Cuando llegó la noticia de la Revolución, se desplegaba en la Hosa el fantástico verano al que los lugareños llamaban «el invierno de las sensaciones», la breve época inmediatamente posterior a las lluvias cuando un aire tórrido bajaba, lentísimo, de las montañas. Los valles vivían un mes de perfecto calor uniforme; antaño se habían celebrado en ese ínterin las danzas de la renovación. Ahora el cambio de administración se celebró con cohetes.
Lu, con sus tranquilos modales, pareció haber decidido festejar la Revolución con un cambio de actividades. Había descubierto un método sumamente eficaz de producir hielo y, casi sin saber que en Occidente la costumbre ya estaba establecida, inició la fabricación de cremas heladas, que vendía en vasitos de papel. Su comercio causó una impresión fortísima en muchísimos li a la redonda. Desdichadamente, Lu hacía apenas unos pocos kilos de helados coloridos por día, y los vendía a precios ridiculamente bajos, retomando en ese detalle la vieja costumbre del país de operar con fracciones casi infinitesimales del dinero. Le agradaba sobre todo observar a los niños pequeños manipulando un helado. La lentitud reflexiva con que lo comían, sus distracciones, hasta la exasperación de los padres, todo parecía entretenerlo, si es que aparecía algo detrás de su máscara subrepticia de falso anciano.
Pasado el mes de calor, incluso un poco antes, abandonó el trabajo. Le vendió su máquina (una vieja batidora de chocolate, holandesa, adaptada por él) a su amigo el farmacéutico K'en Jio, y por su parte volvió al té.
Era un bebedor compulsivo de té. En la intimidad, el té y los libros lo ocupaban largamente. Con las mismas hojas, o el mismo polvo, podía preparar veinte variedades distintas de té. Estacionaba aguas en unas grandes burbujas de vidrio que él mismo había soplado. Por la tarde era infalible verlo sentado en una banqueta a la puerta de su casa, tomando té con aire abatido. Podía observarse que miraba con atención el líquido antes y después de beber. Quizás estudiaba los reflejos. Alguien había dicho una vez que veía a su esposa en el té: y ésa sería la variedad número veintiuno de las que preparaba, la que reflejaba a su difunta esposa.
El recuerdo de esta mujer parecía haberse perdido naturalmente en la Hosa; tal vez por eso suponían que él la invocaba. Algunos memoriosos creían entreverla en las brumas, después de todo no tan lejanas de una década y media atrás. Una mujer pequeña y trivial, que había muerto a los pocos meses de casada. En aquella región poblada de embrujos, se había sospechado que su intrigante esposo la había matado, pero por supuesto tal cosa no era cierta. Ni siquiera hubo, como habría sido lo normal en cualquier otro caso semejante, las consabidas historias de fantasmas. Lu era un ser refractario a los fantasmas. Todo en él era realidad simple, ingeniosa, laboriosa, a pesar de sus invenciones.
En la intimidad, realizaba con serena fluidez todos los trabajos de la supervivencia cotidiana. Se preparaba una comida simplísima, que acompañaba con inmoderadas cantidades de té, lavaba todos los días su ropa, mantenía la casa escrupulosamente limpia, trabajaba en óptica o en cualquier cosa, en momentos casuales del día, recibía a algunos amigos. Y leía, o mejor, releía siempre algunos libros, casi todos alemanes. Era el idioma occidental que mejor dominaba, y el que más apreciaba. Tenía predilección por Jean-Paul, cuyas extensas novelas, olvidadas en su país de origen, eran para Lu Hsin una fuente perenne de diversión; por Von Chamisso, cuya obra maestra creía saberse de memoria, pese a lo cual la releía al menos dos veces al año. Pero sobre todo Kant, por quien sentía veneración. Había reunido toda su obra, en base a los grandes volúmenes celebratorios que editaron en Kónigsberg a mediados del siglo pasado, complementados por numerosas ediciones modernas. Nunca leía anotaciones o comentarios: prefería pensarlo por cuenta propia; y cuando calculaba todo lo que había pensado respecto de Kant, le parecía imposible: en esos momentos, creía haber vivido una eternidad.
