Mientras hablabas, Javier cerró sin ruido los postigos y en la oscuridad del cuarto dijo:
– Y tú lo buscas desde que te conozco.
– ¿Por qué cierras los postigos a las seis de la tarde?
– El pasillo es público. Pueden verte allí, con… con el vestido más arriba del muslo.
Reíste, con una risa que salía burbujeante de tu cuello largo. Y Javier, en la oscuridad, cerró los ojos y yo traté de memorizar las puertas de cristal que se abren sobre un corredor al aire libre que recorre los cuatro costados del patio interior del hotel. Levanté la vista y vi que había mentido: no era un patio al aire libre: lo cubría una bóveda de cristales opacos mal ensamblados sobre la araña de fierro negro que, en las coyunturas de fierro y vidrio, había acumulado unas entrepiernas de polvo.
Javier apartó las cobijas y se metió en silencio a la cama. Se acostó boca abajo. Tus rodillas, sentada, levantaban el cobertor y aunque Javier trató de dejar la cabeza fuera de las sábanas, el olor de la mujer ya se había apoderado del lecho. Agua de Colonia, menstruación, el cansancio del viaje. Javier murmuró, con la sábana sobre el rostro:
– Los americanos todavía saben oler; son asépticos y cualquier olor se vuelve agresivo, les ofende. Aquí estamos inmunes al olor.
Bajó la sábana del rostro y miró por el rabo del ojo a esa mujer que fumaba con los ojos abiertos, pensativa y lejana. Volvió a cubrirse el rostro y respiró tus olores.
I’m just a deteriorating boy, mamma.
Y creyó dormir un momento. No sintió nada. Después, de un arañazo, se quitó la sábana del rostro.
– ¡Ligeia! ¡Ligeia!
Tú ya no estabas sentada sobre la cama, como él te había visto la última vez. Quedaba tu presión invisible sobre la almohada, sobre las sábanas. Javier miró hacia el baño. La luz estaba apagada. Suspiró. Gritó:
– ¡Por piedad!
¿Cómo darla o recibirla, dragona? Se me hace que todos queremos cerrar nuestras vidas, saber que el círculo ha concluido y que la línea ha vuelto a encontrar la línea, el inicio: queremos completar tantas vidas dentro de nuestra vida, queremos, así sea nuestro sustento la razón, la voluntad o el sueño, creer que nuestro pasado significa algo en sí; todos somos poetas inconscientes y oponemos a la naturaleza estos designios aislados, a ella que no nos considera seres distintos, sino mezclas indiferenciadas de esta marea sin principio ni fin. ¿Cómo evocar, entonces, cómo hacer sentir que el mundo se mueve dentro de nosotros, a quien ha cerrado ese círculo con la falsa ilusión de dejarlo atrás, de haberlo comprendido para siempre? Tú tienes que decírselo; tú podrías repetir una frase cualquiera, una frase cotidiana:
– Es un cío. Cuando termines de comer los camarones, te enjuagas los dedos en él. Así. Tienes que aprender estas cosas. Si no, dirán que no te supimos educar.
Entonces Javier tendrá que recordar que se preguntó a sí mismo:
– ¿A dónde irá después de la cena?
Y también que un día quiso seguirla y se perdió. Tenía diez años y fue la primera vez que salió a la ciudad sin saber a dónde debía ir. Antes, al salir solo, siempre supo que la ruta era la del colegio, la del parque o la de la tienda de dulces. Además, al colegio lo llevaba un camión. Esta vez, en cambio, esas coordenadas de la Calzada del Niño Perdido a la escuela marista en la Avenida Morelos se perdieron a las cuatro o cinco cuadras y se dio cuenta de que no conocía la ciudad, de que en realidad nunca había andado solo por la ciudad.
– ¿Dónde estuviste esta tarde?
– Fui al cine Parisiana.
– ¿Con quién?
– Con dos amigos del colegio.
– ¿Cómo se llaman?
– Pedro y Enrique.
– ¿Qué película viste?
– Una con muchos bailes. No sé cómo se llama.
– Déjame ver el periódico. Allí debe decir.
