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Yin era el joven asistente del señor Lu; todas las mañanas era el primero en llegar a la «redacción», abría la oficina y empezaba el trabajo, antes de que su patrón se despertara. Al vecino le dio la impresión de que tardaba más de lo acostumbrado, pero como no tenía reloj, sus impresiones en ese sentido estaban sujetas a un amplio margen de error subjetivo. O le parecía que era demasiado tarde, o que era demasiado temprano; y cuando no le parecía ni una cosa ni la otra, le parecían las dos a la vez. Si un individuo tan tonto hubiera además estado dotado de pensamiento, seguro que se habría vuelto loco al cabo de la primera media docena de sus razonamientos.

Pero al fin lo vio venir, montado en su bicicleta. Se creyó en el deber de reconocer, en su fuero interno, que nunca lo había visto llegar tan temprano. Salió a la calle y lo detuvo, con una sonrisa nerviosa. Yin era un niño de unos quince años, muy alto para su edad, delgado, de pelo muy corto y cara soñolienta.

– ¿El auxiliar madruga levantándose más temprano que de costumbre? -le dijo, balbuceando bastante.

– No, señor. Por el contrario, hoy estoy un poco atrasado.

– Sí, sí, claro. Qué lindo día, ¿eh?

La juventud no presta atención al clima, y Yin era joven, casi demasiado joven. El señor Chao lo vio poner un pie en el pedal, y buscó rápidamente algo que decir:

– Escucha, debo hacerte una advertencia…

Yin asentía con la cabeza. ¿A qué?, se preguntó el otro. Todavía no le había dicho nada sustancioso. Pero, en un relámpago de lucidez, tan rara en él, comprendió que no tenía nada sustancioso que decirle.

– ¿Acaso ya te lo dije ayer?

Yin siguió cabeceando un momento más de lo necesario, por inercia, y después se detuvo. El señor Chao dijo:

– Creo que Lu Hsin no es un verdadero marxista.

No bien lo hubo dicho (y era algo que decía todos los días) sintió el temor agudo de que le pidieran una explicación. Pero no fue así. El cielo estaba velado por una niebla gris tan fina que parecía limpio y vacío. A la cima de la colina que tenían a la izquierda se asomó por un instante la silueta de un camión, cuyo ruido no les llegaba. Se oyeron unos trinos vagos, de pájaros enjaulados en la vecindad. La mano rugosa del señor Chao se alzó hasta el manubrio de la bicicleta, y los dedos sintieron el frío del níquel. En la puerta de su casa, estaba la figura misteriosa de la señora Chao. El acercó la cabeza al niño y volvió a hablar, en voz más baja:

– La intención secreta de Lu Hsin es…

Ahí se detuvo, con un gran dolor pintado en el rostro. Quería decir: «Es cometer adulterio con la señora Kiu», pero no se atrevía. El marido de esta señora era un hombre corpulento, y Chao tenía miedo de que le pegara si se enteraba de sus fantasías. Lo malo era que ya lo había dicho otras veces, por lo que ahora no podía felicitarse de su mutismo. Sólo podía lamentar su cobardía.

Yin se apartó suavemente, como una sombra en la mañana sin sombras: como una sombra vuelta una figura, una imagen recortada. El dolor del mundo no le concernía. Abrió la oficina con su llave, levantó los postigos, y empezó a poner algo de orden. Era necesario, porque la noche anterior habían terminado de componer, y los papeles del señor Lu habían quedado por todas partes. Hoy imprimirían toda la jornada, hasta concluir, y después habría que doblar y empaquetar los periódicos para su distribución. El joven era rápido y eficaz, y sabía muy bien qué había que hacer. Cuando entró Lu Hsin las planchas estaban en su lugar, las pesadas bobinas de papel enganchadas a la minerva, y el ambiente en general sólo esperaba el trabajo.

Detrás del señor Lu entró Hin, trayendo una taza de té para el primer ayudante. Se entretuvo unos minutos con ellos, viendo los preparativos. Antes de que pusieran en marcha la máquina entró el segundo ayudante, el pequeño Chiang, y la señora Whu, malhumorada, para llevar a la niña a la escuela. Lu Hsin revisó como hacía todos los días los útiles de Hin, que se reducían a tres ítems: un lapicero laqueado, un frasquito con escobillas, de borrador químico, y una cajita chata de cartón, dentro de la cual había varias hojas blancas de grueso papel estucado. Hin se despidió con cortesía y salió de la mano del aya.

