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– Los llevé a ver el Santa Claus de Macy’s. ¿También eso te molesta, eh, eh?

Jake guarda el trineo. Lo arrastra, melancólico, hacia el corral donde dormirá por varios meses. El trineo brillante, recién pintado, decorado con tu nombre -Liz- está ahora raspado, descascarado y tu nombre ha desaparecido. Aun rodeada de charcos de nieve derretida, todavía los vientos fríos batiendo las celosías, tu madre se dispone a pintar, por fuera, de blanco, los aleros y las tablas de pino de la casa, a empapelarla por dentro con escenas de antiguas fiestas campestres: pastoras de báculo y crinolina rodeadas de ovejas y muchachos que, reclinados contra los cipreses, entonan sus flautas.

– Los hijos del señor Mendelssohn fueron a pasar la Navidad a una granja de Connecticut.

La primavera ha llegado, Franz. Aunque la desmienta la lluvia delgada y gris que enloda todos los caminos del condado y nos obliga, todavía, a andar con las botas de goma por el corral, bajo la lluvia finísima, distribuyendo a puñados los granos para las gallinas que se nos escapan, cacareando, con el plumaje blanco y alisado por el agua.

– En Praga, los judíos que vivían fuera del Judenstadt determinaron en 1473, irse a vivir con sus hermanos. Nadie los obligó, ¿ves? Ellos entraron voluntariamente al ghetto.

Es la época -cuentas- en que tu madre vende los cerdos que han engordado durante el invierno, escondidos en el corral, comiendo avena y mascando elotes, a Mr. Duggan, sí, Duggan, Duggan, ¿por qué no, dragona?, el dueño de la tienda general, y tú y Jake, al salir de clases, pasan entristecidos frente a la tienda y ven a Porky, a Fats y a Beulah expuestos en la ventana con manzanas en la boca.

– ¿Puede venir Beth a pasar el fin de semana a la granja, señora Jonas?

Una inquietud empieza a entrar por las ventanas, ahora abiertas, del cuarto de clase. La concentración del invierno se ha perdido. Mis Longfellow, sí, Longfellow (O. K., dragona, como gustes) se muestra impaciente, pega con la regla sobre el escritorio y les pide que dejen de ver hacia afuera. Pero ella misma, rojiza, con el nuevo permanente y el vestido floreado, no puede evitar las miradas hacia el cerezo que crece junto a la ventana y un día, después de leer (The Mississippi is well worth reading about. It is not a commonplace river, but con the contrary is in all ways remarkable) les invita a admirar el florecimiento de tintes rosados, los más bellos, los más suaves, que han brotado poco a poco y ahora, en abril, es un ramo de labios de niño que se prolonga, se abre y acaba por llenar con su luz todo el marco de la ventana.

– Iré a City College. No me importa, mamá. Puedes decir lo que quieras. ¿Qué más da? ¿Crees que voy a ver más cosas de las que ya vi aquí en la escuela pública? ¿Dónde crees que vivimos?

Estrenarás un sombrero para el domingo de Pascua.

– Ese, mamá, ¡el de paja con el listón rojo, por favor!

Luego todos cantarán los himnos. Y afuera, en el sol, los granjeros no trabajan; se sientan bajo los toldos de sus casas a contarse cuentos, con las pajas entre los dientes, satisfechos porque toda la semana han cosechado y amontonado en silos y cargado en camiones la avena y el trigo blancos que germinaron bajo la nieve pasada.

– ¿Qué diablos significa ser presbiteriano o anabaptista, eh, Lizzie? En cambio…

¡Qué hermosos veranos, Franz! Aunque Jake se alejaba después del invierno y la primavera que pasaban juntos y durante el verano descubría amistades o prolongaba las de la escuela en excursiones, pesca, natación en el estanque…

– Polio, señora Jonas. Esto es polio.

…viajes al mar donde la aldea de pescadores guardaba las memorias de las grandes hazañas balleneras y las casas eran alegres, pintadas de colores vivos, y los hombres y mujeres alegres, acostumbrados al mar…

– ¡Un castigo! ¡Un castigo! ¡Ven a mis brazos, Jake precioso, pobrecito Jake, un castigo!

