jugando con un palillo de dientes.

– Perdón -dijo Isabel-. Como luego te pones tan exigente. Tú miraste primero a Javier, en seguida a Isabel.

Javier dijo lentamente:

– Una colitis crónica no se cura nunca. Es un reflejo del carácter. Tendría que cambiar de sicología.

– Debe ser como morir de sed en el mar -volvió a sonreír Franz-. No poder gozar de tantas cosas buenas…

– Se hace uno a la idea -dijo Javier, sin mirar a nadie-; más bien es como vivir siempre en tiempo de guerra, con racionamiento.

Levantó los ojos y le sonrió a Franz y Franz le devolvió la sonrisa:

– No, hay una pequeña diferencia. El hombre en la guerra se siente heroico; con una colitis, sólo se siente ridículo.

– Touché -suspiraste.

– Nadie te ha pedido un comentario -te dijo Javier-. Además, hay tantas maneras de hacer el ridículo.

Un mozo indígena inclinó la cabeza y colocó los tarros frente a ustedes. Franz bebió rápidamente, con gusto, la cerbatana; ustedes la saborearon con lentitud.

– ¡Qué conversación más seria! -rió Franz-. Hemos venido a divertirnos, ¿no? Brindo por Mackie. ¿Han visto que La ópera de tres centavos se ha vuelto a poner de moda? Yo la vi hace treinta años. ¡Treinta años!

Empezó a cantar: -Und der haifisch, der hat zanne…

Tú sonreíste, dragona. Franz llevaba el ritmo de la canción con el tarro que sostenía su puño derecho, bebía entre estrofa y estrofa, las mejillas se le iban enrojeciendo y tú tratabas de agarrarte de la alegría de Franz y convertirla en el ambiente del almuerzo, tarareando y sonriendo hacia Isabel y Javier, que miraban en silencio a ese par de extranjeros, tan convencidos del poder inmediato de una canción cantada con energía y voluntad; el rubicundo dueño del restauran! asomó por la puerta de la cocina, sonriendo, y meneó la cabeza al compás de la canción. Luego envió una tanda más de cervezas; Franz, ahora, bebía rápidamente; echó un vistazo a los tarros llenos de Isabel y Javier y los tomó, uno con la mano derecha, el otro con la izquierda, y trató de beberlos al mismo tiempo; el líquido le corrió por la barbilla y el cuello y él estalló en una carcajada y tú reíste con él y los otros dos nomás miraban.

– ¿Quieren la comida? -dijo el dueño-. Está lista, pero si prefieren seguir bebiendo…

Franz rió y le pegó con la palma abierta sobre la panza al dueño y el dueño rió con Franz y Franz le dijo:

– Paciencia, mi querido señor. La paciencia es una virtud cristiana. Traiga la comida.

El gordo rió y el mozo entró con la choucrout humeante y colocó el tarro de mostaza junto al codo de Franz y Franz empezó a comer y a hablar con la boca llena:

– Cuatro horas al volante. Pero es un gran auto. Es un auto soberbio para las carreteras mexicanas. Soy feliz vendiéndolos. No tengo que apurarme para cantar sus loas a los posibles compradores. Lo hago con buena conciencia. Eso te da un buen producto.

Miró a Javier:

– Lo envidio, usted nunca ha estado en el comercio.

Isabel movió la cabeza:

– Cómo no. ¿Qué más comercio que la televisión? ¡Cochino y grande!

Javier, dragona, nomás rifleó para adelante, sin pestañear y tú lo miraste asombrada y fue Franz el que le preguntó a Isabel:

– ¿Cuál televisión? -y ella mordió la salchicha:

– ¿Que qué? Donde trabaja Javier, además de ser profe…

Y Javier nomás carreteó como si Isabel no estuviera presente:

– Antes fui diplomático. Son muchas obligaciones y casi siempre hay que soportar a un jefe absurdo, algún político patán enviado para deshacerse de él…

Y tú, dragona, fileteabas conteniendo la risa mientras Javier hablaba:

– En la diplomacia se vive aislado, en una pequeña comunidad burocrática vanidosa y susceptible.

Y estallaste riendo y Javier no se inmutó:

– Ahora, como funcionario internacional, mi trabajo no es ideal, pero gano mejor y las jerarquías se diluyen más.

Y Franz empezó a reír contigo, contagiado, e Isabel los clachaba a los tres sin entender nada y luego Franz tomó otra vez el tarro y volvió a cantar la balada de Mackie, Moritat, pegando de vez en cuando con el tarro sobre la mesa y el dueño asomaba de tarde en tarde por la puerta de la cocina, llevando el compás con la cabeza y Javier comía en silencio e Isabel lo miraba y tú te morías de la risa, cuatacha.

