más imponente que hubiera visto en su larga existencia. Sobre un fondo de montañas estriadas de violado por gargantas profundas se alzaba un palacio rosado, un alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi aéreo por el alto zócalo de una escalinata de piedra. A un lado había largos cobertizos tejados, que debían de ser las dependencias, los cuarteles y las caballerizas. Al otro lado, un edificio redondo, coronado por una cúpula asentada en blancas columnas, del que salían varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que se iba acercando, Tí Noel descubría terrazas, estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos artificiales y laberintos de boj. Al pie de pilastras macizas, que sostenían un gran sol de madera negra, montaban la guardia dos leones de bronce. Por la explanada de honor iban y venían, en gran tráfago, militares vestidos de blanco, jóvenes capitanes de bicornio, todos constelados de reflejos, sonándose el sable sobre los muslos. Una ventana abierta descubría el trabajo de una orquesta de baile en pleno ensayo. A las ventanas del palacio asomábanse damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por
el talle demasiado alto de los vestidos a la moda. En un patio, dos cocheros de librea daban esponja a una carroza enorme, totalmente dorada, cubierta de soles en relieve. Al pasar frente al edificio circular del que habían salido los sacerdotes, Ti Noel vio que se trataba de una iglesia, llena de cortinas, estandartes y baldaquines, que albergaba una alta imagen de la Inmaculada Concepción.
Pero lo que más asombraba a Ti Noel era el descubrimiento de que ese mundo prodigioso, como no lo habían conocido los gobernadores franceses del Cabo, era un mundo de negros. Porque negras eran aquellas honrosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones; negros aquellos dos ministros de medias blancas, que descendían, con la cartera de becerro debajo del brazo, la escalinata de honor; negro aquel cocinero, con co1a de armiño en el bonete, que recibía un venado de hombros de varios aldeanos conducidos por el Montero Mayor; negros aquellos húsares que trotaban en el picadero; negro aquel Gran Copero, de cadena de plata al cuello, que contemplaba, en compañía del Gran Maestre de Cetrería, los ensayos de
actores negros en un teatro de verdura, negros aquellos lacayos de peluca blanca, cuyos botones dorados eran contados por un mayordomo de verde chaqueta, negra, en fin, y bien negra, era la Inmaculada Concepción que se erguía sobre el altar de la capilla, sonriendo dulcemente a los músicos negros que ensayaban un salve. Ti Noel comprendió que se hallaba e Sans-Souci, la residencia predilecta del rey Henri Christophe, aquel que fuera antaño cocinero en la calle de los Españoles, dueño del albergue de La Corona , y que hoy fundía monedas con sus iniciales, sobre la orgullosa divisa de Dios, mi causa y mí espada.
El viejo recibió un tremendo palo en el lomo. Antes de que le fuese dado protestar, un guardia lo estaba conduciendo, a puntapiés en el trasero, hacia uno de los cuarteles. Al verse encerrado en una celda, Ti Noel
comenzó a gritar que conocía personalmente a Henri Christophe, y hasta creía saber que se había casado desde entonces con María Luisa Coidavid, sobrina de una encajera liberta que iba a menudo a la hacienda de Lenormand de Mezy. Pero nadie le hizo caso. Por la tarde se le llevó, con otros presos, hasta el pie del Gorro del Obispo, donde había grandes montones de materiales de construcción. Le entregaron un ladrillo.
– jSúbelo!… ¡Y vuelve por otro!
– Estoy muy viejo.
Ti Noel recibió un garrotazo en el cráneo. Sin objetar más, emprendió la ascensión de la empinada montaña, metiéndose en una larga fila de niños, de muchachas embarazadas, de mujeres y de ancianos, que también llevaban un ladrillo en la mano. El viejo volvió la cabeza hacia Millot. En el atardecer, el palacio parecía más rosado que antes. Junto a un busto de Paulina Bonaparte, que había adornado antaño su casa del Cabo, las princesitas Atenais y Amatista, vestidas de raso alamarado, jugaban al volante. Un poco más lejos, el capellán de la reina -único semblante claro en el cuadro- leía las Vidas Paralelas de Plutarco al príncipe heredero, bajo la mirada complacida de Henri Christophe, que paseaba, seguido de sus ministros, por los jardines de la reina. De paso, Su Majestad agarraba distraídamente una rosa blanca, recién abierta sobre los bojes que perfilaban una corona y un ave fénix al pie de las alegorías de mármol.