Después de todo, no había crecido en la ciudad; llevaba un año viviendo allí. Y antes los trenes eran todo, más que las ciudades. Retrasados y descompuestos, detenidos, a veces, veinticuatro horas en medio de un desierto mientras su madre se secaba el sudor con unos pañuelos de encaje y su padre jugaba a las cartas con otros hombres en el salón comedor que olía a plátanos negros. Primero, pedían que nadie bajara del tren porque la descompostura era leve y quedaría arreglada en veinte minutos; luego, cuando se corría el rumor de que la vía estaba volada, algunos pasajeros bajaban y fumaban cigarrillos y bebían las cantimploras pero el sol era demasiado fuerte y todos volvían a refugiarse en los carros y su madre se secaba el sudor de la nuca y entre los pechos. A él le habían dicho:
– No vayas a bajar. Es peligroso.
A través de los cristales cubiertos de polvo se veía ese desierto como un miraje de sí mismo, sin color, pero esperando que pasara algo terrible y todos los colores nacieran de la ausencia de color. Sólo las nubes parecían jugar carreras y eso podía entretenerlo, pero no por mucho tiempo. Quería creer que el tren estaba cansado; había jadeado y gruñido para llegar tan alto y ahora se echaba boca abajo y resoplaba sin fuerzas y todo olía a vapor cansado, a grasa y a comida vieja. Con el dedo, Javier comenzó a dibujar figuras sobre el cristal, casas y árboles y rostros.
– Lávate las manos.
Un viejo estaba comiendo chongos zamoranos y le convidó. Javier tenía calor pero le habían prohibido quitarse el saco color ladrillo, de lana. Se sentó junto al viejo que comía los chongos con una cuchara de madera y el viejo sonrió y le ofreció una de esas bolas de leche cuajada con la cuchara y Javier abrió la boca y gustó el sabor empalagoso y la rugosidad de la cuchara, astillada. El viejo sonrió sin dientes. La miel le rodaba del mentón arrugado y la pechera sin corbata. Usaba un sombrero de fieltro desteñido y un traje negro con los codos rotos y las solapas raídas y comía chongos zamoranos sin decir nada.
– ¿No está el niño?
– Sí, en la sala.
– ¿Qué hace?
– La tarea.
– Cierra la puerta.
La puerta de la recámara o la puerta del gabinete cuando el tren cruzaba el río y atrás se perdían todas esas cosas. Las casas sin barda, rodeadas de césped. La enseña de madera con el nombre de la familia. Las tiendas. Los cines. Las fuentes de soda. La gente distinta. No, la gente distinta es la que subía al tren en Nuevo Laredo, después de cruzar el río ancho y turbio y poco hondo entre las barrancas de lodo, el río punteado de islotes de arena y matorrales. Entonces el idioma se vuelve a entender, las alusiones, los chistes, esa manera de hablar sin referirse directamente a las cosas, como si todo quemara la lengua, todo fuese prohibido y secreto y necesitara ser emboscado por palabras lejanas porque la palabra directa es peligrosa y exige su amortiguador, su diminutivo, su albur. Raúl se rascaba la cabeza con los tirantes sueltos sobre las caderas y extendía las cosas que había comprado del otro lado. Los enchufes y los transformadores, las planchas y las cafeteras eléctricas y Ofelia se paraba frente al espejo del gabinete y detenía sobre el cuerpo el vestido nuevo hasta ver el reflejo de la mirada del niño que se había parado con un barquillo en la mano junto a la puerta y la cerraba.
No entendía lo que decían en la mesa. Y hablaban poco. Pero, sin saber por qué, imaginaba que los rostros y las manos, los cuerpos y sus gestos, tan conocidos, nada tenían que ver con las palabras que decían durante las comidas.
– Pásame la sal.
Raúl, además tenía la manía de quebrar la telera y echar pedazos de pan a la sopa.
– Te noto cansado.
Y Ofelia exprimía un limón sobre la sopa, todos los días.
– Sí. No es para menos.
Javier espantaba las moscas que se posaban sobre la red de fierro negro que protegía las piezas de pan; y a veces el pan se hacía viejo allí y empezaba a blanquearse.
– Quizás este fin de año podremos salir de vacaciones.
Lo más divertido eran los cuadros del comedor: largos y estrechos, barnizados, contaban la historia de un niño que molesta a un perro dormido -primer cuadro-; el perro despierta -segundo-; muerde el pantalón del niño -tercero- que se encarama, llorando, por un árbol.