Cuando volvió a la tarde, la novedad excluyente eran los patos, por los que sintió una fulminante pasión. No podía creer siquiera en lo que estaba viendo: diez patos distintos como figuras plantadas en el patio del fondo. ¿No era más de lo que podía esperarse, humanamente? Como todos los niños, solía creer que el mundo funcionaba de acuerdo con una estética superior, de índole placentera. Hasta podría haber dudado de la realidad estable de la visión, de no haber estado mirándola también su papá, y el señor Wen. Este último, además, comentaba a las aves una por una. No había llegado a la mitad cuando se presentó el grueso señor Hua, lleno de exclamaciones que no tardaron en brotar de su boquita de capullo. Uno de los patos, decían los adultos, era un raro espécimen tibetano. Otro, manchú. El geométrico, por supuesto que un japonés mutante. El que más le gustó a Hin, si es que atinaba a decidirse, era el más pequeño de todos, enteramente negro. Su buen amigo Yin había salido de la oficina y vino a su lado. Al cabo de un momento, le preguntó qué le parecían. La niña no vaciló en manifestar su encanto, y lo hizo con tanta vehemencia que los caballeros se volvieron a mirarla. Estaba con los útiles todavía bajo el brazo, pues había pasado de la calle directamente al patio. El señor Hua le tomó el mentón, como solía hacerlo, con dos dedos regordetes:

– Son muy bonitos tus cua-cuás, ¿eh? No digo «pato» para no pasar por revisionista, ja ja ja. Apuesto a que no querrás comértelos.

Le gustó, aunque le intrigaba, el uso del posesivo. Tenía entendido que esas aves eran un regalo que le hacía la corporación de criadores de la Hosa a su padre, como retribución por su trabajo periodístico. ¿Pero qué era esa suposición bárbara de que se los comerían, como si fueran coles? Lo miró alzando las cejas con cierto escándalo. Los hombres se rieron de su reacción.

– Creo que son patos muy jóvenes -dijo el bondadoso señor Wen-, y podrás disfrutarlos muchos años… -Le dirigió una mirada burlona a su amigo Lu, que parecía relativamente hastiado. Todos esperaban su comentario. Cuando habló, lo hizo con reflexiones distanciadas:

– Nos falta espacio. Ya nos faltaba silencio. Y observo que no se les ocurrió la idea de enviarnos una pareja.

– Eso es cierto -asintieron los demás.

– Habrá que ocuparse de ellos, aunque no acierto a percibir con qué fin. Por mi parte, no tengo tiempo.

– Yo sí -se apresuró a declarar Hin, y con eso se cerró el debate.

Acto seguido se presentó Chao, y unos segundos después la señora Kiu. Poco después, en el orden propicio al mínimo de cortesía, sus respectivos cónyuges. Si los traía la curiosidad, se tomaban el trabajo de demostrar que se esperaban algo así. Lu se preguntaba si su sino sería siempre llamar la atención y atraer gente a su casa. Confiaba en ese fenómeno psicológico, el cansancio de la percepción. En ese sentido, los acontecimientos estaban infatigablemente a su favor. Hasta la señora Whu, que había contabilizado las llegadas desde la ventana de la cocina, salió al fin, dando claras muestras de haber bebido. En realidad, lo hacía siempre, desde la mañana. La afectaba una forma intrigante de artritis, y tenía una pierna deformada por esa causa: desde la rodilla para abajo, el miembro había sufrido una torsión casi completa, al punto que el pie apuntaba para atrás, lo que resultaba muy curioso de ver. Al parecer la bebida (pero no específicamente el aguardiente de ciruelas, que era su preferencia excluyente) la aliviaba; incluso un medico complaciente que Lu Hsin había hecho venir en consulta manifestó en su oportunidad que en determinados casos, la progresión del mal se detenía a fuerza de alcohol. La señora era de las que opinaban que nunca se abusa de un buen remedio.

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