VI LA NAVE DE LOS PERROS
Una mañana el puerto de Santiago se llenó de ladridos. Encadenados unos a otros, rabiando y amenazando tras del bozal, tratando de morder a sus guardianes y de morderse unos a otros, lanzándose hacia las gentes asomadas a las rejas, mordiendo y volviendo a morder sin poder morder, centenares de perros eran metidos, a latigazos, en
las bodegas de un velero. Y llegaban otros perros, y otros más, conducidos por mayorales de fincas, guajiros y monteros de altas botas. Ti Noel, que acababa de comprar un pargo por encargo del amo, se acercó a la rara embarcación, en la que seguían entrando mastines por docenas, contados, al paso por un oficial francés que movía rápidamente las bolas de un ábaco.
– ¿Adonde los llevan? -gritó Tí Noel a un marinero mulato que estaba desdoblando una red para cerrar una escotilla.
– ¡A comer negros! -carcajeó el otro, por encima de los ladridos.
Esta respuesta, dada en creóle, fue toda una revelación para Ti Noel. Echó a correr calles arriba, hacia la catedral, en cuyo atrio solían encontrarse otros negros franceses que aguardaban a que sus amos salieran de misa.
Precisamente la familia Dufrené, perdida toda esperanza de conservar sus tierras, había llegado a Santiago tres días antes, luego de abandonar la hacienda hecha famosa por la captura de Mackandal. Los negros de Dufrené traían grandes noticias del Cabo.
Desde el momento de embarcar, Paulina se había sentido un poco reina a bordo de aquella fragata cargada de tropas que navegaba ahora hacia las Antillas, llevando en el crujido del cordaje el compás de olas de ancho regazo. Su amante, el actor Lafont, la había familiarizado con los papeles de soberana, rugiendo para ella los versos más reales de Bayaceto y de Mitrídates. Muy desmemoriada, Paulina recordaba vagamente algo del Helesponto blanqueando bajo nuestros remos, que rimaba bastante bien con la estela de espuma dejada por El Océano, abierto de velas en un tremolar de gallardetes. Pero ahora cada cambio de brisa se llevaba varios alejandrinos. Después de haber demorado la partida de todo un ejército con su capricho inocente de viajar de París a Brest en una litera de brazos, tenía que pensar en cosas más importantes. En banastas lacradas se guardaban pañuelos traídos de la Isla Mauricio, los corseletes pastoriles, las faldas de muselina rayada, que iba a estrenarse en el primer día de calor, bien instruida como lo estaba, en cuanto a las modas de la colonia, por la duquesa de Abrantés. En suma, aquel viaje no resultaba tan aburrido. La primera misa dicha por el capellán desde lo alto del castillo de proa a la salida de los malos tiempos del Golfo de
Gascuña, había reunido a todos los oficiales en uniforme de aparato en torno al general Leclerc, su esposo. Los había de una esplendida traza, y Paulina, buena catadora de varones, a pesar de su juventud, se sentía deliciosamente halagada por la creciente codicia que ocultaban las reverencias y cuidados de que era objeto. Sabía que cuando los
faroles se mecían en lo alto de los mástiles, en las noches cada vez más estrelladas, centenares de hombres soñaban con ella en camarotes, castillos y sollados. Por eso era tan aficionada a fingir que meditaba, cada mañana, en la proa de la fragata, junto a la amura del trinquete, dejándose despeinar por un viento que le pegaba el vestido al cuerpo, revelando la soberbia apostura de sus senos.
