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Lu encontraba que estas murmuraciones eran una transformación natural de la benevolencia con que se había comentado antes su gesto de adoptar a una expósita montañesa. Era natural, mucho más natural de lo que lo encontraba la señora Kiu, que las murmuraciones pasaran de benévolas a malévolas sin cambiar de naturaleza. Se ponía en evidencia una vez más en este caso el aspecto plástico, eminentemente mudable, del consenso. ¡Qué lección para los políticos aficionados que ahora cubrían el país, sembrando un dogma! Si pudiera hacer pública su fábula personal, tendrían mucho que aprender de ella. No sólo la inversión de signo de todo lo sabido o ignorado, sino también esto otro, que era fundamental: el malentendido es de rigor.

Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada. ¡Una explicación post facto muy limpia!, chillaba Hua entre risas. Y agregaba: ¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación?

Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera, y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano. Cuando habló, sorprendía por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte. No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado con su nombre en el museo, le había quedado una cierta fama de coleccionista -cosa que no era, en ningún sentido-. De ahí que lo visitaran, de tanto en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antigüedades. Casi nunca compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés.

Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría un mercado secreto para estas bellezas de antaño.

Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio fuera de este en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban, en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de todo, sí debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero, y guardarlo.

Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La abrió, y estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que las abejas produjeran un determinado «tono» de miel; efectivamente, la ilustración laqueada en la tapa representaba una violeta. Hua soltó una exclamación admirativa y tendió la mano para examinarla; eso puso de malhumor a Lu. Dijo no ver el motivo de la admiración: debería ofrecerles el juego completo, con todas las cajitas de las demás flores: sólo así la oferta podría tener algún interés para un coleccionista. Por otro lado (esta objeción se le ocurrió sobre la marcha), un anticuario dedicado a la cultura apícola de los Han tendría un inmenso campo de acción: además de las cajitas y las semillas estarían los potes para miel, los soportes de los panales, las caretas, y mil cosas más; y la miel; para no hablar de las abejas, y de su trabajo.

El vendedor afeminado miraba a la ventana, sin la menor intención de responder. Hua en cambio se encendía como una señora: a él la cajita le parecía exquisita…

Lu Hsin lo interrumpió: ¿quién le aseguraba que esas semillas conservarían su poder germinativo, al cabo de unos veinte siglos? Y en caso de que lo conservaran, ¿qué atractivo tendría para un anticuario todo el dispositivo? ¿No era más lógico ofrecérselo a un apicultor?

Hua P'i p'ei resopló, impaciente:

– No he conocido hombre más intratable en el fondo. ¿Qué es lo que quiere, por todos los dragones del cielo y la tierra? -exclamó aparatosamente.

– No quiero nada -dijo Lu sin faltar a la verdad profunda.

De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los cigarrillos podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible, y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria pederastía de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste con su claridad excesiva una bruma alrededor. Y la vida de Lu empezaba a tomar caracteres precisos no aquí, entre ellos, sino en otro lado, en otra dirección.

La aparición de Hin había provocado su impresión también en los otros, pero de muy distinta índole, como lo demostró el visitante al hacer un comentario: dijo que había viajado ampliamente por el país este último año, y había notado una tendencia muy marcada a recoger niñas para criar. Obviamente, creía que aquí Hin era la hija del dueño de casa, y Ma Whu su esposa, o no habría abierto la boca. Hua, sin pensarlo demasiado tampoco, le preguntó a qué podía obedecer un movimiento social tan descabellado.

– Al marxismo -dijo simplemente el extraño, agitando imperceptiblemente los dedos, muy cortos y delgados-: Se teme que dentro de unos años la juventud se apoderará de todas las mujeres.

Lu los invitó a salir a fumar un último cigarrillo al jardín; era un modo de despedirlos. El desconocido cerró la valija y los siguió. Fumaron mirando el crepúsculo, y oyeron adentro los chapoteos alegres de la niñita en el fuentón. Efectivamente, era demasiado temprano, pero no estaba mal hacerlo de todos modos. Unas abejitas vespertinas zumbaron sobre los setos, sin acercarse a las figuras que ya se oscurecían.

Y como suele suceder, la noche apareció súbitamente, como si no la hubieran estado esperando. Una ola de gris creció en un instante de la tierra, sustrayendo todos los colores. Y sin embargo, permanecía la luz del día, o algo así como su espectro, colgando de las montañas. El visitante habló vagamente de ir a la casa donde se alojaba en la Hosa… Hua se mostró interesado: quizás pudieran hacer juntos el camino, le agradaba caminar a esa hora, cuanto más tarde mejor. «Hay horas más tardías», dijo Lu, pero no lo oyeron. No, el extranjero se alojaba exactamente en la dirección opuesta a la de la casa de Hua, por lo que éste no insistió. De cualquier modo, le hizo prolongar unos momentos más la reunión, con uno de sus característicos arranques anoticiadores:

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