– Déjenlo tranquilo al padre -dice Angélica Mercedes-. Don Anselmo se ha muerto. El padre y el doctor lo estuvieron atendiendo, no han dormido toda la noche.
Deja la tacita sobre la mesa, regresa a la cocina, y, cuando su silueta desaparece en la habitación del fondo, sólo se oye en el local el tintineo de las cucharillas, los sorbos de café del doctor Zevallos, la afanosa respiración del padre García. Los León se miran, como mareados.
– Ya ven, muchachos -dice el doctor Zevallos-. No es día para bromas.
– Se murió don Anselmo -dice José-. Se nos murió el arpista, Mono.
– Pero si era el mejor hombre, doctor -balbucea el Mono-. Si era un gran artista, doctor, una gloria de Piura. Y el más bueno de todos. Se me parte el alma, doctor Zevallos.
– Como el padre de todos nosotros, doctor -dice José-. Bolas y el joven se estarán muriendo de pena, Mono. Sus discípulos, doctor, uña y carne con el arpista. Usted no sabe cómo lo cuidaban, doctor.
– No sabíamos nada, padre García -dice el Mono-. Le pedimos perdón por esas bromas.
– ¿Se murió así, de repente? -dice José-. Si ayer estaba de lo más bien. Anoche comimos con él aquí, doctor Zevallos, y él se reía y bromeaba.
– ¿Dónde está, doctor? -dice el Mono-. Tenemos que ir a verlo, José, hay que prestarse corbatas negras.
– Está allá, donde se murió -dice el doctor Zevallos-. Donde la Chunga.
– ¿Se murió en la Casa Verde? -dice el Mono-. ¿Ni siquiera lo llevaron al hospital al arpista?
– Esto es como un terremoto para la Mangachería, doctor -dice José-. Ya no será lo mismo sin el arpista.
Menean las cabezas, consternados, incrédulos, y prosiguen sus monólogos y sus diálogos, mientras el padre García bebe su café, sin apartar la taza de los labios que apenas desbordan la bufanda. El doctor Zevallos ha tomado el suyo ya, y ahora juega con la cucharilla, trata de mantenerla en equilibrio en la punta de un dedo. Los León callan, por fin, y se sientan en una mesa vecina. El doctor Zevallos les ofrece cigarrillos. Cuando entra Angélica Mercedes, rato después, ellos fuman en silencio, igualmente abrumados y ceñudos.
– Por eso no ha venido Lituma -dice el Mono-. Estará acompañando a la Chunguita.
– Se hacía la indiferente, la mujer helada -dice José-. Pero en sus adentros estará sangrando también. ¿No cree, doña Angélica? La sangre llama a la sangre.
– Estará con pena, quizás -dice Angélica Mercedes-.
Pero nunca se puede saber con ésa, ¿acaso era buena hija? -¿Por qué dices eso, comadre? -dice el doctor Zevallos.
– ¿A usted le parece bien que tuviera a su padre de empleado? -dice Angélica Mercedes.
– Al doctor Zevallos todo le parece bien -gruñe el padre García-. Con la vejez ha descubierto que no hay nada malo en el mundo.
– Usted lo dice como un sarcasmo -sonríe el doctor Zevallos-. Pero, fíjese, hay algo de cierto en eso.
– Don Anselmo se hubiera muerto si no tocaba, doña Angélica -dice el Mono-. Los artistas viven de su arte. ¿Qué había de malo en que tocara allá? La Chunguita le pagaba bien.
– Apúrese con el café, mi amigo -dice el doctor Zevallos-. Se me ha venido el sueño de golpe, se me cierran los ojos.
– Ahí llega nuestro primo, Mono -dice José-. Qué cara de duelo trae.
El padre García hunde la nariz en la tacita de café, lanza un gruñido sordo cuando la Selvática, los zapatos en la mano, los ojos muy maquillados y la boca sin pintura, se inclina hacia él y le besa la mano. Lituma se sacude el polvo que ensucia su terno gris, la corbata de motas verdes, los zapatos amarillos. Tiene los pelos despeinados y brillantes de vaselina, las facciones demacradas y saluda muy serio al doctor Zevallos.
– Lo van a velar aquí, doña Angélica -dice-. La Chunga me encargó avisarle.
– ¿En mi casa? -dice Angélica Mercedes-. ¿Y por qué no lo dejan donde está? Para qué van a moverlo, al pobre.
– ¿Quieres que lo velen en un prostíbulo? -ronca el padre García-. ¿Dónde tienes la cabeza, tú?
– Yo encantada de prestar mi casa, padre -dice Angélica Mercedes-. Sólo que creí que era pecado andar con el difunto de aquí para allá. ¿No es sacrilegio?
– ¿Acaso sabes siquiera lo que quiere decir sacrilegio? -gruñe el padre García-. No hables de lo que no entiendes.
