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– Venga conmigo, doctor -la voz viene de la derecha, retumba en lo alto del zaguán-. Ahorita, tal como está doctor, no hay tiempo.

– ¿Cree que no lo reconozco? -dice el doctor Zevallos-. Salga de ahí, Anselmo. ¿Por qué se esconde? ¿Se ha vuelto loco, hombre?

– Venga, doctor, rápido -una voz quebrada en la oscuridad del zaguán que el eco repite, en lo alto-. Se me muere, doctor Zevallos, venga.

El doctor Zevallos levanta la lamparilla, busca y lo encuentra al fin, no lejos de la puerta: no está borracho ni furioso sino crispado de miedo. Sus ojos bailan locamente en las órbitas hinchadas y su espalda se pega a la pared como si quisiera echarla abajo.

– ¿Su mujer? -dice el doctor Zevallos, atónito-. ¿Su mujer, Anselmo?

– Pueden estar muertos los dos, pero yo no lo acepto -el padre García da un golpe en la mesa y su banquillo cruje-. No puedo aceptar esa infamia. Dentro de cien años también me parecería infame.

La puerta del vestíbulo se ha abierto y el hombre retrocede como si viera un fantasma, escapa del cono de luz de la lámpara. La figurilla envuelta en una bata blanca da unos pasos por el patio, hijito, se detiene antes de llegar al zaguán: ¿quién estaba ahí?, ¿por qué no entraban?

Era él, mamá, el doctor Zevallos baja la lamparilla, oculta con su cuerpo a Anselmo: tenía que salir un momento.

– Espéreme en el Malecón -susurra-. Voy a sacar mi maletín.

– Vayan tomando el caldito -Angélica Mercedes pone dos calabazas humeantes sobre la mesa-. Ya tiene sal y en un ratito más les traigo el piqueo.

Ya no llora pero su voz es quejumbrosa y se ha echado una manta negra sobre los hombros. Se aleja hacia la cocina, y ahora se contonea apenas al andar. El doctor Zevallos remueve el caldo pensativamente, el padre García alza la calabaza con cuatro dedos, la acerca a su nariz y aspira el aroma caliente.

– Yo tampoco lo entendí nunca y en ese tiempo creo que también me pareció infame -dice el doctor Zevallos-. Ahora ya estoy viejo, he visto pasar mucha agua por el río y nada me parece infame. Si usted hubiera sido testigo esa noche, no lo habría odiado tanto al pobre Anselmo, padre García, se lo juro.

– Se lo pagará Dios, doctor -lloriquea el hombre mientras corre dándose encontrones contra los árboles, las bancas y la baranda del Malecón-. Yo haré lo que me pida, le daré toda mi plata, doctor, toda mi vida, doctor.

– ¿Quiere conmoverme? -gruñe el padre García, mirando al doctor Zevallos, parapetado tras la calabaza que sigue olfateando-. ¿Tengo que ponerme a llorar yo también?

– En realidad, nada de eso importa ni un carajo ya -sonríe el doctor Zevallos-. Cosas que se llevó el viento, mi amigo. Pero por culpa de la Chunguita esta noche me volvieron a la cabeza y siguen ahí. Hablo de ellas para sacármelas de encima, no me haga caso.

El padre García toma la temperatura del caldo con la punta de la lengua, sopla, bebe un traguito, eructa, gruñe una disculpa y sigue bebiendo a sorbitos y soplando. Poco después, vuelve Angélica Mercedes con una fuente de piqueo y jugos de lúcuma. Se ha cubierto la cabeza con la manta, doctor, ¿no estaba bueno?, y su voz se esfuerza por ser natural, comadre, muy bueno. Un poquito caliente, apenas enfriara se la tomaba, y qué buena cara tenía el piqueo que les había hecho. Ahora les calentaba el café, cualquier cosa que la llamaran, nomás, padrecito. El doctor Zevallos acuna la calabaza con un dedo, examina meticulosamente la turbia y redonda superficie que oscila y el padre García ha comenzado a trinchar pedacitos de carne y a masticar con empeño. Pero, de repente, se interrumpe, ¿se habían enterado todos?, y queda con la boca abierta: ¿las perdidas y los perdidos que estaban ahí?

– Ellas sabían lo del romance desde el principio, como es lógico -murmura el doctor Zevallos, acariciando el borde de la calabaza-, pero no creo que se enterara nadie más. Había una escalerita que daba al patio de atrás, y por ahí subimos a la torre, los del salón no nos vieron. Venía una bulla salvaje de abajo y Anselmo debía haberlas instruido a ellas para que entretuvieran a la gente y no la dejaran maliciar qué pasaba.