III EL SACRIFICIO DE LOS TOROS
En la cima del Gorro del Obispo, hincada de andamios, se alzaba aquella segunda montaña -montaña sobre montaña- que era la Ciudadela La Ferriére. Una prodigiosa generación de hongos encarnados, con lisura y cerrazón de brocado, trepaba ya a los flancos de la torre mayor -después de haber vestido los espolones y estribos-, ensanchando perfiles de pólipos sobre las murallas de color de almagre. En aquella mole de ladrillos tostados, levantada más arriba de las nubes con tales proporciones que las perspectivas desafiaban los hábitos de la mirada, se
ahondaban túneles, corredores, caminos secretos y chimeneas, en sombras espesas. Una luz de acuario, glauca, verdosa, teñida por los helechos que se unían ya en el vacío, descendía sobre un vaho de humedad de lo alto de las troneras y respiraderos. Las escaleras del infierno comunicaban tres baterías principales con la santabárbara, la capilla de los artilleros, las cocinas, los aljibes, las fraguas, la fundición, las mazmorras. En medio del patio de armas, varios toros eran degollados, cada día, para amasar con su sangre una mezcla que haría la fortaleza invulnerable. Hacia el mar, dominando el vertiginoso panorama de la Llanura, los obreros enyesaban ya las estancias de la Casa Real, los departamentos de mujeres, los comedores, los billares. Sobre ejes de carretas empotrados en las
murallas se afianzaban los puentes volantes por los cuales el ladrillo y la piedra eran llevados a las terrazas cimeras, tendidas entre abismos de dentro y de fuera que ponían el vértigo en el vientre de los edificadores. A menudo un negro desaparecía en el vacío, llevándose una batea de argamasa. Al punto llegaba otro, sin que nadie pensara más en el caído. Centenares de hombres trabajaban en las entrañas de aquella inmensa construcción, siempre espiados por el látigo y el fusil, rematando obras que sólo habían sido vistas, hasta entonces, en las arquitecturas imaginarias del Piranese. Izados por cuerdas sobre las escarpas de la montaña llegaban los primeros cañones, que se montaban en cureñas de cedro a lo largo de salas abovedadas, eternamente en penumbras, cuyas troneras dominaban todos los pasos y desfiladeros del país. Ahí estaban el Escipión, el Aníbal, el Amílcar, bien lisos, de un bronce casi dora
do, junto a los que habían nacido después del 89, con la divisa aun insegura de Libertad, Igualdad. Había un cañón español, en cuyo lomo se ostentaba la melancólica inscripción de Fiel pero desdichado, y varios de boca más ancha, de lomo más adornado, marcados por el troquel del Rey Sol, que pregonaban insolentemente su Ultima Ratio Regum.
Cuando Ti Noel hubo dejado su ladrillo al pie de una muralla era cerca de media noche. Sin embargo, se proseguía el trabajo de edificación a la luz de fogatas y de hachones. En los caminos quedaban hombres dormidos
sobre grandes bloques de piedra, sobre cañones rodados, junto a mulas coronadas de tanto caerse en la subida. Agotado por el cansancio, el viejo se tumbó en un foso, debajo del puente levadizo. Al alba lo despertó un latigazo. Arriba bramaban los toros que iban a ser degollados en las primeras luces del día. Nuevos andamios habían crecido al paso de las nubes frías, antes de que la montaña entera se cubriera de relinchos, gritos, toques de corneta, fustazos, chirriar de cuerdas hinchadas por el rocío. Ti Noel comenzó a descender hacia Millot, en busca de otro ladrillo. En el camino pudo observar que por todos los flancos de la montaña, por todos los senderos y atajos, subían apretadas