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XIV

en los días que precedieron a la llegada de su carta, mi pensamiento era como un explorador perdido en un paisaje neblinoso: acá y allá, con gran esfuerzo, lograba vislumbrar vagas siluetas de hombres y cosas, indecisos perfiles de peligros y abismos. La llegada de la carta fue como la salida del sol.

Pero este sol era un sol negro, un sol nocturno. No sé si se puede decir esto, pero aunque no soy escritor y aunque no estoy seguro de mi precisión, no retiraría la palabra nocturno; esta palabra era, quizá, la más apropiada para María, entre todas las que forman nuestro imperfecto lenguaje.

Esta es la carta que me envió:

He pasado tres días extraños: el mar, la playa, los caminos me fueron trayendo recuerdos de otros tiempos. No sólo imágenes: también voces, gritos y largos silencios de otros días. Es curioso, pero vivir consiste en construir futuros recuerdos; ahora mismo, aquí frente al mar, sé que estay preparando recuerdos minuciosos, que alguna vez me traerán la melancolía y la desesperanza.

El mar está ahí, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces, inútil; también inútiles mis esperas en la playa solitaria, mirando tenazmente al mar. ¿Has adivinado y pintado este recuerdo mío o has pintado el recuerdo de muchos seres como vos y yo?

Pero ahora tu figura se interpone: estás entre el mar y yo. Mis ojos encuentran tus ojos. Estás quieto y un poco desconsolado, me miras como pidiendo ayuda.

MARÍA

¡Cuánto la comprendía y qué maravillosos sentimientos crecieron en mí con esta carta! Hasta el hecho de tutearme de pronto me dio una certeza de que María era mía. Y solamente mía: "estás entre el mar y yo"; allí no existía otro, estábamos solos nosotros dos, como lo intuí desde el momento en que ella miró la escena de la ventana. En verdad ¿cómo podía no tutearme si nos conocíamos desde siempre, desde mil años atrás? Si cuando ella se detuvo frente a mi cuadro y miró aquella pequeña escena sin oír ni ver la multitud que nos rodeaba, ya era como si nos hubiésemos tuteado y en seguida supe cómo era y quién era, cómo yo la necesitaba y cómo, también, yo le era necesario.

¡ Ah, y sin embargo te maté! ¡ Y he sido yo quien te ha matado, yo, que veía como a través de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso! ¡Yo, tan estúpido, tan ciego, tan egoísta, tan cruel!

Basta de efusiones. Dije que relataría esta historia en forma escueta y así lo haré.

XV

amaba desesperadamente a María y no obstante la palabra amor no se había pronunciado entre nosotros. Esperé con ansiedad su retorno de la estancia para decírsela.

Pero ella no volvía. A medida que fueron pasando los días, creció en mí una especie de locura. Le escribí una segunda carta que simplemente decía: "¡Te quiero, María, te quiero, te quiero!"

A los dos días recibí, por fin, una respuesta que decía estas únicas palabras: "Tengo miedo de hacerte mucho mal." Le contesté en el mismo instante: "No me importa lo que puedas hacerme. Si no pudiera amarte me moriría. Cada segundo que paso sin verte es una interminable tortura."

Pasaron días atroces, pero la contestación de María no llegó. Desesperado, escribí: "Estás pisoteando este amor."

Al otro día, por teléfono, oí su voz, remota y temblorosa. Excepto la palabra María, pronunciada repetidamente, no atiné a decir nada, ni tampoco me habría sido posible: mi garganta estaba contraída de tal modo que no podía hablar distintamente. Ella me dijo:

– Vuelvo mañana a Buenos Aires. Te hablaré apenas llegue.

Al otro día, a la tarde, me habló desde su casa.

– Te quiero ver en seguida -dije.

– Sí, nos veremos hoy mismo -respondió.

– Te espero en la plaza San Martín -le dije. María pareció vacilar. Luego respondió:

– Preferiría en la Recoleta. Estaré a las ocho.

¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles para que el tiempo pasara más rápido! ¡ Qué ternura sentía en mi alma, qué hermosos me parecían el mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta qué punto el amor enceguece y qué mágico poder de transformación tiene. ¡ La hermosura del mundo! ¡ Si es para morirse de risa!

Habían pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a María que se acercaba, buscándome en la oscuridad. Era ya muy tarde para ver su cara, pero reconocí su manera de caminar.

Nos sentamos. Le apreté un brazo y repetí su nombre insensatamente, muchas veces; no acertaba a decir otra cosa, mientras ella permanecía en silencio.

– ¿Por qué te fuiste a la estancia? -pregunté por fin, con violencia-. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa carta en tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada?

Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió.

– Me haces mal, Juan Pablo -dijo suavemente.

– ¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes? No decía nada.

– ¿Por qué? ¿Por qué? Por fin respondió:

– ¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de mí: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pensé constantemente en tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero saber qué haces ahora, qué pensás, si has pintado o no.

Le volví a estrujar el brazo con rabia.

– No -le respondí-. No es de mí que deseo hablar: deseo hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada más que eso: saber si me querés.

No respondió. Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando silenciosamente.

– Ah… entonces no me querés -dije con amargura.

Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente:

– Claro que te quiero… ¿por qué hay que decir ciertas cosas?

– Sí -le respondí-, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés?

Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. Me ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no encontrar a nadie y sin embargo sentir que la soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz había desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente. Era algo así.

– Has estado sonriendo -dije con rabia.

– ¿Sonriendo? -preguntó asombrada.

– Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho en los detalles.

– ¿En qué detalles te has fijado? -preguntó.

– Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa.

– ¿Y de qué podía sonreír? -volvió a decir con dureza.

– De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o como a un chico, qué sé yo… Pero habías estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda.

María se levantó de golpe.

– ¿Qué pasa? -pregunté asombrado.

– Me voy -repuso secamente. Me levanté como un resorte.

– ¿Cómo, que te vas?

– Sí, me voy.

– ¿Cómo, que te vas? ¿Por qué?

No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos.

– ¿Por qué te vas?

– Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia.

– ¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o muerte, en vez de responderme sonreís y además te enojas. Claro que es para no entenderte.

– Imaginas que he sonreído -comentó con sequedad.

10
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