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Su ama de llaves había ido más allá del alcoholismo, en un salto elegante y muy preciso. Ya era un oráculo del silencio; en esta ocasión de renunciar a hacerle la más trivial de las preguntas, Lu Hsin veía la cifra de su misterio. Pero un momento después ella habló, con su voz honda y noble de vieja; y fue para hacer una observación muy pertinente sobre las lagartijas:

– Puede decirles a sus comensales que no funden sus esperanzas en ellas. No se reproducirán mecánicamente.

– Había empezado a sospecharlo -dijo Lu-. ¿Pero por qué está tan segura?

– Las tiras de huevos no asimilan el agua. No asimilarían el té, si se lo dieran.

Era muy sagaz de su parte. Aun puestas en el agua, esas tirillas se secaban. Reclamaban la humedad ultramundana del amor. La señora Whu debía de saber mucho de la asimilación de líquidos. El caso de las lagartijas era intrigante, pero su condena no parecía tener apelación. Lu suspiró, y confesó no saber qué hacer al respecto. La señora Whu se encogió de hombros, como si todo fuera muy fácil, una vez que se aceptaba la fatalidad del fracaso.

– Yo las dejaría en paz -dijo.

– Es lo que he tratado de hacer.

Pero nunca podría hacerlo lo suficiente. Después de todo, no sabía en qué podía consistir dejar en paz a esos animálculos inexpresivos.

Salía una hermosa luna detrás de las montañas. Desde su puesto, la mujer podía medir su ascenso sin moverse. Desde la sala venía el rumor de la conversación y, muy apagado, el aroma de la comida en el fuego. De pronto, y sin ninguna razón a la que pudiera darle nombre, Lu sacó el tema de Hin, cuya vocecita de cristal se destacaba en el silencio de la noche: por lo visto, hacía buenas migas con el matrimonio de científicos; ellos todavía no tenían hijos. La señora Whu no respondió. Las sombras parecieron condensarse en la distracción de Lu Hsin; sin saber siquiera que hablaba, fue decir algo más, cualquier frase sin importancia:

– Hin…

En ese punto se interrumpió. La luna era el objeto que hacía inimaginable el mareo. La oscuridad sedosa del cielo rozó los hombros de Lu. La palabra resonaba en el silencio previo al mundo, y en la memoria. La insistencia había producido un significado, y él supo que la señora Whu lo había oído. Le dirigió una mirada subrepticia, con una inquietud que no había sentido en años. Ella miraba con placidez un punto oscuro debajo de la luna. En la penumbra, su rostro muy avejentado semejaba el de un guerrero, o una momia… Al cabo, la vio levantar la copita y beber con el borde de los labios; miraba el reflejo de la luna en el círculo inclinado de su aguardiente. ¡Lo sabía! Debía de saberlo. Se sintió aterrorizado, sin querer reflexionar por qué. El espanto suele tener formas muy variadas, y Lu Hsin tuvo la oportunidad esa noche de enfrentar una muy vaga y difusa. Tenía la impresión de que se había abierto un abismo en algún sitio al que podían encaminarse sus pasos. En ese gran vacío, volvió a oír la voz de la señora Whu:

– El señor Hua no vino hoy.

No era la primera vez que manifestaba, en los momentos más intempestivos, su interés por este amigo de su patrón. Lu creyó poder interpretar: lo ayudaría a obtener lo que deseaba, si él la ayudaba a obtener al señor Hua. Podían dar por terminado este entreacto. A modo de colofón, ella dijo con voz ahora arrastrada, como si la bebida hubiera hecho efecto de pronto:

– Me siento enferma.

Lu dejó la copa en la mesa (vacía) y salió. Estaba a punto de volver a entrar a la sala, pero quiso quedarse un minuto más a solas. Dio unos pasos en el jardín, y miró la escena por la ventana. Hin y los dos invitados conversaban sentados a la mesa. Era tarde, y la niña estaba algo pálida. La vio levantarse, ir al armario y sacar platos y cubiertos, tarea en la que la ayudó la joven científica. A veces, los seres humanos parecen autómatas. Se dijo que todo en la vida corría siempre hacia un punto de precipitación, y había que actuar en consecuencia: muy lento en ocasiones, o muy rápido.

