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En el corral de comedias
lloviendo a la puerta están
mojadas y más mojadas
por colarse sin pagar

Singular carácter, el nuestro. Como alguien escribiría más tarde, afrontar peligros, batirse, desafiar a la autoridad, exponer la vida o la libertad, son cosas que se hicieron siempre en cualquier rincón del mundo por hambre, ambición, odio, lujuria, honor o patriotismo. Pero meter mano a la blanca y darse de cuchilladas por asistir a una representación teatral era algo reservado a aquella España de los Austrias que para lo bueno, que fue algo, y lo malo, que fue más, vivi en mi juventud: la de las hazañas quijotescas y estériles, que cifró siempre su razón y su derecho en la orgullosa punta de una espada.

Nos llegamos, como dije, a la puerta del corral, sorteando los grupos de gente y los mendigos que acosaban a todos pidiendo limosna. Por supuesto que la mitad eran ciegos, cojos, mancos y tullidos fingidos, autoproclamados hidalgos con mala fortuna que no pedían por necesidad, sino por un accidente; y hasta debías excusarte con un cortés dispense vuestra merced, que no llevo dineros si no querías verte increpado con malos modos. Y es que hasta en su manera de pedir son diferentes los pueblos: los tudescos cantan en grupo, los franceses limosnean serviles con oraciones y jaculatorias, los portugueses con lamentaciones, los italianos con largas relaciones de sus desgracias y males, y los españoles con fueros y amenazas, respondones, insolentes y mal sufridos.

Pagamos un cuarto en la primera puerta, tres en la segunda para limosna de hospitales, y veinte maravedís para obtener asientos de banco. Por supuesto que nuestras localidades se hallaban ocupadas, aunque bien las pagamos; pero no queriendo andar en pendencias conmigo de por medio, el capitán, Don Francisco y los otros decidieron que nos quedaríamos atrás, junto a los mosqueteros. Yo lo miraba todo con ojos tan abiertos como es de suponer, fascinado por el gentío, los vendedores de aloja y golosinas, el ruido de conversaciones, el revuelo de guardainfantes, faldas y basquiñas en la cazuela de las mujeres, las trazas elegantes de la gente de calidad asomada a las ventanas de los aposentos. Se decía que el Rey en persona solía asistir desde allí, de incógnito, a representaciones que eran de su agrado. Y la presencia aquella tarde de algunos miembros de la guardia real en las escaleras, sin uniforme pero con apariencia de hallarse de servicio, podía indicar algo de eso. Acechábamos las ventanas, esperando descubrir allí a nuestro joven monarca, o a la reina; pero no reconocíamos a ninguno de ellos en los rostros aristocráticos que de vez en cuando se dejaban ver entre las celosías. A quien sí vimos fue al propio Lope, a quien el público rompió a aplaudir cuando apareció allá arriba. Vimos también al conde de Guadalmedina acompañado de unos amigos y unas damas, y Álvaro de la Marca respondió con una sonrisa cortés al saludo que el capitán Alatriste le dirigió desde abajo tocándose el ala del sombrero.

Unos amigos ofrecieron lugar junto a ellos, en un banco, a Don Francisco de Quevedo, y éste se excusó con nosotros, yendo a sentarse allí. Juan Vicuña y el Licenciado Calzas estaban aparte, conversando sobre la obra que íbamos a ver, y que Calzas mucho había apreciado años antes, cuando el estreno. Por su parte, Diego Alatriste se mantenía a mi lado, haciéndome sitio junto a la viga del degolladero para que me pudiera mantener en primera fila de los mosqueteros y ver la representación sin estorbo. Había comprado obleas y barquillos que yo hacía crujir en mi boca, encantado, y tenía una mano puesta sobre mi hombro para evitar que me zarandearan los empujones. Y en un momento dado sentí que esa mano se ponla rígida, y luego se retiraba despacio hasta apoyarse en el pomo de la espada.

Seguí la dirección de sus ojos, cuya expresión se había endurecido, y entre la gente alcancé a distinguir a los dos hombres que el día anterior estuvieron rondando cerca de nosotros en las gradas de San Felipe. Ocupaban lugar entre los mosqueteros y me pareció verles cambiar un signo de inteligencia con otros dos que entraron por una de las puertas para situarse cerca. Su manera de llevar calado el sombrero y terciar la capa, los bigotes de guardamano y barbas de gancho, algún chirlo en la cara y la forma de pararse con las piernas abiertas y mirar a lo zafio, delataban sin duda a bravos de a tanto la cuchillada. De tales estaba lleno el corral, eso es cierto; pero aquellos cuatro parecían singularmente interesados en nosotros.

Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia, gritaron ¡sombreros! los mosqueteros, descubrióse todo el mundo, descorrieron la cortina, y mi atención voló sin remedio de los valentones a la escena, donde salían ya los personajes de doña Laura y Urbana, con mantos. Delante del telón de fondo, un pequeño bastidor de cartón pintado imitaba la Torre del Oro.

-Famoso está el Arenal.
-¿ Cuándo lo dejó de ser?
-No tiene, a mi parecer, todo el mundo vista igual.

Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la vida del capitán Alatriste y en la mía. Pero aquel día, en el corral del Príncipe, la de Castro no era para mí sino la hermosa Laura que acude con su tía Urbana al puerto de Sevilla, donde las galeras se aprestan a zarpar, y donde se encuentra de modo casual con Don Lope y Toledo, su criado.

Abreviar es menester;
que ya se quieren partir
¡Oh, qué victoria es huir
las armas de una mujer!

Todo se desvaneció a mi alrededor, colgado como estaba de las palabras que salían de la boca de los actores. Por supuesto, a los pocos minutos yo estaba en pleno Arenal de Sevilla locamente enamorado de Laura, y deseaba tener la gallardía de los capitanes Fajardo y Castellanos, y darme de estocadas con los alguaciles y los corchetes antes de embarcarme en la Armada del Rey, diciendo, como Don Lope:

Hube de sacar la espada.
aquéla para un hidalgo
noble, por cierto; que es justo
honrar al que da disgusto,
si un hombre se tiene en algo.
Que afrentar, aunque sea un loco
ausente, al que se atrevió
a ofenderos, pienso yo
que es tenerse un hombre en poco.

Fue en ese momento cuando uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián, la capa doblada en cuatro sobre un hombro y la mano en el puño de la espada. Prosiguió la representación, centré de nuevo en ella mi atención, y aunque Diego Alatriste seguía callado e inmóvil, el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír a la gente. Sentí entonces cómo la mano del capitán, que había vuelto a apoyar en mi hombro, me apartaba suavemente a un lado, y noté cómo después se retiraba un poco la capa, a fin de desembarazar la empuñadura de la daga que llevaba al cinto detrás del costado izquierdo. Terminaba en ese instante el primer acto, sonaron los aplausos del público, y Alatriste y nuestro vecino se sostuvieron la mirada silenciosamente, sin que de momento las cosas fueran más allá. Dos a cada lado, algo más lejos, los otros cuatro individuos no nos quitaban ojo de encima.

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