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– Irás a Shanghai, eso puedo asegurártelo. Pero aunque no pudieras, incluso aunque no quisieras, ¿crees que eso significaría algo? Hay otras universidades a tu disposición. La que elijas: Harvard, Oxford, la Sorbonne…

Yin lo miró con los ojos muy redondos. Nunca se le había ocurrido algo así. Eso también era típicamente juvenil, la falta de imaginación. Debía de creer que esos recursos estaban fuera de su alcance. Lu señaló la hilera de jarrones Song que tenía sobre el aparador.

– Bastaría con que vendiese uno solo de esos objetos -dijo-. Cualquiera de ellos haría ricas a varias generaciones de una familia, en Europa.

– ¿Pero no sería muy difícil venderlos? -murmuró Yin.

– Para nada. Podría hacerlo hoy mismo. Nuestro amigo Hua P'i p'ei mantiene buenas relaciones con Sotheby's de Londres. -Se inclinó sobre la mesa y habló mirando el pecho del joven-. No debes preocuparte por nada, mientras sigas bajo mi protección.

Se reservaba los poderes de la eficacia. Yin se tranquilizó de inmediato, como por efecto de una magia. Pero a Lu se le había ocurrido otra cosa, que venía muy a punto. No podía desaprovechar la ocasión, que era ideal, para hacer algo más. No importaba que fuera gratuito: bastaba con que fuera verosímil. Eso siempre producía algún resultado. Además, era el método de su vida. Se dejó llevar por sus ensoñaciones. Durante toda la Guerra Fría había sido un ávido lector de ese vademécum de leyendas anticomunistas que es la revista Reader's Digest, y tenía presente, entre otras bellas ficciones, que la policía de los estados totalitarios utiliza los ficheros de suscriptores de ciertos periódicos para hacer listas de enemigos de la seguridad pública. Eso podía darle pie para basar un pretexto en otro: en esas series, que deberían ser frágiles y quebradizas y en realidad son sólidas como las torres de piedra, está la escala a los cielos. De modo que, con un mínimo despliegue de histrionismo, se manifestó preocupado por sus lectores, y le propuso al muchacho que lo ayudara a hacer algo al respecto. Yin había vuelto a su aquiescencia habitual, y se limitó a asentir con rostro neutro. Le dijo que viniera antes del amanecer.

Al día siguiente, Lu Hsin se despertó mucho antes de la hora de la cita. Se quedó acostado, pensando. Salvo que en realidad no pensaba. Algo en su cabeza se negaba a tomar el rumbo de los pensamientos, y hasta de los recuerdos. ¿Qué estaba haciendo ahí, quieto en la cama, en la oscuridad? No lo sabía. Era la pura vida, y nada se parecía más a la muerte. Como un sonámbulo, con movimientos breves y precisos, se vistió. Dio unos pasos hasta la puerta, la abrió y salió al jardín. La noche estaba templada y muy serena. No parecía una noche. Tenía razón la señora Kiu cuando decía que el clima de la provincia se había trastornado. Quizás lo que había sucedido era que se había desplazado: el diurno a la noche, el nocturno al día.

Había algo de imposible en todo, no sólo en que él no pudiera pensar. Lo había en la hora, en todas las horas. O en la niña, que dormía, inexorablemente presente, como el corazón de la casa. Dio la vuelta hasta la ventana de su dormitorio: sólo se veía lo negro del espacio. Todo era imposible, y el mero hecho de decírselo valía tanto como una huida del mundo. La casa misma no se veía, situación inimaginable. Se retiró unos pasos por el jardín, y la miró, hasta verla dibujarse, en negro sobre negro, por la pura fosforescencia de lo imposible e impensable. Extraía de la sombra misma un fulgor de lo oscuro, del que se envolvía como de diez mil aureolas.

Era una antigua caja de té, a la que le había sido impuesto otro uso, heterogéneo, casual. O el té sin la caja. Y cuando se volvió hacia las montañas, también invisibles, creyó verlas como los cubos de un sueño, masas pequeñísimas al alcance de la mano.

Una hora después, se insinuaba la primera claridad del día, y hacía calor. Llegó Yin, hinchado de sueño todavía. Se pusieron a trabajar de inmediato. Fueron a la oficina y sacaron el archivo de suscriptores (un mueble-cito circular, con varios miles de fichas) y lo cargaron entre los dos hasta el fondo del jardín. Lu había escogido para enterrarlo el sitio donde un año atrás habían muerto aquellos tristes patos. El se excusó de cavar, porque no necesitaba hacer ejercicio, y tenía una sola pala, y el hoyo que había que hacer no ameritaba que trabajaran dos. Además, a Yin no le molestaba hacerlo solo. Se quitó la camisa y puso manos a la obra, mientras Lu se sentaba en el zócalo de la medianera y lo miraba. En unos segundos el torso del joven estuvo cubierto de sudor, y la luz gris del Oriente nuboso lo hacía resplandecer.

