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– It’s the wrong song, in the wrong style, though your smile is lovely it’s the wrong smile…

Vía de administración, oral. Dosis, la que el médico señale. Úsese exclusivamente por prescripción y bajo la vigilancia médica. Su venta requiere receta de facultativo con título registrado en la Secretaría de Salubridad y Asistencia.

– Y en un nivel que se confunde, a la vez que se distingue, del tono pastoso de la cantante femenina, la otra voz de mujer, siempre sin rostro, igual que la voz oculta del tocadiscos.

Qué remedio, Elizabeth. Las cosas sucederán siempre en otra parte. Puro origen o puro destino.

– Eres muy atractivo… -dijiste con una voz plana.

– Sí. Me toma la mano, me acerco a ella, coloco la otra mano sobre la espalda que encuentro desnuda y ella me rodea los hombros con un brazo, mantiene el otro suelto, pegado al muslo, mientras yo le aprieto la muñeca y apenas nos movemos.

Canturreaste:

– You don’t know how happy I am that we met, I’m strangely attracted to you…

– Yo dándome cuenta de que el ligero desplazamiento del baile nos acerca y nos aleja de esa luz discontinua, aislada. De que podría conocer su rostro. De que no valdría la pena alejarme del abrazo del baile para hacerlo. De que me estoy dejando arrastrar, a través de esta ceguera artificial, a un conocimiento tanto más exacto cuanto más fortuito en apariencia, a una tibieza elemental, más olvidada que desconocida.

Javier levantó el frasco de Stelabid que mantenía en la mano y lo acercó al reflejo de su rostro en el espejo del baño. Tú entraste al baño y te reflejaste detrás de Javier. Bajaste la mirada y tomaste otro frasco y leíste la etiqueta. Este medicamento es de empleo delicado. Ácido orático 55.80 mg. Xantina 6.66 mg. Adenina 3.34 mg. Excipiente c.p.b. 250.00 mg. Lo colocaste en la repisa.

– Me asalta otro temor. Que esas palabras sólo provoquen su risa. Que ella, como yo, sólo sepa decir las frases hechas que yo también temo decir. Guardo silencio. Cierro los ojos junto a su mejilla y siento el aliento fuerte, joven, disolverse en la vaga esencia de los senos altos y apretados que, al apartarme, veo alumbrados por las dos luces en combate que dibujan el perfil de…

Te quitaste la blusa y la arrojaste sobre la tapa del excusado. Con la cadera, empujaste a Javier hacia un lado del lavabo. Abriste el grifo.

– ¿Habrá agua caliente en esta guarida?

Extendiste la palma de la mano bajo el chorro de agua ferrosa.

– Qué remedio. Sólo hay agua fría. Préstame la navaja.

Javier se acercó, tomó la navaja y te la entregó.

– Nos miramos, Ligeia. Miro los ojos negros, los párpados largos, gruesos, casi orientales, los labios naranja, los hoyuelos profundos en las mejillas tersas y acaloradas. Toda la piel de morena clara.

Tú levantaste un brazo frente al espejo y te enjabonaste la axila.

– Toda ella contenida en mis brazos. Vista ahora y vista para siempre.

Con el entrecejo arrugado, te pasaste el rastrillo por la axila. Javier te abrazó del talle, tomó tus senos y tú gritaste.

– Es, es, pasó, no volverá a ser, termina el disco, there’s someone I’m trying so hard to forget…

– ¡Idiota! -Te llevaste una mano a la axila y mostraste la sangre, embarrada en los dedos, a Javier. -¡Me hiciste cortarme! Dame un poco de agua de Colonia.

– Regreso a la mesa, busco mi vaso-. Javier destapó el frasco de Colonia. -No lo encuentro, regreso al punto exacto donde lo había dejado, ella ya no está-. Vació un poco en la palma de la mano. -Trato de encontrarla, sin moverme, guiando los ojos, ¿ves?

– ¡Date prisa! -gritaste con el brazo levantado-. ¡Se va a evaporar!

Javier fregó la axila afeitada de la señora Elizabeth Jonas de Ortega con la mano.

– ¡Ay, pica!

– …tratando de distinguirla entre las parejas que bailan lentamente la música del nuevo disco, recordando ya su talle, su mejilla, el lóbulo de su oreja, su olor, recordando ya que no habló, no dijo nada, que es, pasó…

– Javier, hazte a un lado y déjame en paz.