Algunos días después de pasar por el Canal de las Azores y contemplar, en la lejanía, las blancas capillas portuguesas de las aldeas, Paulina descubrió que el mar se estaba renovando. Ahora se ornaba de racimos de uvas amarillas, que derivaban hacia el este; traía agujones como hechos de un cristal verde; medusas semejantes a vejigas
azules, que arrastraban largos filamentos encarnados; peces dientusos, de mala espina, y calamares que parecían enredarse en velos de novia de difusas vaguedades. Pero ya se había entrado en un calor que desabrochaba a los brillantes oficiales, a los que Leclerc, para poder hacer otro tanto, dejaba andar despechugados, con las casacas abiertas. Una noche particularmente sofocante, Paulina abandonó su camarote, envuelta en una dormilona, y fue a acostarse sobre la cubierta del alcázar, que había sido reservada a sus largas siestas. El mar era verdecido por extrañas fosforescencias. Un leve frescor parecía descender de estrellas que cada singladura acrecía. Al alba, el vigía
descubrió, con grato desasosiego, la presencia de una mujer desnuda, dormida sobre una vela doblada, a la sombra del foque de mesana. Creyendo que se trataba de una de las cameristas, estuvo a punto de deslizarse hacia ella por una maroma. Pero un gesto de la durmiente, anunciador del pronto despertar, le reveló que contemplaba el cuerpo de Paulina Bonaparte. Ella se froto los ojos, riendo como un niño, toda erizada por el alisio mañanero, y, creyéndose protegida de las miradas por las lonas que le ocultaban el resto de la cubierta, se vació varios baldes de agua dulce sobre los hombros. Desde aquella noche durmió siempre al aire libre, y de tantos fue conocido su generoso descuido que hasta el seco Monsieur d'Esmenard, encargado de organizar la policía represiva de Santo Domingo, llegó a soñar despierto ante su academia, evocando en su honor la Galatea de los griegos.
La revelación de la Ciudad del Cabo y de la Llanura del Norte, con su fondo de montañas difuminadas por el vaho de los plantíos de cañas de azúcar, encantó a Paulina, que había leído los amores de pablo y Virginia y conocía una linda cortradanza criolla, de ritmo extraño, publicada en París en la calle del Salmón, bajo el título de La Insular. Sintiéndose algo ave del paraíso, algo pájaro lira, bajo sus faldas de muselina, descubría la finura de helechos nuevos, la parda jugosidad de los nísperos, el tamaño de hojas que podían doblarse como abanicos. En las noches, Leclerc le hablaba, con el ceño fruncido, de sublevaciones de esclavos, de dificultades con los colonos monárquicos,
de amenazas de toda índole. Previendo peligros mayores, había mandado comprar una casa en la Isla de la Tortuga. Pero Paulina no le prestaba mucha atención. Seguía enterneciéndose con Un negro como hay pocos blancos, la lacrimosa novela de Joseph Lavalée, y gozando despreocupadamente de aquel lujo, de aquella abundancia que nunca
había conocido en su niñez, demasiado llena higos secos, de quesos de cabra, de aceitunas rancias. Vivía no lejos de la Parroquial Mayor en una vasta casa de cantería blanca, rodeada de umbroso jardín. Al amparo de los tamarindos, había hecho cavar una piscina revestida de mosaico azul, en la que se bañaba desnuda. Al principio se hacía dar masajes por sus cameristas francesas; pero pensó un día que la mano de un hombre sería más vigorosa y ancha, y se aseguró los servicios de Solimán, antiguo camarero de una casa de baño, quien, además de cuidar de su cuerpo, la frotaba con cremas de almendra, la depilaba y le pulía las uñas de los pies. Cuando se hacía bañar por él,
Paulina sentía un placer maligno en rozar, dentro del agua de la piscina, los duros flancos de aquel servidor a quien sabía eternamente atormentado por el deseo, y que la miraba siempre de soslayo, con una falsa mansedumbre de perro muy ardido por la tralla. Solía pegarle con una rama verde, sin hacerle daño, riendo de sus visajes de fingí
do dolor. A la verdad, le estaba agradecida por la enamorada solicitud que ponía en todo lo que fuera atención a su belleza. Por eso permitía a veces que el negro, en recompensa de un encargo prestamente cumplido o de una comunión bien hecha, le besara las piernas, de rodillas en el suelo, con gesto que Bernardino de Saint-Pierre hubiera interpretado como símbolo de la noble gratitud de un alma sencilla ante los generosos empeños de la ilustración.
Y así iba pasando el tiempo, entre siestas y desperezos, creyéndose un poco Virginia, un poco Atala, a pesar de que a veces, cuando Leclerc andaba por el sur, se solazara con el ardor juvenil de algún guapo oficial. Pero una