– Qué bien conocía usted el sitio -el padre García mastica de nuevo-. No sería la primera vez que iba, me figuro.

– Había ido decenas de veces -dice el doctor Zevallos, con un fugaz destello en los ojos-. Yo tenía treinta años entonces. La flor de la edad, mi amigo.

– Suciedades, estupideces -gruñe el padre García, pero su mano baja el tenedor que se llevaba a la boca-. ¿Treinta años? Yo tendría esa edad, más o menos.

– Claro, si somos de la misma generación -dice el doctor Zevallos-. Anselmo también, aunque algo mayor que nosotros.

– Ya no quedan muchos de esa época -dice el padre García con ronco humor-. Los hemos enterrado a todos.

Pero el doctor Zevallos no lo escucha. Está moviendo los labios, pestañeando, agitando la calabaza hasta derramar gotitas de caldo sobre la mesa, hombre, cómo se iba a imaginar él, ni cuando vio el bulto en la cama adivinó, hombre, quién hubiera adivinado.

– No se ponga a hablar para adentro -masculla el padre García-, no se olvide que estoy aquí. ¿Qué cosa no se podía imaginar?

– Que su mujer era esa criatura -dice el doctor Zevallos-. Al entrar vi en la cabecera a una gorda pelirroja a la que llamaban la Luciérnaga y no me pareció enferma y yo iba a hacer una broma y ahí vi el bulto y la sangre. No puede saber, mi amigo, en las sábanas, en el suelo, todo el cuarto una pura mancha. Parecía que hubieran degollado a alguien.

El padre García no trincha, tritura ferozmente los trozos de carne, los ensarta en el tenedor, los retuerce contra la fuente. El trozo chorreante no sube hasta su boca, ¿se desangraba la criatura?, queda temblando en el aire, como su mano y el cubierto, ¿sangre por todas partes?, y una brusca ronquera lo ahoga, ¿sangre de esa niña? Un hilillo de baba clara desciende por su barbilla, imbécil, que la soltara, no era hora de besos, la estaba ahogando, había que hacerla gritar, imbécil: más bien que la cacheteara. Pero Josefino se lleva un dedo a la boca: nada de gritos, ¿no veía que había tantos vecinos?, ¿no los oía conversando? Como si no lo oyera, la Selvática chilla con más fuerza y Josefino saca su pañuelo, se inclina sobre el camastro y le tapa la boca. Sin inmutarse, doña Santos sigue hurgando, manipulando diestramente los dos muslos morenos. Y ahí le había visto la cara, padre García, y le comenzaron a temblar las piernas y las manos, se olvidó que ella se estaba muriendo y que él estaba allí para tratar de salvarla, sólo atinaba a, sí, sí, mirarla, no había duda: era la Antonia, Dios mío. Don Anselmo ya no la besaba, derrumbado a los pies de la cama le ofrecía de nuevo su plata, doctor Zevallos, su vida, ¡sálvemela!, y Josefino se asustó, doña Santos, ¿no se había muerto? No fuera a matarla, no fuera a matarla, doña Santos y ella chist: se había desmayado, nomás. Era mejor, no haría bulla y acabaría más rápido, que le mojara la frentecita con el trapo. El doctor Zevallos le entregó el lavatorio con violencia, que hirvieran más agua, imbécil, lloriqueando en vez de ayudar. Está en mangas de camisa, el cuello abierto y, ahora, muy sereno. Anselmo no puede sujetar el lavatorio, se le cae de las manos, doctor, que no se le muriera, rescata el lavatorio y a gatas se llega a la puerta, doctor, era su vida, y sale.

– La puta que te parió -murmura el doctor Zevallos-. Qué locura, Anselmo, cómo has podido, hombre, qué bestialidad has hecho, Anselmo.

– Pásame la bolsa -dice doña Santos-. Y ahora le doy un matecito y se despierta. Llévate eso, y entiérralo bien, y que no te vea nadie.

– ¿Había alguna esperanza? -gruñe el padre García martirizando los trozos de carne, punzándolos y arrastrándolos de un lado a otro-. ¿Era imposible salvar a la niña?

– Tal vez en un hospital -dice el doctor Zevallos-. Pero no se podía moverla. Tuve que operarla casi a oscuras, sabiendo que se moría. Más bien fue un milagro que se salvara la Chunguita, nació cuando la madre ya estaba muerta.

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