– El Bolas y el Joven han ido a comprar el cajón y a arreglar lo del cementerio -Lituma se ha sentado entre los León-. Después, lo traerán. La Chunga pagará todo, doña Angélica, los licores, las flores, dice que usted sólo preste la casa.
– A mí me parece bien que el velorio sea en la Mangachería -dice el Mono-. Era un mangache, que lo velen sus hermanos.
– Y la Chunga quisiera que usted diga la misa, padre García -dice Lituma, tratando de ser natural, pero su voz es demasiado lenta-. Fuimos a su casa a decírselo y no nos abrieron. Suerte encontrarlo aquí.
La calabaza vacía rueda al suelo y hay un torbellino de pliegues negros sobre la mesa, con qué permiso, el padre García aporrea la fuente de piqueo, quién le había autorizado a dirigirle la palabra, y Lituma se levanta de un brinco, quemador, qué tono era ése: quemador. El padre García trata de incorporarse y gesticula entre los brazos del doctor Zevallos, so canalla, chacal y la Selvática tironea el saco de Lituma, que se callara, dando grititos, que no le faltara, era un padre, que le taparan la boca. Pero ya lo vería en el infierno, so canalla, ahí las pagaría todas, ¿sabía lo que era el infierno, so canalla? El rostro inflamado, la boca torcida, el padre García tiembla como un trapo y Lituma sacude a la Selvática sin poder apartarla, quemador, a él no lo insultaba, no le decía canalla, quemador y el padre García pierde, recupera la voz, era peor que la perdida esta que lo mantenía, y alarga en el vacío sus manos exasperadas, un parásito de la inmundicia, un chacal y ahora también los León sujetan a Lituma: le iba a quebrar la jeta a ese viejo, no aguantaba, aunque fuera cura, quemador de mierda. La Selvática ha comenzado a llorar y Angélica Mercedes tiene un banquillo en las manos, lo bambolea frente a Lituma como dispuesta a quebrárselo en la cabeza si avanza un milímetro. En la puerta, detrás de las cañas, en todo el rededor del local hay cabezas atentas y excitadas, ojos, melenas, codazos y un vocerío creciente que parece propagarse hacia el resto del barrio y los nombres del arpista, de los inconquistables y del padre García despuntan a veces entre el coro chillón de los churres: quemador, quemador, quemador. Ahora el padre García tose, los brazos en alto, desorbitado, rojo como una brasa, la lengua afuera, y riega saliva en torno suyo. El doctor Zevallos le sostiene las manos en alto, la Selvática le hace aire, Angélica Mercedes le da golpecitos suaves en la espalda y Lituma parece ahora confuso.
– A cualquiera se le va la lengua cuando lo insultan porque sí -dice con voz vacilante-. No es mi culpa, a ustedes les consta que él empezó.
– Pero le faltaste y es viejito, primo -dice el Mono-. Estuvo toda la noche sin pegar los ojos.
– No debiste, Lituma -dice José-. Pídele disculpas, hombre, mira cómo lo has puesto.
– Le pido disculpas -tartamudea Lituma-. Ya cálmese, padre García. No es para tanto, tampoco.
Pero el padre García sigue estremecido de tos y de arcadas, y tiene el rostro empapado de mocos, babas y lágrimas. La Selvática le limpia la frente con su falda, Angélica Mercedes trata de hacerle beber un vasito de agua y Lituma palidece, le estaba pidiendo disculpas, padre, y se pone a chillar, qué más querían que hiciera, aterrado, si él no quería que se muriera, maldita sea, y se retuerce las manos.
– No te asustes -dice el doctor Zevallos-. Es el asma y la arena que se le ha metido a la garganta. Ya se le va a pasar.
Pero Lituma no puede ya dominar sus nervios, lo insultaba y él mismo se descomponía, y se lamenta casi llorando entre los León que lo abrazan, uno andaba amargado con tanta desgracia, hace pucheros y por momentos parece que fuera a romper en sollozos, primo, tranquilo, ellos comprendían, y él golpeándose el pecho: lo habían hecho desvestirlo al arpista, lavarlo, vestirlo de nuevo, no había quien resistiera, uno era humano. Y ellos que se calmara, primo, ánimo, pero él no podía, carajo, carajo, no podía, y se desploma sobre un banquillo, la cabeza entre las manos. El padre García ha dejado de toser y, aunque respira todavía con esfuerzo, tiene el rostro más sereno. La Selvática está arrodillada junto a él, padrecito, ¿se sentía mejor? Y él asiente, pasaba que fuera una perdida, allá ella, gruñendo, desdichada, pero había que ser bruta, condenarse por mantener a un inútil, a un asesino, había que ser bruta y ella sí, padrecito, pero que no se enojara, que se calmara, ya había pasado.