Y el alemán vigoroso, cincuentón, rojizo, colocó varios guijarros sobre el brazo de la silla de lona. Infló el pecho desnudo y se acarició el bigote entrecano, agresivo. Coqueto. Como su gorra blanca de marinero. Contuvo la risa y abrió mucho los ojillos picaros. Entonces, con un movimiento veloz del pulgar y el índice, comenzó a disparar los guijarros contra su mujer, recostada frente al mar en la playa de Rodas. La mujer lanzó chillidos alegres y reunió las manos bajo la barbilla con la elegancia de un cisne.

– Nein, Rudy, nein; soyez gentil…

El alemán continuó disparando los guijarros y su risa interior continuó creciendo y era un gruñido que al fin empezó a salir, espumoso, por la nariz, por las orejas, al fin por la boca abierta, carnosa, picada de oro. Y ella se encogía cada vez más, dócil, etérea, consciente, dragona, de su papel de hausfrau gentil, desvanecida, herida por los pedruscos que el hombre le disparaba con vigor creciente.

Te pusiste los anteojos oscuros.

– I can’t stand that woman’s coyness -dijiste.

– I can’t stand German gemütlich… -dijo Javier.

El alemán se incorporó y extendió los brazos gordos y se acarició el vientre embarrado de aceite y corrió hacia el mar. Tú y Javier lo vieron nadar vigorosamente hacia la balsa mientras la mujer languidecía y emitía gemidos de prisionera gozosa.

– Rudy, Rudy…

– ¿Dónde está mi colección de guijarros, Javier?

– Vino Elena mientras escribía. Los vio sobre la mesa y lanzó grandes exclamaciones. Ya ves cómo habla.

El alemán escupió un geyser y agitó el brazo.

– Dios, la Virgen, San José y un gran surtido de santos y arcángeles. Nunca había visto una colección más linda. Le dije que se hiciera un collar con ellos. Te dará gusto, tú que tanto la quieres.

El alemán nadaba con una gorra de estambre. Pero terminó el verano y tú ya no buscaste más guijarros. El mar se volvió frío y gris. Tú y Javier se encerraron cada vez más en la cabaña de Falaraki. Tú encendías la chimenea y luego buscabas los lugares tibios de las sábanas y escuchabas el jadeo de ese perro escondido debajo de la cama, al que Javier admitió en la casa cuando empezó a llover en serio. Tú lo veías escribir, a veces le pedías que te leyera algo, él se excusaba: hasta que el poema estuviera listo y la novela adelantada. Sólo tenía los títulos El vellocino de oro, un poema sobre Grecia como punto de partida y de retorno; La caja de Pandora, una novela sobre el secreto amoroso. Y a veces, las excursiones, el regreso a Rodas en el caique zarandeado por el mar de noviembre, los escalones erosionados de la punta de Ladigo, las aguas limón en la costa de Tsambica, la caminata a las ruinas de Cámiros, la ciudad muerta que se abre como un anfiteatro frente al Egeo, el ascenso al monasterio de Fuéremos rodeado de pueblos blancos y huertos de granado, laurel y baladre. El Valle de las Mariposas. Farfale. Las mariposas habían huido, pero en la primavera y el verano, te dijeron, no se podía ver el cielo por la cantidad de mariposas que aletean entre las pocas manchas de firmamento que dejan libres los bosques de pino y ocote. Ascendieron del camino al bosque por un sendero de agujas de pino secas, guiados por el rumor despeñado de las aguas. Sucede, a veces, que en los bosques nadie se atreve a hablar, porque el silencio está lleno de rumores que hemos olvidado y que sólo excepcionalmente se pueden escuchar. Me contaste que el bosque, para ti, hace recordar lo que hemos perdido y al rato de entrar en él se olvida la vida diaria sin encontrar todavía la vida olvidada que el bosque conspira para recordarnos con otro orden de tranquilidad, sobresaltos, sospechas y silencios rumorosos. Te dejaste guiar hacia el rumor del agua y encontraste el hilo que corría entre helechos y rocas lamosas y quisiste encontrar su origen. Ascendiste, cada vez más penosamente, a la cascada, y aunque el ruido se acercaba, el manantial no. Como si por un secreto juego acústico la lejanía se disfrazara de cercanía y todo el Valle de Farfale hubiese descubierto la manera de defenderse de los intrusos mediante una clave de ecos engañosos.

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