No era para niñas. Tú dices que corrías o saltabas o caminabas sola durante el largo verano, vestida de muselina, Elizabeth, y curiosa porque los meses de calor descubrían toda una serie de cosas ocultas durante el resto del año: ardillas y lagartos, grillos y arañas, búhos y cervatillos, mariposas y orugas, petirrojos y alondras que habitaban los bosques donde tú pasabas los días bajo almendros rumorosos y sicómoros gigantes…

– ¡Jake! ¡Lizzie! ¡Vengan, está pasando el camión que riega las calles! ¡Vengan, hijos, deslíndense, vengan antes de que pase, aprisa, aprisa!

…entre cortezas suaves y jugosas que te entretenías en arrancar para hacer los barcos que, con una veleta de papel periódico ensartada a un mástil de pino quebradizo, harías navegar por el estanque, en un rincón preferido, lejos de las zambullidas y la gritería de los muchachos.

– Liz is a kyke! Liz is a kyke! Liz is a kyke!

Pero aún en las horas frescas al lado del agua, tu oído no dejaría de buscar, y encontrar, las voces de los pájaros que habían regresado del sur para acompañarte. La voz baja del petirrojo, las imitaciones del tordo, los cambios sorprendentes del mirlo, el gorjeo loco de la urraca. Y no sólo reconocías sus voces; les agradecías su presencia y su falta de temor para acercarse a ti: el primero con su pecho escarlata, como si fuese un militar o un músico de banda real, el segundo con su ojo redondo y su camisa de rayas negras, el tercero con una estrella en la frente, la cuarta con sus ojillos achinados y su redondez acariciante.

– No te metas, Javier; déjame mi sueño. Yo te hago el juego.

Acariciaste el canario al abrir la jaula y poner el alpiste y el agua y Rebecca, en la sala de cortinas corridas, se quejó.

– ¿Te duele la cabeza, mamá?

– Ach, es el calor, es el calor. Ya me pasará. Nada te haría alejarte, todas las tardes, del estanque casi inmóvil, en cuyas aguas, a veces, querías adivinar un palacio sumergido donde, bajo el hielo, pasarían su invierno todos tus amigos escondidos y fugaces, tus compañeros del verano.

– E Israel Baal Shem Tob nos enseñó que la verdadera salvación reside, no en la sabiduría talmúdica, sino en la entera devoción a Dios, en la fe más simple y la oración más ferviente. El hombre sencillo que reza de todo corazón está más cerca de Dios y es más querido por Él que el talmudista.

Luces de bengala y manzanas con la piel quemada de azúcar empalagosa; tiovivos con cabellos blancos; organillos sonoros; espejos fantásticos que te alargan, te engordan, te hacen enana (Jake, ¿dónde está Jake, Jake, Jake?); el mago que pasa por el pueblo en julio, en su jira veraniega, con un sombrero de copa y toda una comunidad de conejos hambrientos, cuervos amaestrados y ratoncillos ciegos entre los pliegues de su capa rojinegra, como Mandrake; jarras de limonada y agua de frambuesa; raspados de chocolate y naranja; nuestra veranda con su sofá-mecedora cubierto por una lona de listas rayadas, blancas y azules, desde donde vemos que los granjeros siembran otra vez, bajo el sol, con sus sombreros de paja y sus camisas de dril azul, oh say can you see, you have fought all wars, mama loshon, Na-Aseh V’Nishma, haremos y obedeceremos, let us go to America, said a Jew from Kiev to his wife after he had lost his fortune in a pogrom, let us leave this hellish place where men are beasts, and let us go to America, where there is no ghetto and no pale, where there are no pogroms ans where even Jews are men.

Después, cuando todo terminó, tu padre te buscó y tú le dijiste que sólo un minuto, un minuto y en la calle, en la esquina de la 45 y Madison, en cualquier calle del centro y el viejo con el traje cruzado y el sombrero gris se acercó a ti y te dejó la tarjeta con el nombre y la dirección de un hotel en Central Park North, te dijo que ahora vivía en el hotel, nunca más en una casa o dentro de una comunidad, te dijo rápidamente, sin mirarte, que en el hotel entras y sales a tu gusto, comes solo y a tus horas sin hablarle ni al mesero, vas solo al cine en las noches y quizás con el tiempo te haces de algunos amigos y hasta vas a jugar golf y si querías verlo debías preguntar por Johnson, Garson Johnson, en la administración ya saben. No te besó y desapareció por Madison Avenue, chinando.

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