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El negocio estaba claro y aparentaba mal cariz; más yo no tenía medio de recorrer los treinta pasos que distaba la casa sin que me vieran. Cavilando en ello, deshice cauto el fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia, podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance. Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. Así que, como tantas veces lo había visto hacer al capitán, comprobé a tientas que la piedra de chispa estaba en su sitio y eché hacia atrás, procurando ahogar su chasquido con la capa, la llave para montar el perrillo que la disparaba. Después me la puse entre el jubón y la camisa, monté la segunda y estuve con ella en la mano, teniendo la espada en la otra. La capa, desembarazada por fin, la puse sobre mis hombros. De ese modo volví a quedarme quieto, aguardando.

No fue mucho tiempo más. Una luz brilló en el enorme zaguán de la casa, apagándose luego, y un carruaje pequeño asomó por una de las salidas de la plazuela. Junto a él se destacó una silueta negra que se aproximó al zaguán, y durante un brevísimo instante conferenció allí con otras dos sombras que acababan de aparecer. Después la silueta negra regresó a su esquina, las sombras subieron al carruaje, y éste pasó con sus mulas negras y la presencia fúnebre de un cochero en el pescante, casi rozándome, antes de alejarse en la oscuridad.

No tuve holgura para reflexionar sobre el misterioso carruaje. Aún sonaba el eco de los cascos de las mulas, cuando en el lugar donde estaba apostada la silueta negra sonó un nuevo silbido, otra vez aquel tirurí-ta-ta, y de la sombra más cercana llegóme el sonido inconfundible de una espada saliendo despacio de su vaina. Rogué desesperadamente a Dios que apartase otra vez las nubes que cubrían la luna, y me permitiera ver mejor. Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla; nuestro Sumo Hacedor debía de andar ocupándose en otros menesteres, pues las nubes siguieron en su sitio. Empecé a perder la cabeza, y todo me daba vueltas. De modo que dejé caer la capa y me puse en pie, intentando alcanzar mejor lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces la silueta del capitán Alatriste apareció en el zaguán.

A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. La sombra que estaba más cerca de mí se destacó de su resguardo, moviéndose hacia Diego Alatriste casi al mismo tiempo que yo. Contuve el aliento mientras daba hacia ella, inadvertida de mi presencia, uno, dos, tres pasos. En ese momento Dios quiso parar mientes en mí, y apartó la nube; y pude distinguir bien, a la escasa luz de la luna turca, la espalda de un hombre fornido que avanzaba con el acero desnudo en la mano. Y por el rabillo del ojo vi a otros dos que se destacaban desde las esquinas de la plaza. Y mientras, con la espada del capitán en la zurda, alzaba la diestra armada con la pistola, vi también que Diego Alatriste se había detenido en mitad de la plazuela y en su mano brillaba el pequeño destello metálico de su inútil cuchilla de matarife. Entonces di dos pasos más, y ya tenía prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro cuando apreté el gatillo y salió el pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las Ánimas.

El resto fue aún más rápido. Grité, o creí hacerlo, en parte para alertar al capitán, en parte por el terrible dolor del retroceso del arma, que casi me descoyunta el brazo. Pero el capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada por encima del hombre que estaba ante mí -o por encima del lugar donde había estado el hombre que antes se hallaba ante mí-, ya saltaba hacia ella, apartándose para evitar que lo lastimara, y empuñóla apenas tocó el suelo. Entonces la luna volvió a ocultarse tras una nube, yo dejé caer la pistola descargada, saqué del jubón la otra y, vuelto hacia las dos sombras que cerraban sobre el capitán, apunté, sosteniendo el arma con ambas manos. Pero me temblaban tanto que el segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío, mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán Alatriste que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.