Te enjabonaste la otra axila. Javier se recargó contra la pared de azulejos mal colocados, flojos, pintarrajeados de cal. Diez en aprovechamiento, cero en moral.

– No, no es así. No es así. Así no. Miento. Así no.

– You don’t know how happy I am that we met -canturreaste mientras te afeitabas-. I’m strangely attracted to you; there’s someone I’m trying so hard to forget, don’t you want to forget someone too?…

– Escucha, Ligeia. ¿Prometes escucharme en silencio?

– Creo que me estoy empezando a enfermar.

– ¿Qué te pasa?

– Mi mes, idiota. Vé si traemos unos kotex entre tus tesoros medicinales.

Javier abrió de nuevo la petaquilla y hurgó entre el algodón, la tela adhesiva, la gasa, la botella de yodo.

– No, no trajimos.

Te detuviste, mi cuatacha, hecha un jabalí.

– Anda, haz poesía de eso…

– No lo aguanto. Ya sabes…

– En cambio, no se te olvidaron todos los menjurjes esos para los nervios, que sólo sirven para intoxicarte…

Javier tomó tus hombros desnudos y los apretó con fuerza.

– Sabes que estoy enfermo.

Quisiste zafarte con una mueca de gárgola.

– Me haces daño. Son puras figuraciones tuyas. Todos los médicos…

– ¡Los médicos no saben nada!

Te agitó y tú cerraste los ojos y te dejaste caer.

– ¡Yo sé lo que siento!

Te soltó muy delicadamente y tú te abrazaste a ti misma.

– Entonces dame un poco de algodón -dijiste en voz baja.

Javier arrancó con cuidado un puñado de algodón y te lo entregó. Salió del cuarto de baño a la recámara y se recostó. Se levantó velozmente cuando escuchó tu paso y tú te dejaste caer sobre la cama rechinante del cuarto de hotel de segunda en Cholula, donde ya habías descubierto, en menos de una hora de habitarlo, dos pulgas gordas, abotagadas de sangre, que tú misma aplastaste contra la pared; las viste de nuevo al caer sobre la cama.

– Debimos haber seguido a Veracruz, Javier.

Fue él quien, al verte arrojada sobre la cama, pensó que tu talle aún poseía, a pesar de todo, la flexibilidad de un carrizo y apuesto que se dijo que sería una pedantería recordar el nombre científico del carrizo de modo que sólo murmuró, con la esperanza -no sólo de pan vive el hombre- de que no lo escucharas:

– Phragmites communis…-Y en seguida se ordenó callar, cuando ya tenía en el paladar la definición:

– Un roseau pensant…

– Me aburre terriblemente esa historia -dijiste.

– Ustedes insistieron en detenerse a ver las ruinas. Por mí…

– Yo también podría repetir historias -gemiste y dejaste colgar la cabeza y las piernas en los extremos de la cama cubierta por una frazada de algodón blanco con manchas amarillas, de orín.

– Javier, por favor toma un kleenex y arranca esas pulgas aplastadas.

Pero Javier no se movió de su lugar junto a las puertas de cristal.

– Si quieres, yo también te aburriría con mis historias.

La sangre corrió hacia tu cabeza y te hinchó las venas de la sien y la frente y el cuello; dejaste que los zapatos se te desprendieran de los pies cansados y moviste los dedos como sobre un teclado.

– Huele mal aquí, ¿no te has dado cuenta? ¿No piensas reclamar en la gerencia?

Javier jugueteó con la varilla dorada de la cual colgaba la muselina que cubría los vidrios de la puerta.

– Lo pintoresco es mugroso. Algún día habrá un Cholula Hilton, no te preocupes.

La sangre te zumbaba en la cabeza y las pulgas aplastadas seguían allí y tú cerraste los ojos y volviste a mover los dedos de los pies.

– Yo podría contarte otra vez la historia de Elena.

– ¿Elena?

Levantaste la cabeza con un esfuerzo y trataste de mirarlo con asombro.

– Elena, sí, Elena. ¿No recuerdas la playa de Falaraki? ¿Los guijarros de colores y los higos que vendía Elena? Unos higos calientes, corrompidos por el sol, que Elena traía en una cubeta y ofrecía a los que estábamos tendidos como marsopas recibiendo ese mismo sol que acaba por pudrirlo todo…

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