La mirada de Lu Hsin, al cabo de varios días (¿o de muchos años?), había encontrado un objeto de veras fascinante. El pensamiento volvía, anunciándose muy despacio, con pasos aterciopelados. Se sentía una estatua, un ser de piedra. El movimiento constante de los músculos de Yin era el mar, en cuyos bordes enterraban, como en un cuento de piratas, un tesoro. Con el progreso de la luz, el cielo se cargaba, detrás del joven apolíneo y oscuro. El trabajo estuvo terminado de pronto, la tierra apisonada. Yin le preguntaba si podía darse una ducha con la manguera, y él mismo dirigió el chorro de agua fría contra su cuerpo. Hacía mucho calor, y la luz se había hecho dorada. En la ventana de la casa de al lado estaba la cara blanca de la señora Kiu. Al otro lado, en su ventana, la del señor Chao. Yin se vistió y se marchó.

Una vez solo, Lu volvió a sentarse, pensativo. Había experimentado, durante el alba, el deseo de pensar. El nacimiento del deseo exigía siempre un mecanismo fantásticamente novedoso, nunca visto, uno de esos extremos de ingenio a los que llega la humanidad de vez en cuando, y que quedan registrados en los libros. Y junto a uno de esos mecanismos, por la ley de proliferación que dominaba la mente, había otro, su sombra, al que había que ajustarse cuando el primero se desvanecía. El amor era una sombra, pero del amor nadie sabía nada, porque nada se sabe de las sombras. Lo que nace no arroja sombras, sino destellos. Pensar no es saber.

Como todo hombre de espíritu mandarín, Lu había acariciado la idea de la sodomía, pero sin tomarla nunca en serio. Le parecía que era una de esas pruebas a la vez triviales e insondables que suele plantear la realidad a la gente, como una madre exigente que quiere saber si sus hijos la merecen. Ahora, de pronto, advertía que bastaba proponérselo para hacerla real. Sería un toque de justicia poética: las montañas, que lo habían vigilado siempre con sus ojos verdes, lo castigaban condenando al más completo absurdo toda su vida anterior. No eran sólo los ingleses: la Naturaleza también amaba el nonsense. Era un vértigo, un verdadero entreacto: su niña se hacía irreal, el tiempo se volvía una trampa a posteriori, y él salía vivo, brillante y plateado, como un pez que salta de un torrente a otro impulsado por el mismo resorte sobrenatural del agua que había respirado toda su vida.

La imagen patente de la reducción al absurdo de la pequeña Hin fue tan abrupta y convincente que debió apoyarse en el muro para no caer. Acto seguido, se sentó, y encendió un cigarrillo, tratando de tomar distancia de sus emociones. Después de todo, se dijo, él siempre había sido un hombre cortés, y no podía transformar en nada, por un capricho (o un error de cálculo) a una niña tan dulce. No podía aprisionarla en sus pensamientos, ni en los nuevos ni en los viejos. ¿Pero qué hacer entonces? ¿Qué hacer? ¿Debía reconocer que se había equivocado, así no más, por pura precipitación, después de esperar una década? ¿Debería amar a un muchacho, después de todo? ¿Igual que los maricas?

Suspiró. Nunca en su vida se había sentido tan desconcertado. Pero era inútil reflexionar. Decidió volver a acostarse y dormir. El destino nunca abandonaba por completo a nadie. Entró a la casa en puntas de pie.

En los días que siguieron, quedó bien demostrado que los efectos prácticos de su artículo serían nulos. El periodismo al menos daba esa seguridad. Quedó como un acontecimiento íntimo, pero todo era íntimo en la vida de Lu Hsin. Aunque había sido bien leído, con más atención que sorpresa, y sí tuvo efectos, inmensos y atronadores, en la historia. El stalinismo tocaba a su fin en el país; tras él se anunciaba la aurora de la más fantástica confusión que hubiera reinado nunca sobre la faz de la tierra. Tuvo que ser Lu Hsin el que la trajera a la superficie, en el papel de tramoyista de sus malentendidos privados. Y lo que sucedió entonces fue, aunque no hayan sido otras cosas, una grandiosa comedia de enredos (no el texto: la puesta en escena). Se llamó «la Revolución Cultural».

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