VIII
al otro día, temprano, estaba ya parado frente a la puerta de entrada de las oficinas de T. Entraron todos los empleados, pero ella no apareció: era claro que no trabajaba allí, aunque restaba la débil hipótesis de que hubiera enfermado y no fuese a la oficina por varios días.
Quedaba, además, la posibilidad de la gestión, de manera que decidí esperar toda la mañana en el café de la esquina.
Había ya perdido toda esperanza (serían alrededor de las once y media) cuando la vi salir de la boca del subterráneo. Terriblemente agitado, me levanté de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra: era evidente que no contaba con semejante aparición. Era curioso, pero la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte, estaba poseído por una decisión viril y dispuesto a todo. Tanto que la tomé de un brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la arrastré por la calle San Martín en dirección a la plaza. Parecía desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra.
Cuando habíamos caminado unas dos cuadras, me preguntó:
– ¿A dónde me lleva?
– A la plaza San Martín. Tengo mucho que hablar con usted -le respondí, mientras seguía caminando con decisión, siempre arrastrándola del brazo.
Murmuró algo referente a las oficinas de T., pero yo seguí arrastrándola y no oí nada de lo que me decía.
Agregué:
– Tengo muchas cosas que hablar con usted.
No ofrecía resistencia: yo me sentía como un río crecido que arrastra una rama. Llegamos a la plaza y busqué un banco aislado.
– ¿Por qué huyó? -fue lo primero que le pregunté. Me miró con esa expresión que yo había notado el día anterior, cuando me dijo "la recuerdo constantemente": era una mirada extraña, fija, penetrante, parecía venir de atrás; esa mirada me recordaba algo, unos ojos parecidos, pero no podía recordar dónde los había visto.
– No sé -respondió finalmente-. También querría huir ahora.
Le apreté el brazo.
– Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho -le dije.
Volvió a mirarme como si me escrutara, pero no hizo ningún comentario. Después fijó sus ojos en un árbol lejano.
De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso pero tenía algo duro. El pelo era largo y castaño. Físicamente, no aparentaba mucho más de veintiséis años, pero existía en ella algo que sugería edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y seguramente de orden espiritual; quizá la mirada, pero ¿hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?; quizá la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los labios son elementos físicos, la manera de apretarlos y ciertas arrugas son también elementos espirituales. No pude precisar en aquel momento, ni tampoco podría precisarlo ahora, qué era, en definitiva, lo que daba esa impresión de edad. Pienso que también podría ser el modo de hablar.
– Necesito mucho de usted -repetí. No respondió: seguía mirando el árbol.
– ¿Por qué no habla? -le pregunté. Sin dejar de mirar el árbol, contestó:
– Yo no soy nadie. Usted es un gran artista. No veo para qué me puede necesitar.
Le grité brutalmente:
– ¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende? Siempre mirando el árbol, musitó:
– ¿Para qué?
No respondí en el instante. Dejé su brazo y quedé pensativo. ¿Para qué, en efecto? Hasta ese momento no me había hecho con claridad la pregunta y más bien había obedecido a una especie de instinto. Con una ramita comencé a trazar dibujos geométricos en la tierra.
– No sé -murmuré al cabo de un buen rato-. Todavía no lo sé.
Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada vez más los dibujos.
– Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es eso…
Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi forma de ser. Hice un gran esfuerzo mental, ¿acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia ¿no me había pasado meses razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María al fin, gracias a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la verdad, muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme esfuerzo.
Grité:
– ¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo, ¿entiende?
Me miró un instante con perplejidad; luego volvió nuevamente a mirar el árbol.
– Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavía no me doy cuenta de la razón.
Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo, agregué:
– Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la única persona que le ha dado importancia.
– Yo no soy crítico de arte -murmuró. Me enfurecí y grité:
– ¡No me hable de esos cretinos!
Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le expliqué por qué no creía en los críticos de arte: en fin, la teoría del bisturí y todo eso. Me escuchó siempre sin mirarme y cuando yo terminé comentó:
– Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado.
Me indigné.
– ¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que me han amargado y que me han hecho pensar que ando por el mal camino. Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en este salón: ni uno solo de esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que le ha dado importancia: usted. Y usted no es un crítico. No, en realidad hay otra persona que le ha dado importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión, casi asco. En cambio, usted…
Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente:
– ¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión?
– ¿Qué opinión?
– La de esa persona.
La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con sus mandíbulas apretadas. Respondí con firmeza:
– Usted piensa como yo.
– ¿Y qué es lo que piensa usted?
– No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría decirle que usted siente como yo. Usted miraba aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar.
No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa como yo.
– ¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros?
– Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa. Pero esa escena no: sentía que debía pintarla así, sin saber bien por qué. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que ver con el resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy caminando a tientas, y necesito su ayuda porque sé que siente como yo.
– No sé exactamente lo que piensa usted. Comenzaba a impacientarme. Le respondí secamente:
– ¿No le digo que no sé lo que pienso? Si pudiera decir con palabras claras lo que siento, sería casi como pensar claro. ¿No es cierto?
– Sí, es cierto.
Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro. Después agregué:
– Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial.
– ¿Qué obra anterior?
– La anterior a la ventana.
Me concentré nuevamente y luego dije:
– No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera más superficial.
¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me había puesto a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta qué punto había pintado la escena de la ventana como un sonámbulo.