Diego Alatriste los había visto acercarse un momento antes del primer pistoletazo. Cierto es que apenas salió a la calle aguardaba algo como aquello, y conocía lo vano del intento de vender cara su piel con la ridícula cuchilla. El fogonazo del arma lo desconcertó tanto como a los otros, y en un primer momento creyó ser objeto de éste. Luego oyó mi grito, y todavía sin comprender cómo diablos andaba yo a tan menguada hora en aquel paraje, vio venir su espada por el aire como caída del cielo. En un abrir y cerrar de ojos se había hecho con ella, justo a tiempo de enfrentarse a los aceros que lo requerían con saña. Fue el resplandor del segundo disparo el que le permitió hacerse idea de la situación, una vez la bala pasó zurreando orejas entre sus atacantes y él; y pudo así afirmarse contra ellos, conociendo que uno lo acosaba desde la zurda y otro por el frente, en un ángulo aproximado de noventa grados, de modo que el que tenía ante sí obraba para fijarlo en esa postura, mientras el segundo aprovechaba para intentar largarle una cuchillada mortal hacia el costado izquierdo o el vientre. Se había visto en situación parecida otras veces, y no era fácil batirse contra uno, cubriéndose del otro con sólo la mano izquierda armada de la corta cuchilla. Su destreza consistió en girar cada vez bruscamente a diestra y siniestra para ofrecerles menos espacio, aunque el cuidado lo obligaba a hacerlo más a la izquierda que a la derecha. Seguían ellos cerrándole a cada movimiento, de modo que a la docena de fintas y estocadas ya habían descrito un círculo completo a su alrededor. Dos cuchilladas de través resbalaron sobre el coleto de piel de búfalo. El cling clang de las toledanas resonaba a lo largo y ancho de la plazuela, y no dudo que, de ser lugar más habitado, entre ellas y mis pistoletazos habrían llenado las ventanas de gente. Entonces, la suerte, que como fortuna de armas socorre a quien se mantiene lúcido y firme, vino en auxilio de Diego Alatriste; pues quiso Dios que una de sus estocadas entrase por los gavilanes de la guarda hasta los dedos o la muñeca de un adversario, quien al sentirse herido se retiró dos pasos con un por vida de. Para cuando se rehizo, Alatriste ya había lanzado tres mandobles como tres relámpagos sobre el otro contrario, a quien la violencia del asalto hizo perder pie y retroceder a su vez. Aquello bastó al capitán para afirmarse de nuevo con serenidad, y cuando el tocado en la mano acudió de nuevo, el capitán soltó la cuchilla de la zurda, se protegió la cara con la palma abierta, y lanzándose a fondo le metió una buena cuarta de acero en el pecho. El impulso del otro hizo el resto, y él mismo se pasó de parte a parte mientras soltaba el arma con un ¡Jesús! y ésta sonaba, metálica, en el suelo a espaldas del capitán.

El segundo espadachín, que ya acudía, se detuvo en seco. Alatriste tiró hacia atrás para sacar la espada clavada en el primero, que cayó como un fardo, y se encaró con su último enemigo, intentando recobrar el aliento. Las nubes se habían apartado lo suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.

– Ya estamos parejos -dijo el capitán, entrecortado el resuello.

– Que me place -repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y no vista como el ataque de un áspid. El capitán, que bien había estudiado al italiano cuando los dos ingleses, y la esperaba, hurtó el cuerpo, opuso la mano izquierda para eludirla, y el acero enemigo se deslizó en el vacío; aunque, al retroceder, sintió una cuchillada de daga en el dorso de la mano. Confiando en que el italiano no le hubiera cortado ningún tendón, cruzó el brazo derecho con el puño alto y la espada hacia abajo, apartando con un seco tintineo la espada que volvía a la carga en una segunda estocada, tan asombrosa y hábil como la primera. Retrocedió un paso el italiano y de nuevo quedaron quietos uno frente a otro, respirando ruidosamente. La fatiga empezaba a hacer mella en ambos. El capitán movió los dedos de la mano herida, comprobando aliviado que respondían: los tendones estaban intactos. Sentía la sangre gotear lenta y cálida, dedos abajo.

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