No tenía servicio de ningún tipo, él lo hacía todo. Habría considerado totalmente fuera de lugar que alguien viniera a hacer la limpieza de su casa. Por otro lado, su género de vida era muy austero, y no se habría justificado el empleo de ningún tipo de personal, aunque en Hosa era habitual emplear a las jóvenes montañesas, y lo hacía incluso la gente humilde.
Al atardecer repetía siempre una misma ceremonia, que era la comida de los gatos. Les servía parsimoniosamente, cantidades calculadas de comida que él mismo preparaba, una mixtura de su invención que debía tener todo lo necesario para la nutrición de esas criaturas. Tenía dos gatos suyos, a los que llamaba Ha y Huc, dos gatitos amarillos de pelaje muy corto, quizás birmanos, o ren-ren enanos. Pero nunca le negaba un plato de leche o de su preparado especial a cualquier gato que se presentara. No tenía una clientela demasiado abundante, lo que con toda seguridad era un efecto lateral de la corrección científica de la comida.
Hosa-Chen, quizás no lo hayamos dicho todavía, era la aldea central de un pequeño archipiélago de villorrios que se extendían a lo largo de las laderas de las montañas Verdes. Un río, el Ji'en, recorría todo este complejo, con tal eficacia que no había sido necesario llevar a cabo obras de riego especiales; y como la historia de nuestro país nos enseña que ha sido el agua siempre la gran creadora de la burocracia, la de Hosa se mantuvo en un nivel mínimo, pero magníficamente eficaz por varias causas, entre ellas el alto nivel de recaudación que se mantuvo desde la época de los Han en la región, debido a la riqueza del suelo y la buena disposición del clima, y también a la extraordinaria facilidad de las comunicaciones, que hacían del «embudo» de los valles de las montañas Verdes uno de los pasos obligados para todo el Imperio. El Ji'en, navegable los doce meses del año, era el mensajero de la plácida prosperidad de los campesinos de la dorada Hosa, tan lejana y a la vez tan nítida y amable.
2
– El respeto a las formas -decía Wen Tsi- no es tanto la conservación de lo mismo como la observancia del ritmo con que lo mismo adopta formas diversas. Ahí es donde ha fallado Chen a mi juicio: desde el momento en que alguien puede preguntarse, como lo venimos haciendo nosotros, si su estilo es real o sólo un espejismo, el artista como tal deja de existir para la historia de la etiqueta; no importa que la respuesta eventualmente le sea favorable.
Era un hombrecito pequeño, muy pálido y arrugado, con una formación anticuada en la que creía de una vez para siempre, y que apenas si teñía imperceptiblemente una tenue puesta al día en marxismo. Se lo habría dicho un teórico en Emperatrices, un reductor de ciudades trasladado por error al campo. Salvo que usaba invariablemente ropa occidental: pullóveres de cuello alto, y pantalones de franela, bajo los cuales las sandalias y las gruesas medias de lana verde constituían un anacronismo más. Le gustaba hablar, y como era endiabladamente tímido sólo lo hacía en ocasiones muy íntimas. Siguió exponiendo su punto de vista, mientras sostenía con índices y pulgares una tacita de té.
– Chen como pintor falla en las exterioridades, y no debería asombrarnos que haya sido más apreciado en Occidente…
– No es exacto -acotó el señor Hua.
– … donde el desprecio de las formas ha llegado a constituirse en la razón de ser del arte. La manifestación de un dolor o un anhelo, tan alabadas en su pintura, no son sino construcciones mentales a cargo del espectador, y es precisamente de ese exceso de trabajo al que obliga de donde nace, por inercia, el trabajo suplementario en el espectador de preguntarse si su obra no será un fraude al fin de cuentas.
Esbozó una sonrisa seca, como si él mismo se hubiera convencido al fin con una buena argumentación. El señor Hua era delgado en la parte superior del cuerpo, pero con gruesas caderas de matrona.