Le dio la espalda a la ventana y miró las estrellas. El espejo del cielo pensaba por él, con la precipitación lentísima de las estrellas. Y en medio del cielo negro, la cara de la luna, con sus grises imperceptibles. Recordó algo que le había dicho Hin años atrás, cuando era chica: «La luna es un mapa». Entró a cenar.

Dos días después caía el cierre de la Gaceta, y Lu Hsin había hecho para entonces su buena cuota de reflexión. Seguía dándole vueltas a esa idea de la precipitación. En la vida de las personas, se decía, suceden cosas, y todo el mundo lo sabe: pero nadie sabe nunca cuándo suceden. Y las consecuencias no eran de ninguna utilidad como signos, porque en general sólo eran signos del remordimiento. Sólo escribiendo lograba captar algo de la insensatez del instante: lo demás le parecía excesivamente difícil. Les regaló las lagartijas que venía tratando de criar desde hacía meses a los niños del barrio, y suprimió a último momento el artículo de fondo que había escrito para la Gaceta, una cosa u otra sobre la hidroponia, la clase de tonterías que recortaban y guardaban en carpetas sus lectores. A minutos de iniciar la impresión, se sentó a componer uno nuevo.

Un cambio de última hora era algo tan inusual en él que sus colaboradores quedaron intrigados. Yin se encargó de interrogarlo, delicadamente. ¿Tenía que ver acaso con su correspondencia con el ministro Chu?

– ¿La correspondencia…? -preguntó Lu desconcertado. Tardó un momento en recordar. No lo había pensado (en realidad, se había olvidado completamente de esa carta), pero bien podía dejarles creer que así era. Lo negó, vagamente.

Escribió un editorial que se tituló: «La espera pueril», una sarcástica invectiva contra el marxismo, al que renunciaba públicamente y denunciaba como una enfermedad de idiotas. El periódico se imprimió, y uno solo de sus colaboradores presentó su renuncia ese mismo día (aunque ya había vuelto a trabajar para la salida del número siguiente). Los demás, Yin incluido, no dijeron nada. El sonreía pensando que, sin proponérselo, había creado una de esas situaciones en que a la vez es preciso hacer algo con suma urgencia, y se han dado las condiciones de una completa parálisis.

Del contenido de la carta de Chu En Lai nunca se supo nada. Lu Hsin terminó extraviando el papel. Una carta no leída (un papel perdido o destruido) era el pretexto ideal para dar un paso perfectamente planeado en la cadena de una prolongada maniobra personal, y disfrazarlo de espontáneo sin que nadie sospeche nada. Todo el episodio tenía algo de broma secreta.

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Si bien el efecto del editorial estaba destinado a ser profundo, nunca dejó de ser discreto. No adoptó, por ejemplo, la forma del aislamiento con que supuestamente se premian las bravatas antisociales. De hecho, la primera manifestación del efecto fue una visita, aunque no más que la tan cotidiana y ya casi invisible de la señora Kiu. Fue ni media hora después de que el periódico empezara a ser repartido. Lu Hsin salía en ese preciso instante (iba a comprarse un par de sandalias) y tropezó con ella en la puerta. Al otro lado de la cara impasible de la viuda, leyó su determinación de retirar su nombre de la lista de suscriptores, e incluso tal vez devolver su ejemplar, que traía enrollado en una mano.

– Su imprudencia, señor, está a la altura de las palabras con que la demuestra.

Muy oriental, él simuló buscar en los recodos de su imaginación:

– ¿La señora estará refiriéndose por casualidad a mi mediocre artículo?

– ¡Por casualidad! -bufó la Kiu.

– Me arriesgaría a asegurarle que ese minúsculo incidente escrito no tiene ninguna importancia, ni la tendrá en…

– ¡La tiene para mí!

– Me honra mi benévola vecina.

– Señor Lu: no es hora de ironías.

– No sabía que fuera marxista -comentó él, en un tono de generalización complaciente.

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